viernes, 1 de noviembre de 2013

LA HOSPICIANA ( II CAPITULO)




De todas maneras, estaba acostumbrada a las privaciones ya que en el hospicio tampoco se nadaba en la abundancia en ninguno de los aspectos.
A pesar de todo, yo me sentía bien, ya que las buenas gentes del pueblo me acogieron con cariño y respeto, y también me facilitaban alimentos que me ayudaban a no pasar tantas dificultades. Así que me sentía reconfortada por ellos.
Hacía un año que el señor cura se había puesto enfermo.
Entonces al ser tan anciano y tener la muerte próxima, sus sobrinos se encargaron de él y de su herencia, y se lo llevaron con ellos.
Mientras el hombre agonizaba, me tuvieron a su cuidado día y noche, pero ellos ni se ocupaban de entrar a hacerle una visita a la alcoba.
Después de un mes se murió, y al mismo tiempo que a él se lo llevaron para el cementerio a mí me invitaron a marcharme, ya que no necesitaban de mis servicios.
Les pedí por favor que me ayudasen a buscar un nuevo trabajo puesto que no sabía a dónde ir ni cómo moverme por la ciudad.
La respuesta fue sincera:
-¿A dónde te vamos a colocar a ti con la pinta que tienes de adefesio? Sólo el jardinero de la finca se compadeció de mí. Al verme marchar con el hatillo en la mano y hecha un mar de lágrimas me propuso que me quedara aquella noche en su casa, que él y su mujer miraría a ver lo que podían hacer por mí. Así lo hice, pero pronto me di cuenta de que a su señora no le había gustado mucho la idea. Temía que los señores se enterasen y les trajese problemas.
Al otro día muy temprano me acompañaron a la estación donde saqué un billete aconsejada por ellos para dirigirme de nuevo a la Inclusa a ver si allí me podían buscar un lugar para trabajar. Más tarde me di cuenta que fue una manera de deshacerse de mí. Por supuesto allí no me dejaron ni pasar una noche y me encaminaron hacia el pueblo de Purriano, donde hablaron con alguien conocido para ver si tenían un trabajo aunque fuese momentáneo hasta que yo me buscase la vida.
Allí comencé a trabajar en el campo, cuidando y ordeñando vacas, atendiendo la granja de gallinas y demás faenas que pronto aprendí por la cuenta que me tenía.
Como habitación me dieron un cuartucho que estaba al lado de la cuadra donde guardaban los recipientes de recoger la leche del ordeño. Para asearme y demás cosas tenía que hacerlo
en el abrevadero. Así estuve hasta que comencé a darme cuenta de que aquello no era vida, así que decidí buscarme otro lugar donde trabajar, pero no era fácil.
El señor boticario me conocía de ir a buscar ungüentos para los animales y le pedí ayuda para ver si podía encontrarme algo de trabajo en otro lugar. En cuanto el amo se enteró de que me quería ir, me ofreció una habitación en la casa y una manera más digna de vida. Yo seguía pensando en irme, pero de momento por consejo del boticario era mejor esperar al verano que llegaba gente de afuera y él podría ponerme en contacto con alguna señora de la capital.
También me dijo que tenía que cuidar más mi aspecto, ya que no bastaba con estar limpia y ser trabajadora, pues las señoras querían personas de buen ver.
Yo planifiqué el ir guardando mi sueldo para una vez llegado el momento poder comprar ropa y adecentarme a gusto de las señoras. Pero el amo se enteró de mis propósitos y me invitó a
confiarle mis ahorros para invertirlos de manera que me rentasen más. Me decía que entendía que yo quisiera cambiar de oficio, que lo veía muy bien, que me ayudaría a ponerme al día en lo que necesitase, ya que me estaba muy agradecido por lo bien que hacía mi trabajo.
Comenzó a portarse mejor conmigo. Ya no me trataba con tanto desdén, y yo fui confiando en él. Le pedí que guardase mi dinero como él mejor viese que me podía beneficiar. Él cada mes me ensañaba las ganancias que yo iba adquiriendo con mis ahorros.
Pronto comenzó a coger confianza y me llevaba las cuentas a la habitación, siempre muy respetuosamente.
Sus hermanos vivían en un pueblo cercano y de vez en cuando pasaban por casa. Siempre estaban con la cantinela de que debería volver a casarse, y que su madre se estaba haciendo ya una anciana para cuidarla.  En una de esas, les dijo a sus hermanos que tenía la solución, que me quitaría a mí del campo y que me dejaría en casa junto a su madre para que yo la atendiese a ella y a él.
