viernes, 1 de noviembre de 2013


LA HOSPICIANA  ( I CAPITULO )

Noche de tormenta donde la hubiera. Noche tempestuosa donde el viento huracanado bramaba mientras dejaba doblados y desnudos los árboles más robustos.
Los alambres de los tendidos eléctricos chocaban entre sí dejando un sonoro y resplandeciente chisporroteo que acompañaba los ensordecedores truenos seguidos de rayos que zigzagueaban saltando entre las negruzcas nubes.
La noche se estremecía, y el miedo invadía los corazones de todos los vecinos del pueblo mientras las nubes se vaciaban dejando que el agua se desplomase desde el cielo abatida por las tremendas ráfagas del vendaval.
Noche infernal, cruelmente amenazadora. Noche capaz de ahuyentar hasta a los más atrevidos.
En una humilde habitación, mi hermana y yo, desveladas por la furia que se desprendía desde las alturas, nos escondíamos debajo de las mantas para no ver cómo los rayos iluminaban la estancia.
Temerosas nos encogíamos y de vez en cuando clamábamos por la presencia de nuestros padres.
La luz eléctrica se fue, dejando en la penumbra todo el pueblo, haciendo así más siniestra la noche.
A través de un ventanuco que se hallaba en lo alto de la pared que dividía nuestra alcoba de la de mis padres, se distinguía una exigua luz que desprendía el cabo de una vela que ellos habían prendido para apaciguar nuestros ánimos. Nos sentíamos más seguras pese al temblor de la llama que parecía vacilar entre

