La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Luisa Lestón Celorio
Este libro ha sido publicado con la ayuda de LA CAJA DE AHORROS DE
ASTURIAS y con la colaboración de los Ayuntamientos de Pravia (Asturias) - lugar
donde reside la escritora - y del Ayuntamiento de Muros del Nalón (Asturias) - lugar
donde nació la autora.
LA HOSPICIANA Y OTROS RELATOS DE MUJERES
Luisa Lestón Celorio
De los textos, la autora
Prologo de Mercedes Arriaga Flórez.
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A María y Rubén, con todo mi cariño, por estar siempre a mi lado.
A Merche y Jesús, por su amistad y apoyo.
LA BANDA EL TANQUE
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-POLONESA Nº 6 EN LA BEMOL MAYOR. OP.53.-
MAESTOSO
Así comienza esta tarde: ¡Clásicos Populares!
La voz suave de Fernando Argenta invita a escuchar esta obra
majestuosa de Frédéric Chopin, dándole paso a continuación a su
compañera Araceli, que con no menos delicadeza y ánimos prosigue
la introducción al primer tema de la tarde:
-“Se trata de una danza de origen polaco que se desarrolla
principalmente fuera de las fronteras polacas como pieza
popular que compositores cultos estilizan para adaptarlas a su
estilo.
De nuevo, la voz del presentador se incorpora con esa pronta
que le caracteriza:
-Chopin encontró en la polonesa uno de los géneros
ideales para expresarse convirtiéndola en una forma de carácter
virtuoso y brillante, idóneo para ofrecer recitales.
Dando un giro más tenue a su voz, prosigue:
-En la obra de Chopin encuentra la polonesa su más
alto grado de expresión, especialmente la seleccionada en este
disco, quizás la más popular de las polonesas del compositor
polaco que comienza con fuerza y con una introducción a base
de progresiones de acordes y rápidos arpegios descendentes
realizados en la parte grave del teclado.
Unos dedos golpean con delicadeza marcando el ritmo sobre
los posabrazos de una vieja mecedora. Venancia no entiende de
acordes ni de arpegios, pero siente una extraordinaria sensibilidad
musical.
Se dice para sus adentros:
-Ésta es una más de las muchas frustraciones de mi vida, ¡no
poder tocar un instrumento!
Qué más da, ella disfruta de aquellas veladas musicales como
la mayor de las entendidas.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Sigue disertando en voz alta, aunque en apariencia nadie la
escuchara, y así era, pero nunca pensaba que estaba sola, pues siempre
estaba muy bien acompañada de su buen compañero Rasputín con
el que mantenía grandes conversaciones sobre sus amigos -invisibles
aparentemente- que se encontraban tras el radiorreceptor y que le
llegaban a través de las ondas.
-Eso de música culta, no tiene ningún sentido, ¿no te parece?
O te gusta, o no te gusta. O te emociona, o no te emociona –se
decía-
A ella, sí que la llenaban aquellas notas cargadas de entusiasmo
y melancolía. No sabría ejecutarlas, pero las apreciaba y vivía como
si estuviese dentro de ellas revoloteando alrededor de esa estancia
que a veces sentía tan fría y solitaria, pero que lograba llenar con las
voces de sus compañeros de las ondas a los que sentía como parte
de su familia; a los que a través de sus voces les ponía rostro; los
que la acompañaban noche y día; los que le regalaban momentos
tan especiales como en los que dejaba volar la imaginación y en
ocasiones la hacían revolotear por campos floridos, por mares
cercanos y lejanos, por mundos desconocidos, y que la hacían soñar
con grandes salones en los que bailaba como esas mozas hermosas
que salen en las películas de la televisión, enamoradas y cortejadas
por elegantes caballeros.
Otras veces, la melancolía la embargaba llenando sus ojos de
lágrimas y le sacaba a la luz los más íntimos recuerdos -que buenos
eran pocos-, y que muchos más eran los malos, que le resultaban
más dolorosos, pero ahí estaban. En el primer caso, se regocijaba
dejándose llevar por la dulzura de la melodía, pero otras veces,
sentía como un desahogo dejando salir sus angustias a través de los
profundos suspiros y las saladas lágrimas. Cuántas veces exclamó:
-¡Ya no me quedan lágrimas!
Pero sí le quedaban. Lo que ocurría es que, las que derramaba
escuchando esas bellas melodías eran menos ácidas, menos amargas,
y quizás el pasado ya lo veía con menos amargura, porque el tiempo
va reposando las emociones, y los recuerdos se van debilitando, o
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quizás las notas melodiosas logren endulzar hasta los sentimientos
más ácidos. A sus años todo queda tan lejano, que parece que aquella
vida ya no le pertenece, y que lo que siente es cosa de un mundo al
que perteneció, pero que ya no existe.
Le faltaba tiempo para ver cómo el pasado puede resurgir
con cruel fuerza hasta hacerle revivir como si fuese el presente lo
que tanto esfuerzo le costó dejar a un lado, lo que en los envolventes
momentos musicales le salía como parte de un guión de una
romántica película o de un drama novelado con el tiempo y por el
deseo de ser un poco feliz.
Rasputín ronronea de un lado hacia otro y mira a su ama en
espera de que le invite como de costumbre a subir a su regazo; sabe
que si lo hace sin su beneplácito le regañará aunque luego lo acoja
con ternura. Venancia le mira y sonríe; está al corriente de lo que
su mascota busca:
-¡Anda bribón, sube de una vez!
Dando golpecitos sobre su regazo le da permiso para que se
suba a participar con ella de los fascinantes momentos que cada tarde
comparte con los dos simpáticos locutores, ya que por momentos
se cree que esa música se la dedican en exclusiva y que sus amigos
hablan y comentan para ella, pues para eso les consagra su tiempo
todas las tardes. ¡Su tiempo!, eso era lo que tenía de sobra, y a la
misma vez, lo que le faltaba.
El astuto gato, de un brinco sube sobre su regazo buscando
los mimos y el cobijo de su ama; se recuesta no sin dar unas vueltas
previas para acomodarse; al fin lo consigue, y dando unos golpecitos
de aprobación con la cola sobre los brazos de Venancia, se deja
acariciar.
La mujer vuelve a incorporarse al mundo mágico de la
polonesa y escucha el final que concluye con una coda basada en
enunciar el tema principal de la obra, y luego, los acordes finales
con una cadencia que pone fin a esta magnífica pieza.
Suspiros hondos de la anciana… El rinng ranng de la
mecedora y elronroneo de Rasputín se entremezclan con las voces
de los locutores que dan paso al próximo tema:
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VALS Nº 3 EN LA MENOR. OP. 34 Nº 2 LENTO.
Así anuncia la locutora la obra. Sigue su compañero el
comentario, pero la anciana no escucha. Su mente navega por un
mundo de ilusiones y recuerdos:
-¡Un Vals! ¡Bichejo, un Vals!, alguno que otro bailé en mi
infancia con mi hermana alrededor de la gran mesa del comedor
de nuestra casa.
Sonreía recordando el día en el que su padre llegó a casa con
aquel cajón parlante. Su madre decía que eran cosas del demonio el
que de allí saliesen voces y música, y que hasta se atrevían a decir
a la gente qué clase de jabón tenían que comprar o qué perfume
usar; sin embargo, poco a poco le fue cogiendo confianza a aquel
aparatejo endemoniado, y la música en su casa no volvió a faltar.
Las horas del “Parte” eran sumamente respetadas, y no menos las
musicales, le contaba a Rasputín.
Qué bien se movía mi hermana -a pesar de su corta edadcuando
comenzaba a sonar el Charlestón y las dos muy juntitas
imitábamos a nuestros padres cuando bailaban el Chotis y
copiábamos sus movimientos mientras nos decían:
-Sobre un ladrillo niñas, sobre un ladrillo; y así hacíamos,
bailándolo sin salirnos de un corto espacio.
Por entonces también triunfaban junto a los Chotis, el
Swing, los Cuplés y también la Copla. ¡Y cómo nos entusiasmaban,
oh Señor, aquellas coplas tan bonitas!
Cuando escuchábamos a Miguel de Molina y a Concha
Piquer, les copiábamos sus gorgoritos y sacábamos pecho tal y
como los veíamos en las fotos de los periódicos. Pero lo que más
nos gustaba era la Zarzuela, y sobre todo los Vals. Danzábamos y
danzábamos dando vueltas hasta que caímos mareadas.
Entonces en su casa se vivía bien. Un tío desde Cuba
les mandaba de vez en cuando algún dinerillo, y tanto al padre
como al hermano no les faltaba trabajo. La madre sacaba buenos
cuartos cosiendo ropita para bebés, y sobre todo, cuando llegaban
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las navidades, haciendo muñequitas de trapo para que los papás
las pusieran como reyes a sus niñas. Las mamás comenzaron a
hacerle encargos y más encargos. Llegó a hacerse famosa; incluso
la pomposa de la señorita Rita, a su hermana Estela, le llamaba la
muñequita, porque era muy bella, y solía decirle:
-¡Cómo no van a salir de esas manos muñequitas tan
hermosas, si de sus entrañas salió tal beldad?
-¡Qué cursilada!, -piensa Venancia-.
El pitido del tren hizo sobresaltarse al felino, que dando un
maullido salió disparado del regazo de su dueña. Venancia charlotea
por lo bajo con gesto contrariado:
-Siempre la misma historia. Este animal parece tonto, ¿nunca
se va a acostumbrar?
Mientras sacude el delantal, se acerca a la ventana para ver
a los viajeros que llegan de la vecina ciudad y barrios cercanos,
aunque ya sabe que serían los mismos de siempre. Ni tan siquiera
en eso había cambiado ese pueblo, salvo en el verano, que entonces
se veía más ambiente por el muelle.
Las tascas y cafés se animaban con el gentío, pero poco a
poco, al llegar el otoño tornaba la decadencia al pueblo, hasta el
punto de languidecer de tal manera, que los días, en ocasiones, se
hacían interminables.
Mientras los dos compañeros de radio daban fin a la
programación, la mujer trataba de distinguir entre los pasajeros de
cada día a dos figuras que le eran desconocidas. Al momento los
perdió de vista y pronto pasó página. Comenzó a contemplar la
bahía y a sus vecinos los marineros que se entretenían en la ensenada
preparando los barcos para la próxima partida. Sólo el temporal
les obligaba a estar atracados en el puerto -en aquel puerto, que
tiempos atrás, estaba lleno de grandes navíos-. Entonces el carbón
de las minas tenía por destino las fábricas de metalurgia de Vizcaya.
También la madera para postear las minas llegaba al puerto, y por
lo tanto, había un trasiego de mercancías que daba vida a aquel
lugar ahora muerto.
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Habían trasladado los barcos al otro lado de la bahía, y
poco a poco, a partir de la apertura de la nueva fábrica la villa
se fue recuperando, pero aquel rincón, aquel viejo barrio, se
quedó estancado en el pasado; sin embargo, parecía que le iban
encontrando un mandado al viejo puerto que comenzaba a
despertar, pero demasiado despacio para su gusto. La cosa es que
tampoco está muy segura de lo que durará la nueva trayectoria del
antiguo muelle, pues lo del turismo no lo tiene muy claro.
La mar encrespada mece las embarcaciones. Las olas se
estrellan contra el malecón salpicando con enormes lagrimones a
los hombres que trabajan en el dique; lágrimas de los marineros
desaparecidos en alta mar, unas veces a causa de las galernas, otras
a la mala fortuna de naufragios inexplicables.