A mí nadie me había propuesto nada. Él dio por hecho que yo aceptaría su propuesta, y yo sinceramente tampoco lo veía tan mal. Lo que no me esperaba era lo que él tenía en su
Mente. Me propuso que me comprara ropa nueva, que la pagaría él, que no tenía falta de gastar mis ahorros, que era por el bien de su anciana madre y un sin fin de buenas palabras que yo me creí. La cuestión es que al ver mi buena disponibilidad él se equivocó y comenzó a
tomar confianzas que yo no le había dado. Entonces decidí aclararle que yo no me casaría nunca, ni con él ni con nadie. Se echó a reír de tal forma que me quedé muy sorprendida, no sabía dónde estaba la gracia. Al momento me di cuenta de que había pecado de incauta, puesto que su intención no era hacerme su esposa. Lo que me estaba proponiendo era muy sucio. Aquella noche intentó entrar en mi habitación con la disculpa de enseñarme mis dividendos. No le di paso. Salí a su encuentro y le pedí que lo que tuviese que decirme
lo hiciese ante su madre o en otro lugar. No lo dejé entrar en la alcoba, y eso le hizo enojarse mucho y se fue diciéndome que ya estaba arrepentido de haberme ayudado, que si quería que me fuese, pero que lo meditara bien ya que de aquella casa no saldría con un
céntimo en la mano, pues se había gastado más de lo que yo valía, en adecentarme.
Entonces yo me preparé para buscar lo más rápido posible un trabajo. Aquella noche intentó entrar en mi habitación a la fuerza.
No lo logró gracias a que su madre al escuchar ruidos preguntó qué era lo que estaba ocurriendo.
Al día siguiente volvió a intentarlo. En esta ocasión lo hizo cuando yo estaba en el pajar haciendo unas faenas. Salí corriendo y me oculté hasta que se fue al pueblo como cada tarde, ya que salía a beber unos vinos con los amigos.
A escondidas de él, llamé por teléfono al señor farmacéutico, que en una ocasión me había prometido averiguar algo sobre mi familia. Yo sabía que mi pueblo natal era un lugar cercano a Galicia, que tenía algún familiar por allí, que cuando me ingresaron en el orfanato iba acompañada de mi hermano, un bebé del que perdí su pista. Supongo que lo haya adoptado alguna familia. A los bebés, sobretodo varones, pronto les encontraban un hogar. No era igual
con las niñas, que como yo, que ya tenía cinco añitos, y además de ser tremendamente tímida, no era muy agraciada, terminábamos de criadas en alguna casa, y cuanto más feítas, éramos más solicitadas para trabajar en casa de los curas. Ese fue mi destino. Por lo demás, lo único que recordaba era la muerte de mi madre. Ella se murió fuera de casa. Eso, sí que lo recuerdo, ya que vi una noche a unos señores cómo la llevaron a casa en una carreta y la tiraron delante de la puerta. Desconozco el porqué. Los mismos señores nos entregaron al otro día a los dos hermanos en el hospicio. De mi padre, recuerdo los gritos de dolor que
Lo veo aún, noche y día en una cama, chillando y clamando por su muerte. No sé porqué sólo esas dos cosas recuerdo de él y de mi madre. Dicen que es porque los niños, cuanto más pequeños, cuando no pueden con los sufrimientos, los olvidan o los hacen selectivos. También recuerdo el día del entierro de mi padre, cómo los hombres lo llevaron a hombros mientras las mujeres se quedaron en casa llorando junto a mi madre y otras señoras de las que ya no
recuerdo ni su rostro.
Con estos datos, el boticario por medio de un compañero de la zona de donde yo pensaba que procedía, trató de encontrar alguna pista sobre mi familia. Cuando le pregunté, sólo supo decirme que era probable que un matrimonio, que ya eran mayores y vivían solos por que no tenían hijos, fuesen mis parientes, quizás tíos segundos o algo así.
Sin pensarlo más, de madrugada, muy temprano, me puse en camino. Lo demás ya lo saben. Por mucho que quise apurar el paso para encontrar un lugar para pasar la noche, no alcancé a ver un sitio que no molestase a la gente, y también el temor de que él diese conmigo me hacía seguir adelante, sin parar, sin dar tregua a mis doloridos pies. Así que decidí seguir sin saber en donde parar, pero el temporal se cruzó en mi camino y cuando llegué aquí ya no podía más, por eso les pedí ayuda.
Después de esta triste exposición de hechos tan duros, mi madre le dijo que le daría ella el dinero para el viaje, que no podía darle más ya que no lo tenía, pero que sí le daría un bocadillo y las zapatillas que tenía puestas, ya que los zapatos que traía, al ponerlos
a secar cerca de la lumbre, se quedaron retorcidos y no era posible meter los pies dentro de ellos.