sostenerse viva o dejarse desvanecer.
Mis padres habían logrado tranquilizarnos, pero poco duró aquella frágil tranquilidad.
Nuestra casa estaba situada al lado de la carretera. Era una casita pequeña. Estaba cercada por un seto de boj muy bien podado por las hábiles manos de mi padre. Un pequeño portillo hecho de madera torneada y pintado primorosamente de color azul daba entrada a un patio rodeado por unos bancos de madera y un
pequeño lavadero. El suelo estaba cementado y en su entorno una franja de tierra bien cuidada y adornada con preciosas plantas de jardinería que yo me dedicaba a cuidar con esmero, hacían que a pesar de la humildad de aquella vivienda, fuese un lugar atrayente.
Aquella noche tan espantosa, alguien atravesó el corto recorrido que había desde la carretera hasta la puerta de mi casa.
Alguien que a pesar de aquella noche tan aciaga se encontraba desvalido ante la adversidad.
Unos leves golpes en la puerta se dejaron oír en la noche. Al principio, mis padres pensaron que sería algo que movía el viento y hacía un sonido que parecía que estaban llamando a la puerta.
Nadie se podía imaginar que hubiese un ser que se atreviese a salir de casa en una noche tan infernal, pero los golpes se hacían más fuertes y frecuentes, y parecía que clamaban atención.
Mi padre decidió salir hasta la cocina -que era donde se encontraba la puerta de entrada- y averiguar lo que estaba ocurriendo. Pensaron que quizás al estar la casa al pie de la carretera alguna persona pudo tener un percance y estaba pidiendo ayuda.
Mi hermana y yo nos inquietamos lo mismo que nuestros padres, y aún más cuando vimos sus siluetas dibujadas en la pared del pasillo a causa de la sombra que se translucía con la iluminación de la vela que mi padre llevaba en su mano.
Según avanzaban hacia la puerta de entrada comprobaron que estaban tras ella pidiendo ayuda.
Escuchamos cómo la llave daba vueltas y cómo aquel travesaño de hierro que mi padre había colocado para más seguridad de la casa, se desplomaba hacia un lado dejando libre la abertura de la puerta.
Una ráfaga de viento invadió la casa entrando por el pasillo y moviendo el cortinón que lo separa de nuestra habitación. Nosotras al escuchar la voz de una mujer llorando nos tiramos de la cama para ver lo que ocurría. Pensamos que podría ser un familiar o alguna vecina que le habría ocurrido algo en su casa.
-¡Por favor, perdonen!, perdonen que les perturbe, pero ¡por Dios!, déjenme pasar la noche en la cuadra, tengo miedo a seguir y el viento me arrastra. No puedo más.Mis padres se apresuraron a meterla en casa y cerrar la puerta rápido ya que el agua estaba invadiendo la cocina. Le costó trabajo a mi padre luchar contra las inclemencias del tiempo ya que con gran furia el viento le echaba hacia atrás.
Entre tanto, mi madre trataba de quitarle a aquella mujer las prendas de ropa, ya que estaba toda empapada.
-¡Pronto!, prende el fuego, que esta mujer está calada hasta los huesos y aterida de frío -le decía mi madre a mi padre-.
Fue rápido mi padre en hacer lumbre mientras mi madre le daba un camisón y unas zapatillas a la señora desconocida. Le echó por encima un cobertor y le dijo que se sentase al lado de la cocina de carbón mientras ella le hacía una sopa de ajo.
Por aquellos tiempos las gentes humildes aún no teníamos cocinas de gas ni nevera. Tampoco la echábamos de menos ya que no la conocíamos, y además era mejor para los pobres la cocina llamada vasca, ya que nos servía para hacer los guisos, calentar la plancha, secar la ropa y como calefacción. La nevera no nos era necesaria porque nunca quedaba comida de sobra, y con una fresquera ya nos arreglábamos. Mi madre hizo una sopa y una tortilla francesa para la señora. La mujer pedía que no se molestasen tanto con ella, que
sólo le dejasen un rinconcito al lado del fuego o en la cuadra, ya que le era suficiente. Mamá le decía con gran ternura:
-¡Cállese!, ¡cállese mujer!, cómo la voy a dejar en la cuadra o aquí en la cocina acurrucada como usted dice. Ande coma esto calentito y…, venga niñas, ¡a la cama!, meteos las dos juntas y dejad la otra para la señora, que necesita descansar y entrar en calor.
Mi madre seguía muy preocupada por el estado de la mujer:
-¡Jesús!, ¡Jesús!, esta mujer está extenuada, va a coger una pulmonía.
Así habló dirigiéndose a nosotras, que obedecimos al momento.
No cesaba de dar las gracias aquella mujer tan alta, tan extraña, con aquellos pelos lacios y negros salpicados de canas plateadas, con aquella cara larga, mirada lánguida, dedos huesudos y espalda un tanto encorvada que le daban un aspecto un tanto siniestro. Parecía sacada de aquellos cuentos de amas de llave, inglesas.
A mi me parecía una cara conocida, pero seguramente era que semejaba a aquellas señoritas de los cuentos.
Ya en la cama, mi hermana y yo nos cogíamos un tanto atemorizadas por la presencia de aquella mujer tan delgaducha y fea. Para colmo, la débil luz de las velas que mis padres colocaron en las habitaciones y en la cocina, no daba mucha luminosidad. Parecía que estábamos inmersas en una película antigua en blanco y negro. Aquellas de fantasmas o vampiros.
La verdad es que la imaginación nunca me faltó y en aquel momento me estaba jugando una mala pasada. Si ya era poco el temor que nos invadía, la buena señora pidió que por favor dejasen una luz prendida pues tenía miedo a la oscuridad, y a nosotras nos advirtió que no nos preocupásemos si la veíamos con los ojos abiertos, ya que no los cerraba para dormir.
Entonces sí que nos abrazamos. Cerramos los ojos muy fuerte para no verla con sus ojos abiertos.
La tempestad fue amainando a partir de la madrugada. El cansancio, después de aquella noche tan agitada, nos fue invadiendo hasta dejarnos profundamente dormidas.
Aquella mañana nuestro padre no pasó por la habitación para arroparnos y darnos un beso de despedida como solía hacer cuando se iba para el trabajo. La prudencia al estar aquella mujer durmiendo en la misma alcoba le hizo irse en silencio, sin meter ruido, pero antes de marcharse confirmó a mi madre los desperfectos que había hecho el temporal, y de camino al trabajo avisó de la situación en la oficina de la Belmontina -que era la fábrica que servía la electricidad en nuestra comarca-.
Los cables de la luz estaban desparramados por la carretera y por el patio de la casa, así que teníamos que andar con mucho cuidado para no tocarlos por si tenían corriente, y no nos dejaron salir de casa mientras no llegasen los electricistas a retirar los cables.Sentíamos gran curiosidad por saber algo más de aquella mujer. A nosotras se nos hacia larga la espera hasta que se despertase, pero mi madre nos obligaba a guardar silencio para que descansase.