Sea como sea, exclama la anciana:
-¡Hoy no eres la mar madre, acogedora, mansa, hermosa,
dadivosa, que llena generosamente las despensas de los hombres,
aunque sea a costa del duro trabajo! Pero ya se nos dijo: “Ganarás
el pan con el sudor de tu frente”. Hoy eres el mar encrespado,
bravo, rudo, violento y que ruge como leones enfurecidos. ¿Acaso
es que estás lleno de dolor y rabia?, ¿pero no eres tú el culpable
de tanto dolor?, ¿eres acaso la venganza personificada de aquellos
que tú mismo tragaste? Esas amargas lágrimas que derramas con
llanto dolorido, con voz ronca, rasgada, quejosa y quebrada, ¿son
los quejidos de tus prisioneros? Sin embargo, hasta cuando bullen
las espumas desde tus entrañas resultas atrayente y hermoso,
encandilas, atraes, engañosamente arrastras al hombre embriagado
por tu fuerza y belleza hacia tus garras. ¡Maldito y bendito seas!
Con estos pensamientos en alta voz, se vuelve de nuevo
hacia la mecedora habiendo perdido el sentido del tiempo. Ya había
llegado a su fin CLASICOS POPULARES, y también, EL OJO
CRÍTICO.
-¡Qué rabia!, se me pasó el tiempo viendo a esos pobres
hombres preparando su partida. ¡Con lo que me gusta oír los
comentarios de todos esos teatros, películas y libros que jamás
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podré ver o leer! Y las entrevistas… ¡qué envidia!, ¡vaya gente más
culta! A veces pienso cuántas cosas buenas me he perdido, aunque
todavía tengo suerte, ya que muchos han muerto en la ignorancia
de que existen tan magníficas cosas en el mundo.
Rasputín mira a su ama y le regala un delicado maullido
como si entendiese lo que su cariñosa cuidadora le acaba de decir,
como queriendo darle la razón. Ella agradecida le hace una caricia
y le obsequia con una galletita a la vez que le recuerda que es un
goloso.
El timbre suena en su puerta confundiéndose con la voz de la
locutora que comienza con el Magacín de la tarde. El timbre vuelve
a sonar con insistencia y Venancia se sobresalta.
-¡Vaaaa!, ¡Vaaaa!, ¡Rasputín, quítate de entre mis piernas!,
¿no ves que me vas a tirar?, ¡déjame coger el bastón!, ¡quítate!,
¡quítate del medio, bicho!, ¡voooy!, ¡voooy!, espera, voy a coger el
bastón, porque si no este bicho me va a tirar.
Una voz femenina saluda tímidamente dando las buenas
tardes.
-Buenas tardes -responde la anciana mirando hacia el fondo
del pasillo y observando que hay alguien detrás de la persona que
estaba ante la puerta-. La falta de claridad y su vista cansada, no
la dejan verlas bien, confundiéndolas con su vecina Adela, por la
forma de hacer sonar el timbre.
-¿Qué desean?
La persona oculta en la sombra se adelanta dejándose ver.
-¿Tú?... ¿Tú?... ¡Pasa!, ¡pasa, hijo!, ¡perdona, no te conocía!
¡Oh, Dios mío, cuánto tiempo!, ¡no me lo puedo creer!… ¡Pasad!,
¡pasad!
La mujer no daba crédito a lo que sus cansados ojos estaban
contemplando; las lágrimas no la dejaban distinguir la figura de
su sobrino; los nervios la hacían agitarse hasta el punto de sentirse
desvanecer. La joven se dio cuenta de la tensión que la anciana estaba
acumulando en su interior y temió que le ocurriese algo fatal. Trató
de socorrerla, de ayudarla a sentarse, pero la mujer rechazó la ayuda
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y se dirigió a su sobrino para abrazarlo. Él la rechazó echándose
hacia atrás con gesto duro y mirada de reproche a la vez que dejó
salir de su boca:
-No me digas que de veras te alegra verme mujer… ¿Dónde
estabas hasta este momento que yo vine hacia ti?
-No es esto lo que hemos tratado. ¿Recuerdas lo que hablamos,
José? -dijo la joven que le acompañaba-.
-Sí, pero no soporto la falsedad; tú ya lo sabes.
-Bien, pero, o mantienes la compostura o yo me voy.
¿Entendido?
La mujer observaba el debate entre la joven y su niño
querido.
Restablecida en apariencia, retoma la situación diciéndole
con voz entrecortada:
¿De don…De donde has salido, hijo?, llevo mucho tiempo
tratando de saber de ti.
-En primer lugar, yo no soy su hijo, y en segundo lugar,
vengo de Villabona.
-¿De Villabona?
-¡Sí, sí, de ahí mismo!
-¿Pero qué hacías tú en ese sitio?
-¡Verás tú…! de veraneo.
¡Vale, vale! -dice la joven- tratando de contener a su novio
mientras se dirige a Venancia con delicadeza:
Señora, yo me llamo Silvia, soy la novia de su sobrino, y
nos conocimos en un centro de desintoxicación que es de donde
venimos, si bien es cierto, que él pasó antes por Villabona, pero eso
ya es cosa del pasado afortunadamente.
Se hizo un silencio tan espeso que resultaba enormemente
angustioso y nadie parecía atreverse a reanudar la conversación, que
de momento no se sabía el sentido que tenía ni qué fin se estaba
fraguando.
De nuevo, la joven rompió el hielo tratando de encauzar
la situación que parecía írsele de las manos, ya que la manera de
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comenzar no era la planeada ni la acordada con José, y esperaba
reconducir de la mejor manera tan embarazosa circunstancia.
-Verá mujer, él y yo, nos conocimos en un programa de
rehabilitación, pues ambos habíamos pasado por la dura vida de la
droga. Él, anteriormente estuvo en la cárcel, y cuando salió, pasó
por el centro de desintoxicación, y gracias a su deseo de curarse y
los buenos profesionales que encontramos allí, abandonamos ese
infierno. La verdad es que también nos hemos apoyado mucho el
uno al otro. Fue duro, ¡créame! Si no le hubiese encontrado a él, no sé
si hubiese podido superar tan dura prueba. Deseamos seguir unidos
para siempre, ya que nos queremos, pero yo le digo que antes tiene
que echar de su vida todos esos fantasmas que están rondando por
su mente. Necesita pasar página, y no lo logrará mientras no sepa
la verdad. Está lleno de confusiones, de preguntas que nadie quiso
responderle, y que si lo han hecho, fue de manera muy imprecisa.
Sólo usted le puede ayudar. Yo lo convencí para que viniese a hablar
con usted, señora. Ahora me temo que me equivoqué. No sé si
usted estará en situación de pasar por esta prueba tan dura, si bien
es cierto, que anteriormente me preocupé de saber algo sobre su
persona, y no creo que las cosas fuesen tal y como llegaron a José,
por eso lo convencí para venir a visitarla. Le repito, ahora me temo
que no fue una buena idea.
-Yo estoy dispuesta a ayudar a mi sobrino en lo que pueda.
No temas por mí. Si esto sirve para que seáis felices…, lo que he
dicho:
-No temáis por mí. ¿Qué puede ocurrirme ya que no me
haya pasado en la vida?
La mirada de José fue fulminante; daba a entender que no se
iba a creer nada de lo que le pudiese decir la anciana a la que parecía
no tener en muy buen concepto.
Mientras tanto, su novia trataba de poner sosiego a esa
situación tan tensa.
-José, hijo, no creas que yo te he abandonado. Tú eres lo único
que me mantiene en pie. Día tras día y momento tras momento
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estás en mi mente, otra cosa es que no haya podido estar todo lo
cerca de ti como he querido, porque me lo tenían prohibido, y pesar
de ello, el día de tu boda estuve a tu lado, y el día del entierro de
tu hija también. ¡Sí que estuve, hijo, sí que estuve!, -repite con tono
débil y reflexivo la mujer- añadiendo:
-Estuve escondida, ya que estaba amenazada por tu padre,
porque no quería que me acercase a ti. ¡Me acusaba de cosas tan
bárbaras…!
-¡Que estuviste presente en mi boda y en el…!
-Sí, allí estaba, debajo de las escaleras del coro para que no
me viera nadie. Lloré en silencio mientras pedía a ese Dios que nos
dicen que es tan justo, que por fin encontraras la felicidad junto a
aquella muchacha que pensé que sería una buena esposa, ya que
conocía a su familia y tengo muy buen concepto de ellos. Llegué
muy temprano y me oculté -como dije- debajo del coro. Cubrí mi
rostro con un velo. Nadie se preocupó por mi presencia. Nadie se
enteró de que estaba allí, pues antes de que salieseis me marché
sin meter ruido. Entonces estabais en la sacristía, supongo que
firmando. Soñé que aquello sería para ti el fin de toda una vida
llena de mentiras y desamor.
-¿Y quién me ha mentido?, ¿puedes decírmelo?
-Todos hemos mentido. Unos para protegerte -o por lo
menos pensábamos que así te protegíamos- y otros para…Bueno,
Dios sabrá para qué. Poco después supe lo del accidente y la muerte
de la niña. Quise estar junto a ti, pero cuando hablé con tu suegro,
me dijo que no le parecía buena idea, ya que tú, no tenías muy
buena imagen de mí, y que temía que sirviese más para perturbarte
que para ayudar, porque Tomás tenía mucha influencia sobre ti.
Hablé con él, le supliqué que hiciese algo para que yo pudiese estar
a tu lado en esos momentos…, pero prefiero no seguir hablando de
esto. Sólo te puedo decir que fue inútil a pesar de mis súplicas. Un
tiempo después me enteré de tu separación y volví a ponerme en
comunicación con tu suegro. Él me contó -creo que con bastante
sinceridad- la situación por la que estabas pasando. No negó el gran
error de su hija y la poca actitud de lucha tuya. Fui un día en tu
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busca. Alguien me dijo por dónde solías andar.Todo fue inútil, no
te encontré por ningún lado y pedí al hijo de Adela que hiciese lo
posible por verte y darte una carta, ya que sabía que Tomás no te la
haría llegar si cayese en sus manos. También fue inútil. La respuesta
siempre era la misma:
-No lo veo; no lo encuentro por ningún lado; no se sabe de
él. Yo siempre pensé, que algo se me estaba ocultando… Ahora ya
sé lo que pasaba… ¡Señor, Señor…! ¿Qué hemos hecho contigo?
-Mi padre, o Tomás, como tú dices, trató de ayudarme;
bueno…, a su manera, pero yo no me creo que tú lo hicieses mejor,
si es lo que pretendes dar a entender. Sus razones tendría para
separarme de ti.
-Es posible. Quizás yo no mereciese tenerte a mi lado, pero
dime:
-¿Te ha ido mejor en la vida a su lado?
-No os metáis por ese camino. Nadie sabe lo que pudo haber
pasado de estar con uno o con otro -dice la joven-.
-Tienes razón. De aquí no vamos a sacar nada en limpio. Ya
te dije yo que era inútil tratar de sacar alguna conclusión clara de
todo esto. Primero, tuve que oír de él mil y una acusaciones sobre
ella, y ahora, supongo que las tendré que oír de ella hacia él.
-No. Yo no voy a entrar en ese juego sucio. Tú pregunta, y
yo te diré lo que tenga que decirte, aunque no podré evitar que de
alguna manera me salga la vena dolorosa y la rabia que le tengo.
Créeme, voy a tratar de ser lo más fiel que pueda, pero piensa una
cosa hijo: habrá demasiadas cosas muy dolorosas y preferiría no
tener que entrar en ello, pero si creéis que eso sirve para poder dar
una vuelta a tu vida y logras al fin ser feliz… Aunque dudo que
revolviendo el pasado logres algo positivo.
-Créame señora Venancia, su sobrino está lleno de fantasmas
que no le dejan vivir con un mínimo de tranquilidad. Son
demasiadas cosas las que cree que se le ocultan o se le deformaron
-como usted dice- para protegerle o no sé qué… Por malo que sea
lo que se le oculta, no va a ser peor que lo que él vive día tras día,
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ya que tiene metido entre ceja y ceja…, bueno, cosas tremendas
respecto a su madre.