La mujer se negaba a coger lo que mi madre le ofrecía. Sabía que aquellas zapatillas eran de mi padre ya que sus pies eran más grandes que los de mi madre, y sólo podían ser de él. Temía que papá la riñese por darle su calzado.
Mamá la convenció y la señora se fue dando gracias al cielo por haber encontrado al fin en este mundo tan cruel, unas personas tan buenas, y le decía:
-Otros no fueron capaces de tener un gesto tan humano como el de ustedes, señora. Nunca lo olvidaré.
Recuerdo que aquel día, decía mi madre, que las lentejas estofadas le habían salido como nunca, que sabían a gloria, que nunca le habían salido tan ricas. No sé, también es posible que mamá nos lo dijese para convencernos de que a pesar de faltarles el acompaña-miento de los embutidos y la carne, se podían comer.
Podría dar por concluida esta historia, pero no sería justo, ya que nos pasamos la vida diciendo una frase muy manida, pero a pesar de ello muy cierta:
-¡De desagradecidos, está el mundo lleno! Habían pasado unos diez años de aquella triste y a la vez bonita experiencia cuando regresé a mi pueblo de visita, a casa de una tía, que no esperó mucho para contarme una anécdota que le había ocurrido hacía unos días.
Me dijo:
-Una mujer de aspecto muy extraño, muy delgada, bien vestida, pero no elegante, con pelo muy lacio, canoso, y voz muy suave, casi imperceptible, llegó aquí preguntando por vosotras. Me impresionó mucho porque apenas podía contener el llanto ya que le habían dicho que se había muerto tu madre. ¡Caray!, me contó una historia tremenda, de cómo un día la metió tu madre en la cama porque llovía mucho.
-Eso sí que se llama abreviar, querida tía. Sí, algo así pasó hace muchos años, en una noche de tormenta.
-Bueno, la historia la conoces tu mejor que yo, así que, para qué te la voy a repetir. Yo sabía que tu madre hacía cosas que no tienen calificación, pero esto ya es…
-Y bien, ¿qué más me vas a contar?
-Pues según me dijo, es que ella nunca olvidó lo bien que la habéis acogido, ni la ternura y el respeto con que la ha tratado tu madre. También el gran sacrificio que hizo dándole el poco de dinero que tenía. ¿Pero fue verdad esto?
-Sí, y me acuerdo que aquellas lentejas fueron las más sabrosas que comí en toda mi vida.
-Seguro, ¡sí que estarían buenas con un simple refrito!
-Bien tía, ¿y cómo es que vino a dar a tu casa?
-Me contó que cuando sus parientes se murieron la dejaron a ella como heredera. Así que, en cuanto ella dispuso de los bienes, lo primero que hizo fue venir a traerle unos presentes a tu madre, pero al llegar a vuestra casa y verlo todo cerrado, preguntó por ella, y cuando le contaron que se había muerto, que vosotras ya estabais casadas y que vuestro padre había rehecho su vida, ella se sintió muy triste. No porque esteís casadas, sino porque no cesaba de decir que no entendía por qué las personas buenas se tienen que morir tan jóvenes. Yo le conté por alto lo sucedido después de la muerte de tu madre, y se fue desolada.
-¿No te ha dicho donde vive? Me gustaría poder darle las gracias por recordar a mi madre.
-No. Lo que sí me ha dicho, es que tenía a tu madre siempre presente en sus oraciones, y que ahora rezará por vosotras, ya que ella sabe lo que es no tener una madre. Que estaba segura de que la echaríais mucho de menos, porque si era con los ajenos tan dadivosa, ¡cómo sería como madre! Siento no poder darle las gracias personalmente a tan agradecida mujer, a la “criada” del señor cura.
Esa mujer, que para mí siempre fue alguien que me parecía conocer, no era cosa de mi imaginación, tristemente era real.
Pese a ello no quiero quedarme sólo con la lamentable historia de esa mujer. Quiero quedarme con la grandeza de las dos mujeres.
La de mi madre, que una vez más en su corta vida, nos dio un buen ejemplo de amor al prójimo, y también de cómo sabía hacer que lo mismo a nuestro padre que a nosotras, aquellas vivencias nos pareciesen naturales. Y la de la mujer sin nombre, que también
supo darnos una lección de lo que es ser agradecida y luchadora en
la vida.
Voy a obviar a los demás personajes que hicieron vivir tantas
vicisitudes a la criada del señor cura.

                                                  FIN


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