Tenía la impresión de que aquella persona guardaba un terrible drama dentro de su corazón. Ella no pensaba
hacerle ninguna pregunta imprudente porque ya había hecho todo lo que pudo por ella.
Mientras tanto, yo seguía dando vueltas a la cabeza, ya que tenía la certeza de conocerla. Cada momento lo tenía más claro. En la noche, la comparaba con aquellas mujeres de los cuentos, pero ahora ya estaba bien despierta y no me estaba dejando llevar por la imaginación:
-Mamá, ¿Tú conoces a esta mujer?
-¿La conoces tu?
-No sé… Se me parece a alguien.
-Cuando se estaba recostando reparé en ella y yo no la conozco de nada. No le pregunté nada. ¡La vi tan nerviosa y desvalida! Preferí dejarla descansar y no comenzar en ese momento con preguntas, y tampoco hoy le diré nada si ella no habla. A lo mejor no quiere hablar de sus cosas y eso lo hay que respetar.
-¿Papá tampoco la conoce?
-No. Dice que apenas reparó en ella. No la quiso incomodar con preguntas ni miradas.
-Le oí decir que estás loca por meterla en nuestra habitación sin conocerla de nada.
-¿Y qué íbamos a hacer con ella, hija?
-Sí, ya lo sé mamá, no podía dormir en la cuadra, allí no hay ni luz ni camas.
-Claro que no, y además no es un animal, es una persona.
Llama a tu hermana, tengo que hablar con vosotras.
Después del desayuno mamá nos comentó algo que le estaba rondando por la cabeza desde que en la noche aquella mujer le dijo que se dirigía a un pueblo cercano a Galicia. Que había salido por
la tarde andando desde el pueblo donde estaba trabajando. Que no tiene dinero y que por eso no puede viajar ni en tren ni en autobús.
-Hoy para la comida del medio día, prepararé un cocido de lentejas, pero pensé que si vosotras queréis lo podríamos hacer sin carne, así el dinero que ahorremos en carnicería se lo podemos dar a esta señora para que pague el billete del tren. ¿Qué os parece?
Nos pareció muy buena idea la de nuestra madre. No nos sorprendía aquella actitud ya que para nosotras era cosa muy normal el compartir lo que teníamos. Lo anormal en nuestra casa sería todo lo contrario.
Ni que decir tiene que cuando la mujer se despertó mamá ya le tenía preparado un suculento desayuno.
La señora no sabía cómo agradecer tantas atenciones y la gran disponibilidad de mi madre hacia ella para hacerla sentirse reconfortada.
Sin que nadie le preguntase ella comenzó a relatar las razones que la llevaron a andar en una noche tan espantosa por la carretera.
Mamá le dijo que no se viese obligada a contarle sus cosas,
que ella y su marido sólo habían hecho lo que cualquier ser humano con un poco de corazón hubiese hecho.
La mujer añadió:
-¡Oh, no, señora! Mire, yo sé que no es así. Nadie sin conocer a una persona le da cobijo como ustedes lo han hecho. Yo me hubiese conformado y les quedaría muy agradecida con que me dejasen un lugar para pasar la noche bajo un tendejón. Y esto se lo digo yo que vengo de dormir desde hace un año en un pajar.
La mirada de mi madre se entrecruzó con la nuestra. Aquella mujer aparte de desvalida no se le veía una persona andrajosa, ni de modales inadecuados, muy por el contrario se le notaba que era mujer muy educada, más bien muy tímida, no levantaba los ojos del suelo y por todo daba las gracias. Se notaba que su voz aunquedecaída era delicada, suave, agradable, y que sus palabras eran cultas. No entendíamos porqué aquella persona vivía en un pajar.
Al vernos tan perplejas nos pidió permiso para comentarnos las razones por las que se veía en aquellas circunstancias y se apresuró a decirle a mi madre que no tenía nada sucio ni malo que ocultar, por lo menos ella.
De corrido, como deseosa de poder desahogarse de tanto dolor, comenzó a narrar una historia que para nosotras era increíble. Sólo hubo un momento en el que mirando a nuestra madre le hizo entender que aquello que le quedaba por contar no era para que nosotras lo oyésemos. Pero claro, para algo están esas paredes que
oyen, y así yo, que era la mayor, me enteré de toda la historia.
-Siendo yo muy jovencita, el señor cura de un pueblo me sacó del hospicio para que hiciese las labores de la casa. Me fui muy contenta esperando una vida mejor, pero no fue así, ya que precisamente lo que encontré no era lo que esperaba para mi nueva vida, pues el señor párroco era un hombre muy recio, y austero hasta el punto de que nos faltaba lo más necesario. Yo, me conformaba con tener un techo y un cacho de pan para llevarme a la boca, aunque fuese escasa.
 



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