-¡Ah!, ¡eso no!, ¡de tu madre, eso no!, ¡eso no lo consiento
yo! ¡Que nadie la ponga en entredicho!, ¡por ahí, no voy a pasar!
Ya supuse que ese sinvergüenza no sería lo suficientemente hombre
como para salvaguardar el nombre de la pobre desdichada. Tu
madre, murió, ¡bien sabe Dios porqué y por quién! Eso no lo voy a
consentir. Fue lo único bueno que hubo en nuestras vidas. Jamás se
te vuelva a ocurrir, ni tan siquiera poner en duda su honra, aunque
no sea más que por lo mucho que te quiso y por lo mucho que luchó
por ti, sin apenas poder tenerte en sus brazos. ¡Maldita sea! ¿Cómo
se atreve nadie, ni tan siquiera, a nombrarla? Ni para bien ni para
mal voy a consentir que nadie la nombre. ¡Que la dejen de una vez
descansar en paz!
-¡Por favor, por favor!, no se agite señora. No tratábamos de
que se disgustara. Sólo fue un desafortunado comentario. Le ruego
que no me interprete mal. Nosotros no estamos juzgándola, sólo
comenté algo que le han metido en la cabeza, por eso le pedimos
ayuda, ya que nadie lo puede ayudar si no es usted.
-Me voy. Me siento ahogado. Me huele que nada voy a sacar
en limpio de aquí. Para mi padre, sólo era una… No se preocupe,
no la voy a ofender. Y para ella, ya ves, mi señora madre era una
santa. Es posible que no fuese ni lo uno ni lo otro. ¿Pero quién va
a decirme de una puta vez, lo que se esconde detrás de ella y de mi
vida?
-¡Paciencia José!, si te pones así no vamos a lograr nada más
que hacernos daño. Estamos tratando de mejorar, no de empeorar
las cosas.
-¡He dicho que me voy! El tren está a punto de salir, así que
no pienso quedarme en tierra para oír sólo mentiras. Ya te dije que
nadie va a decir nada más de lo que ya se me ha dicho. ¿Lo ves?,
¡ahora era una santa! Y si tanto me quería, ¿por qué me dejó en
manos de esta “Celestina”?
-¡Cállate!, no te voy a consentir insultos. Este no es el trato
que hemos hecho. Me prometiste que la escucharías, y no sólo no
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lo estás haciendo sino que le estás haciendo daño. ¿Qué sacas en
limpio actuando así?, ¿no será que temes saber la verdad?, ¿acaso
temes enfrentarte a la realidad? No estoy dispuesta a pasar por más
situaciones como esta, así que, la que se va soy yo. ¡Lo siento señora!,
¡lo siento!, si hubiera sabido esto, no lo traería aquí.
Venancia no daba crédito a lo que estaba viviendo. Parecía
que se sentía en una nube cargada de tormenta. ¡Cuánto rencor
había en aquella criatura! Le temblaban las piernas y apenas le salía
un hilo de voz; deseaba morirse; ya no podía más; tanto sufrimiento
la tenía agotada.
El joven abandonó la estancia dejando tras de sí la puerta
abierta.Silvia seguía rogándole que no se fuese de esa manera, pero
no la escuchaba, y de su boca salían palabras tan duras como:
¡No quiero saber nada!, ¿para qué?, ¡déjame en paz! ¡Mentiras,
mentiras y más mentiras!, era una puta y en paz.
-¡No, eso no, por favor, eso no! -gritaba la anciana tapando
sus oídos-.
No quería oír aquellas palabras. Su cuerpo se desvaneció y se
dejó caer sobre el sofá. La joven observó cómo la mujer palidecía. La
socorrió de inmediato dándole aire con el abanico que estaba sobre
la mesa camilla. Acogió el cuerpo desvalido de la anciana entre sus
brazos y llamó a José pidiéndole ayuda, pero nadie respondió a la
llamada. La mujer, poco a poco fue volviendo en sí. El susto que
Silvia había llevado fue tan inmenso que en ese momento pensó
que era ella la que se iba a desmayar. Durante un momento se
hizo el silencio. Solamente el leve ruido del abanico rompía aquel
momento de anguatia y de mutismo. De pronto Rasputín irrumpió
en el umbral de la puerta y erizando su cola maulló con tono
desconfiado. Parecía que su instinto le decía que allí algo anormal
estaba ocurriendo. La anciana intentó incorporarse, pero al ver que
por sí sola no podía, se dejó ayudar por Silvia, que extrañada la
miró con gesto interrogante, a la vez que miraba en su entorno
buscando la presencia de alguien que ya no estaba allí.
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-Por favor, señora, perdónele. No sabe cuánto sufrimiento
hay en su corazón. Perdóneme a mí también. Yo no pensé en ningún
momento que esto podía salir así de mal.
Temblorosa, la mujer acepta las disculpas de la chica que
no se atreve a marcharse dejándola en aquellas condiciones. Ella
pensaba que no podía ser tan mala como le contaron a José. Algo
se escondía tras aquella historia que nadie quiso revelar. Lo cierto
es que, sea lo que sea, está haciendo mucho daño a la anciana y a su
novio. Piensa que esa situación tiene que tener una solución.
La mujer estaba muy mayor, y esas no eran maneras de
reparar las cosas. No era lo mejor para nadie, así que tenía que
buscar una salida. Tenía que buscar el mejor medio para acabar con
tanta desdicha.
Al final, Venancia logró incorporarse. No le dejó pedir
ayuda. Prefería que aquello quedase entre ellas. Por suerte sus
vecinos más cercanos estaban ausentes y parecía que ningún otro
se había enterado de lo ocurrido a pesar del rudo comportamiento
de su sobrino.
Después de tomar ambas una tila que la joven preparó con
mucho esmero, se dejó acostar en la cama sin hablar ni una palabra
más de lo ocurrido, y Silvia se despidió de la señora Venancia.
Rasputín se recostó a los pies de la cama donde yacía su ama
a la vez que la joven corría para coger el último tren.
Apenas tuvo tiempo de subirse al tren cuando cerró sus
puertas poniéndose en marcha. La joven, con el alma en vilo,
buscaba a José, por los distintos vagones; al fin, da con él en un
departamento aislado del resto de los viajeros. Sus manos sujetaban
las piernas que se movían como poseídas por una inquietud
que no podía controlar. Sus mandíbulas estaban tensas, los ojos
irritados, los hombros contraídos, y los nervios se le notaban a
flor de piel. Silvia lo tocó en un hombro para hacerse notar y él
apenas la miró. Cuando lo hizo, fue con mirada de reproche. Miró
por la ventanilla disimulando su rabia contenida. No sabía como
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enfocar ese momento, ya que reconocía, que no fue muy heroico su
comportamiento, ni mucho menos actuó con un mínimo de tacto.
-Encima no te portes así conmigo. Yo no creo que haya
faltado a mi promesa. ¡Mira majo, conmigo no cuentes más!
-comenta Silvia muy enfadada-.
José sabía que detrás de aquella calma chicha, se escondía
un buen temporal, y piensa, que no sin razón. Quiere calmarse,
ya que aun reconociendo su error, no sabe cómo va a reaccionar
cuando la tormenta estalle. Trata de escabullirse entre pensamientos
variopintos, pero ninguno cuaja. Su inestabilidad mental es tal, que
no logra centrarse. Le sobresalta la continua imagen de la anciana
desvalida, a la que apenas dio tiempo a hablar porque su ira destrozó
todo intento de dialogar y de comportarse como un ser adulto.
¡Soy un energúmeno!, ¡lo estropeé todo! ¡Dios…, Dios mío!,
¿qué va a ser de mí, si Silvia se vuelve en mi contra?
Su mente agitada, le deja desarmado. Sabe que no tiene
excusa, así que trata de mantenerse lo más calmado posible en
espera de que ella abra el frente, pues le daba la sensación de que
acabarían en una plena batalla.
Así fue. En cuanto llegaron a casa, su novia no tardó en abrir
fuego, y no se guardó dentro de sí nada. Con furia, echó fuera la
cólera que le causó situación tan lamentable:
-¡No esperaba una reacción tan ruina!, ¡te desconozco!,
¿cómo pudiste ser tan brutal? Aun teniendo razones para ello, no se
puede ser tan cretino, tan lerdo. Me defraudaste.
-¿Qué quieres que te diga?, no pude soportar su hipocresía…
¡Mi niño…, hijo mío…! ¿Pero de dónde sales?, ¿tú puedes creer toda
esa pantomima?
-No. Claro que no puedo creer lo que vi, y sabes lo que vieron
mis ojos y oyeron mis oídos. ¡El ser más ruin y mezquino que jamás
supuse que iba a encontrar en mi vida!
-Tienes razón.
-¿Qué?, ¡oh, no!, ¡no me lo puedo creer!, al final, resurgió un
poquito de racionalidad en este ser desconocido.
24
-¡Por favor, no me lo pongas más difícil! Reconozco mi
torpeza.
-¿Torpeza?, ¡vaya!, ¡sólo fue una torpeza! Por lo menos ya es
algo.
-No creí que iba a serme tan angustiosa la presencia de mi
tía. No me siento feliz ni orgulloso de mi comportamiento, créeme.
Al contrario, me estoy sintiendo fatal. Quisiera desaparecer de este
mundo de una puñetera vez.
-Estupendo. Así ya no hay nada a que enfrentarse, ¿verdad?
Fue un largo silencio lo que José dio por respuesta. Después,
reconocía algo más:
-¡Soy un cobarde, Silvia!, ¡perdóname!
-¿Perdonarte yo?, ¿tú crees que soy yo quien te tiene que
perdonar?
-¿Quién si no?
-Piensa bien a quién has hecho más daño: ¿a mí?, ¿a ti?, ¿a tu
tía?, ¡tú veras!
-Supongo que a ella, pero no olvides que ella a mí…
-No entiendes nada majo. ¡Claro que a ella y a ti mismo! A
mí, lo único que me hiciste, fue molestarme, y no me vale eso de
que ella te hizo daño. Eso está por ver. A eso fuimos, ¿te acuerdas?
Dime: ¿qué sacaste en limpio?, ¿lograste aclarar algo? Y ahora, ¿qué
vas a hacer?, ¿te vas a quedar de brazos cruzados?
-No sé. Déjame descansar. Mañana será otro día.
-¡Sí, claro! Mañana será otro día para nosotros. Para ella, no
lo tengo tan claro.
Venancia no conciliaba el sueño. No sabía si lo que vivió era
real o una pesadilla. Su corazón estaba agitado, su mente aturdida,
su cuerpo cansado y desfallecido. Gracias a Dios sus vecinas estaban
de fiesta y no pasaron en todo el día por casa.
-Mejor así. De esa manera no se enteran de nada. Saben casi
todo de mi vida, pero esto es mejor que no lo sepan. Ahora entiendo
porqué el hijo de Adela siempre me decía que no sabía nada de
mi sobrino, que no le veía por ninguna parte. De esa manera
no me tenía que dar malas noticias. Lo que me consuela es verle
25
recuperado y en compañía de esa joven que parece quererle tanto.
Lo malo, es el rencor que lleva dentro de sí. Quizás sería bueno que
supiese la verdad por dura que sea, ya que parece que lo que conoce
o cree conocer lo está atormentando. Lo peor es que la verdad no es
tampoco como para calmar su espíritu. Lo que llegó a su mente, es
tan demoledor o más, que la realidad. Por lo menos, si esta realidad
le hace sufrir, seguro que será menos cruel que estar pensando que
su madre fue una cualquiera. ¿No te parece querido compañero?
¡Tanto esperar un día como este, y…! ¡Oh, Señor, tanto esperar
volver a verle y a abrazarle, y mira qué resultado! Ese miserable, ¿qué
le habrá inculcado a su hijo para que mi niño sea tan infeliz?
La noche se hizo eterna para la anciana. Cada vez se
sentía más débil. El dolor de cabeza era tan intenso, que hasta la
poca claridad que entraba por las rendijas de las contraventanas
-que estaban entreabiertas para dejar en penumbra la alcoba- le
molestaba, pero no tenía fuerza para incorporarse y cerrarlas del
todo. Sus vecinas ni soñaban lo que le estaba ocurriendo, pues de
saberlo, ya estarían al tanto de ella.
-Mejor así -le susurraba a Rasputín, sin ser consciente de que
el animal no se encontraba a su lado-. De esta manera no tendré
que darles tantas explicaciones, porque Adela está más pendiente
de mí que si fuera una hija. Seguramente que cuando llegue de casa
de su hijo, la llenará de comentarios de lo lista que es su nieta, de
lo bien que cocina su consuegra, de lo guapo que es el bebé…, y
tratará de que me incorpore a la comida del domingo. ¡Huy, Señor,
para fiestas estoy yo!, y, ¿cómo disculparme? No, no puedo decirles
lo ocurrido. Me quieren como si fuese parte de su familia y esto les
disgustará. No puedo consentir estropearles el día. Al fin y al cabo
este es mi problema. Disimularé y les diré que tengo una jaqueca, o
yo qué sé. Unos golpecitos en la puerta, la sacó de sus atormentados
pensamientos. Apenas pudo responder. No tenía ya fuelle. ¿Quién
diablos sería el que insistía en llamar, si la puerta estaba entreabierta
como siempre? Los tres vecinos que viven allí son de confianza y
casi nunca tienen la puerta cerrada del todo. Nadie frecuenta aquel
26
edificio, salvo el cartero o gente conocida. La verdad es que si sigue
llegando gente nueva y desconocida al pueblo, tendrán que perder
esa costumbre.
-¿Quién va? Yo no puedo salir. ¿Eres tú, Alfredín?, pasa hijo,
y no cierres la puerta para que entre el gato, que ese bandido ya me
dejó sola.
-No, señora, soy yo. Perdone mi atrevimiento. Pasé al ver que
usted me dijo que no podía salir.
-No te veo bien. ¿Quién eres?, ¿qué quieres de mí?
-Soy Silvia, ¿no me conoce?
-Sí, ahora sí.
- Perdóneme, por favor, por irrumpir sin su permiso.
-Estás perdonada, hija. ¿Qué haces aquí?, yo no puedo más.
Será mejor que volváis dentro de unos días. Os prometo que os diré
todo lo que tengáis a bien oír, pero hoy no estoy en disposición, ¡me
duele tanto la cabeza…!
-Estoy yo sola. Él no vino, también se encuentra muy mal,
pero su malestar no es de dolores sino de vergüenza, quizás dentro
de un tiempo vuelva a verla, pero hoy he preferido venir yo sola.
No se preocupe, no hace falta que hablemos de nada en particular,
vine porque ayer me quedé muy intranquila. Temía que su salud se
resintiese y veo que no me he equivocado.
-No estoy bien, bonita, pero lo que más me duele es el
corazón, viendo a mi sobrino sufrir tanto sin yo poder hacer nada.
Él, no me cree, ¿verdad?
-No cree a nadie. Lo mejor será que sea yo quien le cuente
lo ocurrido, si usted tiene a bien, cuando pueda, contármelo a mí.
Yo se lo iré dosificando según vea, o se lo diré de una vez, si es
conveniente. Pero, dígame: ¿cómo está con la puerta abierta?, ¿no
cree que es una imprudencia?
-Está tal y como tú la has dejado, pero no te preocupes, de
momento nunca pasó nada. Todos somos como de la familia, y
nadie pasa por este viejo edificio. ¿No te das cuenta de que con las
pintas que tiene, nadie vendría a buscar aquí nada?
27
-No se fíe, los tiempos por desgracia ya no son como hace
unos años, según dicen mis padres. ¿Pero qué quiere decir?, ¿que no
se ha levantado desde ayer?
Venancia no respondió; era bastante evidente que apenas le
queda fuelle para respirar, y pese a ello, sacaría fuerzas de lo más
profundo de su ser si fuese necesario.
Rasputín entra con gran sigilo, se queda quieto ante la
presencia de Silvia que le hace una caricia y que él no recibe con
gran euforia, sino más bien se encrespa un poco, y de un salto se
acomoda a los pies de la cama de su dueña.
-Cierra la puerta criatura. Este bicho ya se acomodó para el
resto de la tarde.
-Si lo desea me voy. No quiero incordiarla si no se encuentra
bien.
-No. Ya que has venido puedes quedarte hasta la hora del
tren.
Se hizo un silencio que se podía cortar. La tarde iba
languideciendo y el Sol caía tras las cumbres mientras lentamente
iba dejando la estancia en la penumbra. Los barcos que estaban
atracados en el muelle del otro lado de la ría, comenzaban a prender
sus luces, dando lugar a un paisaje de postal. Entre tanto, de vez en
cuando, se oía un suspiro cada vez más débil.
De puntillas, no queriendo hacer ruido, Silvia se dispone a
marcharse. No deseaba hacer más dura y penosa aquella situación.
Tan sólo había dado unos suaves pasos cuando la anciana reclama
su atención:
-No, no te vayas. Antes deseo darte algo que espero nos
ayude…
-Perdone, pensé que estaba dormida y no deseaba
molestarla.
-No hija, sólo pensaba si lo que voy a hacer será lo mejor o si
será otra de mis equivocaciones.
-Dígame señora, creo que nada peor de lo que está pasando
ya, pueda pasar.
28
-Sí, hija, el mal nunca es suficientemente grande. Siempre
pueden empeorar las cosas.
-De todas maneras, si usted cree que puede ayudarnos…
-Mira en la gaveta de arriba del aparador de la sala. Allí
hay una caja de cartón debajo de unas sábanas, y dentro de ella
encontrarás un libro de contabilidad. ¿Me lo puedes traer?
La joven mira con curiosidad aquellas ropas bien ordenadas,
planchadas con esmero y con bonitos encajes y bordados; olían a
limpio, a un perfume muy conocido. Observó cómo al lado había
una pastilla de jabón de Heno de Pravia. Sí, era frecuente encontrar
en los armarios de las abuelas este exquisito aroma; antaño –le decía
su madre- olía a alcanfor. Afortunadamente, este antipolillas ya no
huele tan mal; mejor, ya que según tenía entendido era muy fuerte y
se agarraba a la faringe. De todas maneras, le venía de perlas en ese
momento para poder disimular el nudo que se le estaba poniendo
en la garganta.
Por fin, dio con la caja. Parecía que estaba oculta debajo de
las sábanas, y además, encima había una cajita con prendas de bebé.
Suponía que debieron de ser de José. O la vieja no se recordaba
de ello o quería que ella las viese sin más. La caja que guardaba la
libreta, tenía un dibujo de un lujoso camisón. No le parecía que esa
mujer usase prendas de esa clase.
-¿Qué demonios tendrá ese cuadernillo en su interior para
que la señora Venancia ponga tanto empeño en entregármelo?
-¿Es esto lo que me pide?
-¡Sí hija, sí!, esta caja la encontré después de que se fuera
de casa mi cuñado. La tenía oculta debajo de un viejo baúl que
había en la habitación matrimonial. El baúl era muy pesado, así que
nosotras no lo movimos, pero se apolilló y me tuve que deshacer de
él. Al levantarlo, vi que había unas tablas del suelo desclavadas, y
me llamó la atención porque estaban picadas por un lado, como si
alguien las levantase con algo punzante. Pensé que allí debía de ser
donde él guardaba el dinero, pero lo que encontré fue una bolsa de
lona, y dentro, esto que te entrego. No sé cómo se le pudo olvidar
recogerlo. El demonio, a veces falla, creo yo. Pero antes de dártela,
29
tengo que contarte algunas cosas, pero no sé si tendré tiempo para
ello, el tren… No sé que hora es.
-No se preocupe, lo primero es que usted se encuentre en
condiciones de poder hablar, ¡mire que está muy fatigada!
-En este momento lo que más deseo es acabar con esta
situación y no sé si en otro momento tendré fuerza suficiente para
ello; no debí perder tanto tiempo pensando lo que tengo o no tengo
que hacer, así que si dispones de tiempo déjame hablar por favor.
-Dispongo de todo el tiempo del que desee. No se preocupe
por el tren, mañana habrá más trenes. Avisaré a casa, y ya me las
arreglaré para que lo entiendan y estén tranquilos.
Un viejo teléfono negro de baquelita, se encontraba sobre
una repisa entre la puerta de la cocina y la habitación. Silvia no se
había fijado en aquella repisa donde también había un portarretratos
de una mujer muy joven y hermosa. Por la parte de fuera, sujeta
por el cristal y el marco del portarretratos, también había una foto
pequeña de un bebé. Contempló detenidamente ambas fotografías.
No se podía negar que aquella hermosa joven era la madre de José,
porque, los ojos, la boca y la nariz, eran idénticas a las de él, y si la
anciana las tenía juntas, seguro que era por algo.
Le costó un rato a Silvia convencer a José de lo que se disponía
a hacer, pero al fin consiguió hacerle entrar en razones. Así las dos
mujeres se quedaron tranquilas. Ahora, faltaba dar otros pasos.
Venancia invita a la joven a que busque algo de comer en
la nevera. Había comida de sobra, pues su vecina antes de irse le
dejó la compra y la comida hecha para unos días, ya que la anciana
apenas podía hacer las faenas de la casa, y mucho menos bajar a
hacer las compras, salvo que fuese acompañada, porque la distancia
que conduce a la plaza de abastos es mucha, y ya le es imposible ir
sola.
Apenas, ni la una ni la otra, pudieron comer alguna cosa.
Sólo se les apetecía tomar algo caliente, así que después de tomarse
unas infusiones bien calentitas, retornaron a la conversación. Ambas
tenían deseos de poner fin a aquella pesadilla.
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Trae la mecedora y cúbrete con esta manta. Has de ponerte
lo más cómoda posible. Se nos hará larga la noche.
Tras una leve pausa, Venancia continúa:
-Antes de entregarte esta caja, te contaré algo que deseo
que sepas, así te darás cuenta de todo nuestro sufrimiento. Mira
niña, no siempre nuestra familia fue tan desarrapada como ahora.
En su momento fuimos una familia normal; casi puedo decir que
vivíamos un poco mejor que otras familias gracias a la ayuda que
nos prestaba mi tío que estaba en Cuba. ¡Hay mi Dios, cuánto mal
nos sobrevino!, todo se empezó a torcer unos días antes de estallar
la guerra. ¿Te queda muy lejos verdad?, también a mí, así que a ti
esto te sonará a un cuento muy lejano, demasiado tiempo para que
todavía esté dañando a mi sobrino que quizás ni tan siquiera sepa
que en este país un día hubo una guerra donde nos hemos matado
entre hermanos. Yo tenía catorce años, mi hermana -que era la más
pequeña- siete, y mi hermano Luis, dieciséis, próximo a cumplir
los diecisiete. Mis padres habían preparado el viaje para que mi
hermano se fuese con mi tío para Cuba. La cosa aquí se estaba
poniendo cada vez más fea; la guerra era segura. En aquellos días,
unos vecinos embarcaban para la Habana. Mis padres y mi tío, les
recomendaron el cuidado de mi hermano durante el viaje. Aquella
mañana fatídica, mi hermano fue muy temprano a la casa de los
vecinos para quedar en una hora fija para la partida. Faltaban tres
días para el embarque. Al momento de salir de casa se oyeron unos
estruendos en la calle, mis padres miraron desde el balcón y vieron
un tropel de gente corriendo delante de unos guardias a caballo que
disparaban sin miras hacia la multitud. Mi hermana y yo, al ver a
mis padres asustados, intentamos ver lo que ocurría, pero ellos y la
abuela nos apartaron del balcón, cerraron las contraventanas y nos
ordenaron encerrarnos en la habitación ciega, pues allí no podrían
llegar las balas si alguna se desviaba. Mi padre salió corriendo en
busca de mi hermano. Mi madre estaba tan asustada y tanto le
rendía la ausencia, que no pudo aguantar la tensión y se asomó para
ver si los localizaba.
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Nunca olvidaré aquel momento, aquel grito de mi madre,
que más que un grito fue un alarido de desesperación. Mi hermano
doblaba la esquina de la calle corriendo hacia la casa y mi padre iba a
su encuentro cuando alguien disparó sobre mi hermano. Se supone
que creyesen que era uno de los revoltosos, o qué sé yo. La cosa es
que mi madre vio a mi hermano caer y a mi padre cogerle en brazos,
sacudirle y abrazarle mientras un guardia golpeaba a mi padre con
la culata del fusil. Mamá salió corriendo hacia el cuartelillo al que
le dijeron que les habían llevado. Se nos hizo eterno el tiempo que
tardó ella en llegar junto al cadáver de mi hermano. Mi padre
estuvo detenido más de un mes, hasta que un señor de mucho peso
entre los militares, logró sacarlo del presidio. Mis padres, nunca
más levantaron cabeza. La guerra les obligó a estar más pendientes
de nosotras, pero mi padre, apenas terminada la guerra, se murió
de tristeza.
En aquellos momentos era cuando más necesitábamos la
ayuda de mi tío, pero difícilmente se podían recibir los envíos.
Estábamos seguros de que él los mandaba, pero se quedaban por el
camino, quizás sin equivocarme, pensaba que estaba muy cercano a
nosotros el fin del trayecto de las divisas que él nos mandaba. ¿Pero
cómo justificar quién se quedaba con ellas? En aquellos tiempos
aunque supieses con certeza quién te robaba, mejor era callar y no
denunciar.
Mi madre trabajaba sin descanso; mi abuela atendía la casa,
nos cuidaba y ayudaba a mi madre en las labores de plancha y
costura. Todavía había señoras, que aunque venidas a menos, no
se dignaban en demostrar su ruina, así que, aunque no comiesen,
disponían de lavandera y costurera. Pagaban poco, pero ante el
hambre mejor era poco que nada. Las que mejor vivían y pagaban
eran las nuevas ricas, las que saquearon y traicionaron a los vecinos
con mentiras o verdades. No les faltan escrúpulos. Algunas de ellas,
suponemos que eran las que se quedaban con los giros y paquetes
que familiares de afuera mandaban a los padres. No tenían ni la
más mínima vergüenza presumiendo de su abundancia, así que,
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aunque sabían que estaban bajo sospecha, esa gente se sentía segura,
ya que nadie se atrevía a ir contra ellos.
Madre enfermó, y el doctor dijo que era cosa contagiosa, así
que la llevaron para el Hospital de Tuberculosos. Allí se murió y
quedamos a cargo de mi abuela. Yo ya había comenzado a trabajar
ayudando en un comercio del pueblo. No me daban dinero sino
que del género que se derramaba de los sacos, los embutidos que se
estropeaban a la hora de embucharlos y cosas así, me daban para
llevar a casa. A la muerte de mi madre tuve que echar agallas a la vida
y comencé a hacer lo que nunca mi madre me hubiese dejado hacer.
La abuela estaba casi ciega, y mi hermana quedaba en casa para
atenderla. Era tanta el hambre que pasábamos todo el pueblo, que
apenas encontrábamos quién nos ayudara, así que recurrí a unirme
a la llamada “BANDA DEL TANQUE”, -sobrenombre que se nos
aplicó a las jóvenes que sobrevivíamos de esta triste manera-.
Por la mañana iba a la tienda hasta las once, y a las doce me
iba con el tanque por los barcos a pedir comida -las sobras de los
marineros- que por cierto, aquellos hombres no comerían muy bien,
pero sí les sobraba comida, a lo mejor por lo mala que era, pero para
muchas de nosotras era un manjar. De esa manera, yo podía vender
lo que me daban en la tienda para tener unos reales para comprar
las medicinas de la abuela. Esta venta era en secreto, ya que si la
tendera se enteraba, me expulsaría. A mí me intentaban comprar
de alguna manera. Si les ofrecía mis servicios, podía llevar unas
monedas y cosas de estraperlo a casa para la venta, pero me negué a
caer en esa vileza. Cada vez eran más las jóvenes que se aferraban al
tanque y menos las sobras que podíamos llevar a casa.
Mi hermana se enteró de que a las niñas les daban más
comida, así que decidió salir ella con el tanque a canturrear esa
frase ya conocida: ¿HOMI, DASME?1, mientras alzaba el brazo
hacia estribor del barco para que aquellos hombres le echasen la
comida en el tanque. Yo me negué de pleno, pero la abuela me
llamaba orgullosa, decía que el mendigar un poco de comida no era
1)¿Hombre, me das?
33
tan deshonesto, que peor era acabar como nuestra madre muriendo
tísica. Estela cada día estaba más delgada, y mi abuela ya apenas
veía, así que dejé que mi hermana saliese conmigo a los muelles con
su tanque.
Déjame decirte, que mi niña -que así la llamaba yo- era
preciosa, y aparentaba ser mayor de lo que en realidad era, a causa de
la estatura y de su cuerpo bien formado. Los marineros se volcaban
en ella. Casi todos le daban no sólo las sobras, sino que la colmaban
de chocolatinas, galletas e incluso jabón y latas de conserva. Esto,
comenzó a crear celos entre otras desafortunadas hambrientas hasta
el punto de llegar a levantarle calumnias. Alguna que otra algarabía
se armaba a nuestro paso y pensé que sería mejor que ella no volviese,
pues yo no quería oír tales cosas sobre mi hermana, pero lo que más
temía es que la niña no se daba cuenta de que algunos de aquellos
hombres la miraban con ojos obscenos, con mirada sucia. Temía
que un día, de las miradas y de las babosas palabras, pasasen a los
hechos.
En la tienda, descubrieron cómo yo vendía lo que me daban,
y me expulsaron cambiando con rapidez de trabajadora. No se me
hizo muy extraño ver a la nueva ayudanta de la tienda, porque fue
precisamente la misma persona que me denunció ante el tendero,
casualmente hijo de una de mis clientas.
Antes de ver a mi hermana toqueteada y denigrada, yo misma
vendería mis favores. La abuela ya no se levantaba de la cama. Mi
hermana había mejorado algo mientras ella iba por los muelles, pero
desde que la obligué a quedarse en casa, volvió el hambre y cada día
estaba más flaca y pálida. Ni que decir tiene lo mal que lo pasé
vendiendo mi cuerpo a aquellos babosos y asquerosos, pero logré no
sólo sacar la casa adelante, sino también guardar unos reales para el
entierro de mi abuela.
Afortunadamente, aquella situación no duró mucho tiempo,
aunque para mí fue eterna, como eterna fue mi deshonra. Las
gentes no perdonan; ni siquiera las mismas mujeres. Nadie piensa
en las circunstancias ajenas. ¡Claro!, tampoco se iban contando
las razones que cada cual vivía, pero todos sabíamos cómo se las
34
gastaban algunos hombres, y el hambre y la enfermedad parece ser
que no justificaban tal bajeza.
Era sabido cómo sobrevivían algunas mujeres, mientras que
otras, haciendo lo mismo con más cautela, parecían más dignas;
sin embargo con el tiempo salieron muchas cosas a la luz, pero hija
mía, el ser la esposa o la hija de algunos personajes, tapa hasta esas
miserias; en apariencia, pero como hay quienes viven de apariencias
y les vale…
Pasada ya la guerra, un día aquel amigo de la familia que se
iba a llevar a mi hermano a Cuba, regresó a causa de una enfermedad
tropical que contrajo su esposa.
Con ellos trajeron un generoso regalo para nosotras que mi
tío les encargó, y también la triste noticia de que aquel presente era
la despedida del hermano de mi madre que padecía una enfermedad
seria, además de su ya avanzada edad.
Señalando hacia la pared que dividía la sala de la alcoba,
la anciana le indicaba que el precioso reloj de ojo de buey que de
ella pendía, era el preciado regalo que su tío le envió, y le contó la
historia que tenía pieza tan querida para ella:
-¿Ves, bonita, ese hermoso reloj?, pues ahí, entre su
maquinaría venía oculto un dinero que nos ayudó a salir de aquella
tremenda miseria.
La familia Fidalgo, que así se les llamaba a nuestros amigos,
no habían traído de Cuba una gran fortuna, pero como aquí tras la
guerra estaba tan mal la vida, ellos ante los demás eran afortunados.
Se decía de las personas que no se hacían ricos allá por ultramar,
que era que a su vuelta se les había caído la maleta al agua, y ellos
no fueron menos, también se les criticaba de cómo a pesar de haber
recorrido tanto mundo no les había servido de mucho, y entonces se
hacía la referencia a la pérdida de su maleta. ¡Ya quisiéramos muchos
poseer una mínima parte de los reales que ellos tenían!
De vez en cuando, la señora Venancia recuperaba un poquito
de fuerza tras beber un sorbo de agua. No quería dejar de hablar
porque temía no tener otra oportunidad. Llevaba demasiado tiempo
35
guardando todo aquello en su corazón y era hora de liberarse un
poco de ello ya que lo tenía atragantado en su mente y en su alma.
En algunas ocasiones se iba por las ramas, pero Silvia no
la apuraba ni corregía, y la dejaba seguir el ritmo que ella se había
marcado, ya que cuando intentaba que la anciana descansase, se
excitaba más aún y se negaba a guardar silencio.
-Nuestros vecinos nos contaron que nuestro tío no se
había olvidado de nosotras y que mandaba algún giro, pero que
le sorprendía el no recibir respuesta nuestra, y al fin pensaba que
dados los problemas que se vivían en España, tampoco le extrañaba
mucho. Así acabamos de confirmar la sospecha de que alguien se
estaba beneficiando a costa nuestra. ¿Y quién se atrevía a hablar, y
mucho menos a denunciar? ¡Cómo hubieran cambiado nuestrasvidas
si hubiésemos recibido aquellos dineros, Señor!
Con el dinerillo que nuestro tío nos mandó, hubiésemos
podido poner en marcha un pequeño negocio que nos ayudaría a
resistir los malos tiempos que nos dejaron los estragos de la guerra.
Con la ayuda nunca bastante apreciada de la familia
Fidalgo, pusimos en marcha una humilde pensión. En todo el
entorno sólo había una, así es que teníamos el éxito asegurado, ya
que los marineros cuando estaban en tierra durante un tiempo,
traían a sus mujeres a pasar unos días con ellos, y claro, no querían
que ellas estuviesen de continuo en el barco, y mucho menos que
durmiesen en aquellos camarotes inmundos. También comenzaba a
recuperarse alguna industria, así que siempre había algún trabajador
que necesitaba de un lugar donde acomodase.
Nunca nos habíamos parado a pensar en las zancadillas
que algunas personas nos pondrían, ya que nunca faltaba quien le
recordara a algún hombre aquellos aciagos momentos en que tuve
que vender mi cuerpo, así que más de una vez me vi en la obligación
de expulsar a algún desaprensivo que pensaba que todo el monte era
orégano. También algunos pretendían alquilar la habitación con la
intención de traer mujeres para pasar el rato; me entiendes, ¿verdad?
Nos costó mucho trabajo hacer entender a algunas personas que
nuestra pensión era un lugar decente. Para salir adelante, durante
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un tiempo me dediqué a recoger ropa para lavar por los barcos y
las casas. Mi hermana se dedicaba a plancharla y a zurcirla. Yo
no quería que ella fuese por los barcos, pues cada día estaba más
hermosa, y algunos hombres la miraban con malicia que me
aterraba le hiciesen daño.
Al fin logramos que nuestra pensión fuese un lugar tranquilo
y apreciado por los trabajadores, por la formalidad y limpieza
esmerada que teníamos en ella, y así fuimos saliendo de aquel
atolladero.
Mientras tanto alguna jovencita seguía mero deando por los
alrededores de los barcos con su tanque para poder llevar alimento
a sus hermanos. En la mayoría de los casos, eran criaturas que se
habían quedado sin padres a causa de la contienda. ¡Pobres, cuánto
tiempo pasó antes de que salieran de tal ruina! ¿Y quién la podía
ayudar si a nadie le sobraba? Lo peor es que algunas multiplicaron
las bocas, ya que nadie se hacía cargo de las nuevas criaturas que
venían al mundo sin un padre que las sacase adelante ni les diese
su apellido. ¡Qué caras salían aquellas migajas y aquellas malditas
sobras! ¿Es que aquellos hombres no tenían hijas, ni madres, ni
hermanas? ¡Dios mío! ¿Cómo podían aprovecharse de esa manera
de la indigencia? Afortunadamente yo había salvado a mi hermana
de las garras de aquellos desaprensivos. También había hombres
buenos. Claro que los había, pero no podían hacer otra cosa que
manifestar su desacuerdo con lo que los otros hacían.
Otra corta pausa. Venancia reanuda su diálogo con
lentitud:
-Una tarde, llegó a la pensión un mozo aproximadamente de
mi edad, muy bien parecido, muy educado y bien vestido. Parecía
una persona distinguida. Pronto me di cuenta de que tenía que ser
un trabajador, ya que un hombre de alto estatus social no iría a
una humilde pensión. Pidió una habitación por tiempo indefinido,
ya que no sabía cuándo acabaría el trabajo que le trajo hasta esta
comarca. Nos dijo que era ayudante de uno de los jefes de los
astilleros situados en el puerto.
37
Durante casi un año estuvo en la pensión, y nunca dio ningún
problema. Era un hombre ejemplar, siempre muy cordial, educado y
condescendiente. Viajaba en una enorme moto con sidecar. Alguna
vez recogía a algún compañero de la pensión y lo llevaba hasta su
pueblo para que visitara a su familia. Todos lo apreciaban por ser
tan atento y serio. Algunas veces salía durante unos días, y pese
a su ausencia siempre nos pagaba la habitación, ya que nos pedía
que se la reservásemos. Entonces la cerraba con llave, y durante su
ausencia no podíamos entrar para limpiarla. Él decía que no hacía
falta, que ya la asearíamos cuando estuviese ocupada, y que así nos
quitaba un trabajo inútil.
Otro suspiro profundo. Un rato de silencio, que cada vez se
hacía más largo. Tras beber un trago de agua para enjuagar su boca
y poder proseguir el relato, mira hacia la joven que se abrazaba a
aquella caja que la anciana le entregó sin dejar que la abriese hasta
el final de su confesión.
-A la vuelta de un viaje nos dijo que su jefe había prescindido
de sus servicios. Comenzó a buscar trabajo por todo el contorno.
El primer mes nos pagó como de costumbre, puntualmente. El
segundo y el tercero nos pidió por favor que le fiásemos ya que
esperaba comenzar pronto en otra faena. Durante ese tiempo se
brindaba a ayudarnos en los quehaceres de la pensión. Nos propuso
llevar la contabilidad gratuitamente, arreglaba alguna que otra
chapucilla, e incluso salía con mi hermana a hacer la compra
para ayudarla con los bultos. A la vuelta de dos meses, comenzó a
trabajar en la Casa de Abastos, que estaba cercana a nuestra casa.
Nunca hablaba de su familia, pero sabíamos por algunos conocidos
que era soltero, que sus padres vivían en un pueblo del interior y que
era hijo único. Nada anormal, salvo que desconocíamos las razones
por las que nunca sacaba su familia a relucir. Pensábamos que como
era tan discreto, y que si no tenía nada en particular que decir, para
qué iba a hablar.
Pronto me di cuenta de que mi hermana estaba deslumbrada
por él, que aquellos meses en los que él estuvo en casa sin trabajo, ella
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se había sentido muy correspondida en atenciones y afectividad. Yo
me puse nerviosa y él lo notó, así que un día me propuso sin mucho
miramiento -cosa rara en él- que deseaba formalizar la relación con
Estela. Yo le dije que era muy joven para atarse a un hombre, y él me
manifestó su buena intención, y que había chicas más jóvenes que
ella que ya estaban casadas y eran madres. Consulté con nuestros
amigos los Fidalgo, y ellos no vieron tan mal la propuesta. Era un
hombre cabal, no era un desconocido, y además así la quitaría de
los riesgos que corría una chica tan atractiva en aquel mundo tan
cruel para las mujeres. Así fue cómo mi pobre hermana comenzó
su trágico final.
La voz de Venancia se volvía cada vez más débil y emocionada,
pero quería seguir adelante porque así lo había decidido y así lo
haría. Reanudó temblorosa la narración de los hechos que la dejaron
tan marcada:
-Poco a poco, él se fue haciendo dueño de la situación.
Llevaba las cuentas y se convirtió en relaciones públicas de la
pensión, cambiando toda nuestra forma de trabajo. Nosotras, sin
darnos cuenta, nos íbamos sintiendo sus prisioneras. Los gastos los
registraba en su libreta de contabilidad, y nos daba lo justo para
hacer la compra. Pronto dejó su trabajo y se dedicó de pleno a llevar
una vida disipada. La gente de bien que teníamos como inquilinos,
comenzó a irse. Aquel establecimiento se convirtió en una casa de
citas y en un casino clandestino. En las noches, la sala se llenaba
de hombres que se jugaban hasta la camisa. Él, también se jugaba
los dineros, y a nosotras nos tenía amenazadas de muerte si por
nuestras mentes pasaba la idea de denunciarlo.
El infortunio quiso que mi hermana quedase embarazada,
y entonces sí que las cosas empeoraron. La obligaba a apretar su
vientre, ya que no quería perder tan preciada pieza. Los hombres la
requerían para que les sirviese las copas y que barajara los naipes,
ya que decían que les daba suerte. La miraban y toqueteaban a su
antojo. Todo menos acortarse con ella. Yo me temía, que sería cosa
de tiempo. Un día, fue tal la embriaguez, que después de jugar todo
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el dinero que tenía a mano, apostó el reloj que nosotras teníamos en
tan alta estima. Él lo sabía, así que quizás lo hizo para lastimarnos.
Tras las súplicas de mi hermana, él se dirigió a mí, y dándonos a
las dos un bofetón me dijo que aún quedaba algo que apostar muy
valioso para mí, y así lo hizo. Se jugó a mi hermana. Si perdía la
mano que tenía en la mesa, el que la ganara, se acostaría con ella. Ni
que decir tiene cómo se quedaron todos los presentes. Mi hermana
y yo, tratamos de huir y cerrarnos en la habitación. Él la cogió por
los pelos y la sentó en el cuello de aquel energúmeno. Los demás se
fueron sin replicar. Aquel hombre comenzó a jugar con el pelo de
Estela y a meterle mano por debajo de la falda. Yo grité y le dije que
la dejase, que estaba embarazada, que si algo quería que allí estaba
yo, y así se hizo el trueque. Conseguí que dejase a mi hermana en
paz y que no se llevase el reloj. Aquel hombre nunca más volvió por
casa. Mi cuñado comenzó a maltratarnos cada día. Las palizas no
cesaban y pretendía que yo me entregase a sus amigotes a cambio de
que dejase de sacrificar a mi pobre hermana. Tuvimos suerte de que
los hombres no accedían a sus deshonestas propuestas. Poco a poco
dejaron de ir a jugar, y entonces él, ya sólo se dedicaba al estraperlo.
Aprovechando que una mañana se ausentó más que de costumbre,
las dos nos fuimos a refugiar a casa de los Fidalgo, que por entonces
vivían a las afueras del pueblo. Pasamos allí ocultas dos días con sus
noches. Nos aconsejaron denunciarlo, y así lo hicimos, pero él ya
se había adelantado a denunciar que su mujer había abandonado el
hogar. Tal y como estaban por aquellos tiempos las cosas para las
mujeres, ya te puede figurar lo que pasó. Tuvimos que retornar a
aquella cárcel. Durante unos días vimos los tejemanejes que se traía
con algunos personajes que vivían como él del contrabando. A esos
nunca los pillaban los carabineros, pero sí a las pobres mujeres que
hacían trueque y poco más para poder dar de comer a sus familias.
De nuevo se hizo un largo silencio. Un sollozo salió de lo
más profundo de aquel ser desvalido. En esta ocasión ni el sorbo de
agua logró reponer a la pobre mujer. Silvia trató de hacerla callarse;
ya sabía más que suficiente para que su novio dejase de culpabilizar
a la anciana y para saber que su madre nunca fue una prostituta.
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Con la cabeza, Venancia se negaba a guardar silencio, y sacando un
hilo de voz suplicó a la joven que la dejase terminar.
-Quiero terminar. Ya queda muy poco, hija. ¡Aguanta,
aguanta! Ayúdame a incorporarme un poco.
-Subiendo un poquito el tono, como si el mismo Dios le
estuviese dando fuerzas para poner fin a aquella trágica historia,
prosiguió:
-Pocos días después de estar en casa, mi hermana se puso de
parto, pues se le adelantó unos días. Pedí a mi cuñado que fuese
a buscar ayuda, y se negó. Así nació mi sobrino. Gracias al cielo,
salió un niño con el peso suficiente para poder sobrevivir, pero mi
hermana cada vez se debilitaba más. Cada día, era un paso hacia
la tumba. Ella me suplicaba que no enfureciese a su marido, por
temor a que le hiciese algo al niño. Yo también temía su reacción.
No, no debí ser tan cobarde. Sólo me rebelé cuando me percaté de
que mi pobre niña apenas tenía fuerza para hablar. Casi no daba
señales de vida. Entonces observé que se estaba desangrando, y pese
a la negación de mi cuñado yo salí corriendo a pedir auxilio. Pero
ya fue tarde. Cuando llegué a casa con el médico, ella acababa de
expirar. Nunca me perdonaré el no haberle desobedecido antes.
Venancia vuelve a suspirar profundamente. Cada vez se
hacen más frecuentes las pausas.
-Durante un tiempo, el muy cruel, vivió con el niño y
conmigo. Alguien debió delatarle del plan de vida que llevaba, y
de la noche a la mañana desapareció. Nos dejó en la ruina, pero
mis amigos me ayudaron a salir adelante durante un tiempo.
Encontré un trabajo que me ayudó a sobrevivir. Cuando de nuevo
comenzábamos a recuperarnos, él apareció una noche y me quitó el
niño. José tenía cinco añitos. Lo demás, hija, ya lo sabes.
La joven no daba crédito a todo aquello que acaba de oír. Le
parecía increíble que alguien pudiese resistir aquella barbarie. No
sabía ni qué decir ni qué hacer. Se acercó a la vieja y se fundieron en
un fuerte abrazo. La buena mujer, ya no recordaba que alguien la
abrazase con tanto cariño. Ya no sabía lo que era recibir un beso. Ya
no sabía lo que era sentirse arropada de aquella manera. Susurrando,
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casi sin fuerzas, invitó a la joven a que abriese la caja que desde hacía
un rato reposaba sobre la cama.
Silvia pensaba que ya no podría encontrar nada que fuese
más duro que aquello que acaba de vivir, pero allí estaba la prueba
que verificaba todo lo que acaba de oír, y si desgarrador fue escuchar
tan tremenda historia, aún le desgarró más el corazón toparse con el
contenido de la caja.
Un libro de contabilidad. Unas cartas y papeles, escritos con
una letra que ella conocía muy bien. La letra era igual a la de las
cartas que recibía José de su padre cuando estaba en el centro de
desintoxicación.
Entradas y salidas de dinero correspondientes a aquellos años
que la mujer le narraba. Aclaraciones de dónde procedía el dinero.
Habitaciones por horas. Pagos hechos a las mujeres que asistían a
sus clientes. Entradas de dinero por juegos. Salidas de dinero por
gastos de bebidas, puros…. Gastos de mercancías compradas en
barcos. Entradas de dinero por ventas. Entregas de dinero para
silenciar a algunas personas. Todo, todo está allí bien detallado.
En las páginas sueltas contaba anécdotas de cómo lograba
encontrar a aquellas pobres mujeres que él chuleaba, e incluso cómo
su cuñada era capaz de dar su vida por su hermanita y lo bien que
eso le venía a él para sus planes. Parecía que a aquel hombre le
gustaba recrearse con sus sucias hazañas. De no ser así, ¿qué sentido
tenía que escribiese tan crueles hechos, y más aún, siendo él la causa
de las desgracias de aquellas desprotegidas personas?
No quiso proseguir aquella asquerosa lectura que le hacía
sentir nauseas. Sí que fueron para él un buen trofeo las pobres
mujeres. También esos papeles eran un gran hallazgo, aunque a su
José le hiciese daño, pero aún peor era vivir con la vil idea que su
padre le había metido en la cabeza acerca su madre.
Lo extraño es que no hiciese por recoger los papeles que le
podían imputar de tales estragos. Quizás es que estaba muy seguro
de que nunca los encontrarían, o que el miedo que le tenía Venancia,
era tanto, que jamás se atrevería a entregarlos a nadie. ¡Sí, eso debía
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de ser! Estaba muy seguro de que Venancia jamás se atrevería a ir
contra él. Por otro lado, él tampoco se debía atrever a acercarse al
pueblo, pues sería un riesgo para su libertad.
Guardó silencio durante un buen rato. La señora Venancia
había caído rendida después de tan larga noche. Eran las seis de la
madrugada, y a las siete y media salía el primer tren. Si la anciana
seguía dormida, se iría antes de que alguna vecina se hiciera presente,
pues no quería dar explicaciones. Era lunes, ¡a ver cómo encontraba
a José para poder contarle todo aquello! Sería mejor dosificarlo, pero
temía que su tía no pudiese superar lo que terminaba de revivir. Su
sobrino tenía que reaccionar y volver a verla para darle la alegría de
abrazarlo a la pobre anciana.
Con mucho cuidado para no despertarla, la joven salió de
la casa dejando tras de sí la puerta tal como la había encontrado,
entreabierta, así Rasputín podría salir y entrar sin armar alboroto.
Una vez más Silvia mira a su entorno como para asegurarse de que
todo queda en orden y resuelve irse lo más rápido posible. Le es
muy doloroso dejarla en tan lamentable situación. ¡Pobre mujer!
¡Tan sola!, pero debía encontrarse con José lo más pronto posible.
Venancia poco a poco fue entreabriendo los ojos. En un
principio parecía que tenía sobre los párpados unos pesados plomos.
Cuando al fin logró que sus ojos se mantuviesen abiertos, comenzó
a buscar algo, o a alguien que no encontraba. Se sentía desorientada
y fuera de su entorno.
Por fin a solas, Venancia volvió a intentar acomodar en su
mente todo lo sucedido. Sentía cierta complacencia a la vez que
temor. Esperaba que la joven supiese transmitir a su sobrino, de la
mejor manera, todo lo sucedido.
Estaba esperanzada de poder abrazar a su sobrino antes
de irse de este mundo, y al fin, verle feliz y sin ese odio hacia su
madre.
Cada vez se sentía más débil. Así, a solas y en penumbra,
estaba más cómoda. Con mucho esfuerzo, se incorporó un poco
para volver a colocar la radio debajo de la almohada, y se dio cuenta
43
s
de que sobre la mesilla, Silvia, le había dejado un vaso con agua
fresca, unas galletas y unas piezas de fruta. La niña era buena
persona, y estaba segura de que no tardaría en volver a su vera. Algo
le decía que había llegado el final de su desdichada soledad.
Apenas pudo dar al interruptor de la radio. Suerte que nunca
cambiaba el dial. Allí, en esa emisora, era donde se encontraba cada
día con sus buenos amigos. Pensaba que era domingo y que se
iba a encontrar con Pepa Fernández. Venancia se sentía su mejor
escuchante -como dice Pepa-, pero no, en antena estaba Clásicos
Populares, lo que quiere decir que había estado ausente desde la
noche del día anterior. No recuerda haber dormido tanto de un
tirón.
Su mente seguía aturdida. Su corazón latía cada vez con
menos fuerza. Apenas podía acomodarse, ya que ni siquiera tenía
fuerza para cambiar de postura. Dejó de luchar contra su cuerpo y
su mente, y se dejó envolver por la suave música y por las voces que
salían del transistor.
Pues sí, los que estamos al otro lado del receptor, nos dejamos
envolver por los sueños que evocan los distintos movimientos
musicales.
En aquellos momentos sonaba CASCANUECES, interpretado
por la Orquesta Filarmónica de Berlín. TCHAIKOVSKY, en su
momento, compuso esta joya que luego supieron interpretar tan
magníficamente distintos BALETS. En la mente de Venancia
aparecían unas figuras danzando alrededor de la mesa del comedor.
Su hermana y ella daban saltitos de puntillas, imitando a aquellas
danzarinas que un día vieron en el teatro local, que de vez en cuando
programaba actos culturales, allá en aquellos tiempos remotos.
Una vez más, sus ensoñaciones le llevan a escuchar la voz
de aquellos queridos amigos, los locutores que anuncian la próxima
obra: ALICIA DE LA ROCHA, interpretaba LA MARCHA
TURCA, -DE LA SONATA EN LA MAYOR-, de MOZART.
Una nueva sensación revolvió el espíritu ya alterado de la mujer.
Recordaba a su padre dando golpecitos sobre la mesa haciendo el
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acompañamiento de esa melodía. Era un enamorado de la música,
tanto, que fue uno de los componentes de la Banda Local.
Por momentos le iban flaqueando las fuerzas. El corazón se
debilitaba. En todo el día no había aparecido nadie por la casa.
Sus vecinas aún estarían en casa de sus hijos muy ocupadas,
quizás preparando la comida para la fiesta mayor del pueblo que se
acercaba, y no se acordaron de ella. No echaba de menos a nadie.
Se sentía a gusto sola, con la compañía de cada día, sus amigos de
la mañana, tarde y noche.
Araceli, con la dulzura que la caracteriza, esboza estos
versos para adentrarse en la delicada melodía: LA PRIMAVERA,
(CONCIERTO EN MI MAYOR)
La primavera ha llegado
y gozosos los pájaros
le dan la bienvenida con sus cantos,
mientras los arroyos fluyen
con suave murmullo.
Comienza el allegro. El corazón de Venancia se agita. La
mente se le revela contra el aturdimiento que le producen las
alucinaciones que la hacen creer que verdaderamente los rayos del
Sol entran por la ventana calentando el ambiente y dando luz y
color a la alcoba. Escucha, como si una banda de pajarillos cantase
al unísono sobre la cabecera de su cama, como si las fuentes deseasen
hacer el acompañamiento a los delicados trinos de las avecillas
dejado caer un serpenteante chorro de agua cristalina.
Al fin, los delirios la vencen y se abandona en sus brazos. Se
deja engullir por los espejismos. Sus ensoñaciones le hacían sentir
que la vida comenzaba a restablecerse en ella.
Por unos instantes, todo su entorno se colmó de perfumes
delicados. Vio a su hermana corriendo con un ramillete de
margaritas en la mano. Corría hacia los brazos de su madre. Las
risas y el entusiasmo la embriagaban. Su melena, acariciada por la
suave brisa impregnada de aromas arrastrados por los aires llegados
de los jardines del edén, se entretejían entre los relucientes hilos
de oro que se desprendían del Astro Rey. Ella, también estaba allí
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tendida sobre la hierba, contemplando las algodonadas nubes que
se dejaban arrastrar por el cálido aire.
Entre tanto, se pierde en su imaginación la voz de Fernando
que comienza a narrar la estación del verano: -El calor tórrido de los
campos en siega, la calima pesada y sofocante, la búsqueda de una
sombra y de un trago de agua fresca… Todo esto revolotea por su
mente. Siente el cuerpo agotado, sus sentidos están confusos…
Al momento, una ráfaga de brisa sopla en su rostro,
devolviéndola por un instante a la vida -un solo soplo de vida-, pero
lo suficiente para estremecerse de miedo.
La obra, EL OTOÑO, (EN FA MAYOR), comienza tras el
verso que su compañera hilvanó:
Todos dejan de cantar y bailar
ya que el aire suave les complace
y la estación invita
a disfrutar el dulce sueño
¡Ay!, su miedo, es bien fundado. Truena el cielo y
relampaguea. La brisa dobla las ramas de los manzanos. Pese al
azote de la tormenta, se repone y comienza a trabajar en la pomarada
recogiendo las sabrosas y coloridas manzanas. Mientras el viento
otoñal sacudía las ramas de los frondosos castaños dejando caer sus
erizos repletos de frutos, ya se imaginaba el olor a castañas asadas
en el brasero del hogar. A la vez que se reconforta con pensamientos
que añoran los olores y sabores de su infancia, extiende la vista a
lo lejos y se queda extasiada contemplando la mies recogida y los
campos ya limpios de maleza.
El viento no cesaba. Las hojas revoleteaban en torno a
ella y a su hermana. Ambas reían, y con los bracitos en alto y las
manitas abiertas intentaban cogerlas, pero las inquietas danzarinas
terminarían alfombrando los senderos, los parques y las calles y sus
manitas no lograban atraparlas ya que no dejaban de elevarse y bajar
hasta el suelo girando como torbellinos. Se agotaban corriendo tras
ellas. El cansancio las iba invadiendo. Miraban el paisaje que las
rodeaba y contemplaban el color ocle de los montes, y los jardines
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alfombrados. Sólo los crisantemos, llamados flores de difuntos,
estaban en plena floración.
Mientras una suave brisa soplaba sobre las contraventanas
del bacón, su alma se serenaba, y allá a lo lejos, una voz la llamaba:
¡Sí, era ella!, ¡ella!, su hermana que corría en su busca con
los brazos abiertos, y con una luz especial en sus ojos: “la luz de la
felicidad”. ¡Al fin, la felicidad tan anhelada por la anciana!
Estela avanzaba hacia su hermana y gritaba su nombre con
alegría: ¡Venaaanciaaaa…!
A través de las puertas cerradas
se escucha el siroco,
el viento del norte y todos los demás.
Así es el invierno.
EL INVIERNO, sonó en FA MAYOR, esta vez sin la
complicidad de su más fiel escuchante…
ENTRE SOL Y SOMBRAS
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Había decidido buscar un lugar tranquilo donde pudiese
pasar unos días fuera de aquel entorno que no la dejaba poner su
mente en orden. Demasiados acontecimientos tristes llenaban su
vida. Algunos ya los venía arrastrando desde su infancia, otros los
más cercanos en el tiempo la estaban superando. Iba descubriendo
muy dentro de sí un cambio que no le gustaba. Estaba perdiendo la
serenidad, la calma y el sosiego, ante aquella situación. No hallaba
otra manera de encontrarse consigo misma, que no fuese el aislarse
durante un tiempo, de tanto despropósito que era incapaz de
comprender.
Un buen amigo le aconsejó que le vendría muy bien realizar
ese deseo para poder pensar con serenidad. Él, todos los veranos,
acostumbraba a refugiarse unos días en un monasterio, no tanto
por su vocación religiosa como por ser un lugar seguro y eficaz para
encontrarse cómodo y tranquilo sin que nadie ni nada le perturbara
su descanso.
Sí que fue una buena decisión y un buen consejo. Llevaba
dos días allí enclaustrada y se sentía cómoda, pues parecía el lugar
perfecto para aislarse del mundo en aquel momento.
Tampoco ella era muy rezadora aun siendo creyente. Para
ella la oración no es repetir una y otra vez las mismas palabras, las
mismas frases. Puede entender que a alguna persona eso le sirva para
relajarse; a ella le hace el efecto contrario, la pone muy nerviosa, la
saca de quicio la rutina, no sólo en la oración sino en todo cuanto
la rodea. Quizá esté equivocada, pero para ella la comunicación
con Dios es más personal, más coloquial, de Padre-Madre a hija.
Pero también se da cuenta de que a veces es más un monólogo
lo que mantiene, ya que no cesa de darle las gracias por estar ahí,
por no dejarla sola ante la adversidad, por darle fuerzas para seguir
adelante pese a los malos tragos, por las gentes que la quieren, y
aún más, por darle la capacidad de amar y de perdonar. También
en su comunicación con Él existen momentos menos idílicos,
dudas, muchas dudas, y en ese momento llegan los reproches y las
preguntas:
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-¿Por qué, Señor, por qué? -¡Son tantas las veces que no puede
comprender el mundo que la rodea!-
Espera que allí en la soledad, en aquella soledad escogida,
en esa soledad que no daña ni entristece como la que es impuesta,
como la soledad en compañía que es la más terrible de las soledades,
le será muy fecunda, y está también muy segura de que su relación
con Dios será más calmada, más profunda, y por lo tanto cree que
hallará el sosiego que necesita para buscar la paz interior y la paz
con los que se la están tratando de destruir.
Desde el día que ha llegado, no hubo un amanecer en el que
la niebla no la visitase. Cree que será raro el día que no sea así, ya
que según le han contado, al estar el río tan cercano y haber tanta
calima, se produce cada mañana y cada atardecer.
Un día más la niebla invadió todo el entorno del pueblo, y
como una sábana blanca cubrió el lecho de las cristalinas aguas del
afluente.
Sentía que un gran escalofrío recorría de arriba abajo su
columna. Una sensación angustiosa apretaba su corazón. La
visibilidad no alcanzaba ni unos pocos metros en su entorno. Esa
sensación le producía inquietud, pero nada debía temer, pues estaba
bien protegida por las gruesas y altas paredes del monasterio.
Desde la ventana de su alcoba trataba de buscar un resquicio
de luz a través de la espesa bruma, mas no lograba encontrarlo.
Parecía que no había vida más allá de aquellos altos muros. Sentía la
necesidad de apretar una mano amiga, de escuchar un susurro que
le diese a entender que no se encontraba sola. Sola, sí, sola. ¿Pero,
acaso no era lo que estaba buscando cuando acudió a aquel lugar
solitario aislándose del resto de los mortales? Sí, así era, pero aquella
mañana sentía deseos de salir corriendo al encuentro de alguien que
la arropase. Aquel ambiente tan silencioso, tan ermitaño, no era ni
mucho menos lo que se había imaginado. ¡Quizás fuese a causa de
aquel velo que cubría el lugar! Seguro que se sentirá más cómoda
cuando el día se despeje, cuando logre ver los campos labrados
por los monjes, los frutales en flor y el transcurrir de las aguas ya
liberadas del tupido manto que las cubría. Entonces encontraría lo
51
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
que allí iba buscando: un poco de paz y sosiego, un tiempo para la
reflexión, un espacio para encontrarse consigo misma. Demasiados
acontecimientos estaban invadiendo su vida en los últimos tiempos;
demasiadas experiencias frustrantes la estaban violentando. Jamás
había sentido en su corazón el deseo de venganza y comenzaba a
notar que se le estaban forjando en sus adentros deseos de arremeter
no sabía contra qué ni contra quien, pero sí estaba sintiendo
la necesidad de dar un portazo a parte de su vida y acabar con
esa situación que estaba sacando de su interior algo desconocido.
Nunca se había sentido tan enfurecida hasta ese momento a pesar
de haber vivido situaciones que la llevaron al límite, pero en esta
ocasión lo habían rebasado: el hecho de que utilizasen a su criatura
a conveniencia de ellos, era imperdonable.
¿Por qué no la dejaban vivir tranquila?, ella nada tenía que
ver con la cruenta batalla que se empeñaban en combatir. ¿Dónde
había quedado aquella familia tan unida, tan amorosa y acogedora?
Ya se lo había dado todo, y no les exigió nada. Aunque le llamen
tonta, prefiere pasar por eso, por idiota, antes de entrar en una
guerra inútil que no lleva a ninguna parte más que a herirse los
unos a los otros, -pensaba confundida-.
¡Oh, mi Señor, si ella levantase la cabeza! ¿Qué sacaría aquel
hombre en limpio llenando de odio los corazones de sus hijos?
El toque a maitines la había despertado. No bajó al oratorio.
A solas en su alcoba como de costumbre, le dedicó unos minutos
a Dios para darle gracias por el nuevo día y pedirle fortaleza para
llevar con paciencia lo que en ese nuevo día aconteciese. Estaba
esperando la hora del desayuno -que era uno de los pocos momentos
que se encontraba acompañada- y por cierto, una compañía muy
silenciosa, pero al fin y al cabo, compañía.
Cuando salió del recinto, tras aquel exiguo desayuno, que
lo único apetecible que tenía era la rebanada de pan recién hecho,
se encontró con la agradable sorpresa de que la niebla comenzaba a
levantar. Respiró hondo. Ya no tenía aquella sensación de angustia,
52
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
más bien estaba sucediendo aquello que esperaba que ocurriese en
el momento que pudiese ver aquel entorno tan bien cuidado.
Una vez arreglada la alcoba, repasó los apuntes donde había
detallado paso a paso el orden de cómo deseaba ocupar todas las
horas del día y la volvió a colocar sobre la pequeña mesa que le servía
de escritorio. Junto a la agenda había unos folios en blanco, un
bolígrafo, una jarra de agua, un vaso, una bandejita con caramelos
y también una pequeña Biblia.
Tal y como había decidido trató de relajarse para luego
enfocar con la tranquilidad necesaria lo que se proponía hacer.
Durante un buen rato se dedicó a dar paseos alrededor del
recinto. Las altas murallas la privaban de ver más allá de lo que se
escondía dentro de ellas. Cansada de dar vueltas y vueltas, dejó su
cuerpo caer sobre la tupida yerba que tapizaba el prado que acogía la
sombra que le regalaba un precioso guindo en flor. Entonces buscó
entre las páginas de las Sagradas Escrituras una foto familiar que
reseñaba el lugar donde se encontraban aquellas palabras tan sabias
a las que llevaba días dándole vueltas, aquel versículo que tanto le
hacía pensar. Fue un verdadero hallazgo encontrar tan inteligentes
palabras ya escritas hace tantos años y que nunca dejarán de ser
actuales:
Carta de San Pablo a los Efesios 6, 4
“Y vosotros, padres, no provoquéis a vuestros hijos a la
ira, sino criadlos en la disciplina y en la corrección del
Señor.”
Seguramente que él las conocía como conocía otras muchas
cosas de la Biblia, ¿pero qué le importaban los consejos, viniesen
de donde viniesen? No era ningún ignorante, bien sabía lo que
se traía entre manos, quizás si no fuera así ella no se sentiría tan
mal. Siempre había pensado que la ignorancia no es sinónimo ni
de maldad ni de bondad, sino que son las personas las buenas o las
malas. Quizás, lo que ofrece el conocimiento, es saber disimular
mejor los malos actos. Las personas menos cultas van más de frente.
53
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Los llamados cultos son más habilidosos a la hora de gestionar
sus hechos reprobables. Son personas más aparentes. Tienen que
guardar su buen nombre.
No quería ser mal pensada, pero era su experiencia por ser
lo que vino observando desde su más tierna infancia. Por esa razón,
según se iba haciendo mayor, no aceptaba el que había buenas o
malas familias. La persona, es la mala o la buena. A unas se les
nota más la maldad, otras saben esconderla. De esto habría mucho
que hablar -decía ella- cuando alguien hacía destacar que fulano o
mengano pertenecía a buena o mala familia. Se podría desarrollar
toda una tesis sobre ese tema, -pensaba-.
Durante un rato, se quedó pensativa buscando un
razonamiento para tan absurda situación. A ella no la sorprendían
mucho sus actos, pero jamás hubiera pensado que podía llegar
tan lejos. Quizás sea ella la que está ofuscada buscando una causa
plausible para disculpar tan triste y nefasto comportamiento. ¡Cómo
puede un padre hacer tanto daño a sus propios hijos! Alguien podría
pensar que su comportamiento era a causa del alcohol, pero ella por
desgracia lo conocía muy bien, sabía de sus artimañas ya desde muy
niña.
No, no era a causa del alcohol, de eso estaba bien segura, el
alcohol lo utilizaba como atrezo. Sabía muy bien cómo escabullirse
tras cortinones aterciopelados. Las tragicomedias se le daban muy
bien; tan bien, que se hacían creíbles todos sus falsos argumentos.
Sus hermanos no eran conscientes de que, aunque en
apariencia eran ellos los protegidos, los que se beneficiaban de la
estrategia de su padre, a la larga también saldrían muy perjudicados.
Él no trataba de favorecer a nadie, sólo trataba de hacer lo que
siempre había hecho, pero su madre, con gran amor, siempre lo
conseguía corregir.
Estaba segura de que cuando despertasen a la realidad,
se sentirían muy mal, pero también estaba segura de que nunca
darían muestras de arrepentimiento; jamás lo harían, ya que, como
de costumbre, solían culparla de todos sus males. Eso era más
fácil que enfrentarse a la realidad. Eso era más fácil que asumir
54
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
que el egoísmo los cegaba. No era ninguna novedad, pues estaban
acostumbrados a que siempre recayera todo lo malo sobre ella,
porque ellos nunca cometían ningún error. ¿Y yo? -se preguntaba-.
¿Cual era su culpa?, porque seguramente que también tendría algo
que ver su comportamiento para que siempre recayese sobre sí la
culpabilidad de todo lo que ocurría. Seguro que también tiene
muchos fallos, pero lo que nadie le puede atribuir es que fuese una
persona materialista ni que traicionara a nadie, y mucho menos a
sus seres queridos.
Sí sabía, que su gran fallo era dejar entrever sus sentimientos.
Sabía que le faltaba tacto o astucia para guardar sus emociones y
pensamientos. No sabía controlar el dolor que le producía la falta de
amor y de sinceridad. Ellos jugaban con ventaja ya que la conocían
tan bien que siempre sabían cómo mover ficha para beneficiarse,
y sabían cómo hacerla sentirse mal para lograr sacar de ella lo que
querían. No, no es por que fuese mejor que los demás, sólo es que
era una sentimental incorregible y lo han sabido aprovechar muy
bien en su entorno, sobre todo su familia; bien sabían que en cuanto
le tocasen los sentimientos, la tenían a su merced.
Apenas se había dado cuenta del tiempo transcurrido,
cuando oyó el repiqueteo de la campana del convento anunciando
el Ángelus. Ya eran las doce. Pronto tendrían que incorporarse a
la mesa. El almuerzo siempre se hacía muy temprano para dejar
espacio para la cena ya que después de vísperas y completas se
retiraban a sus aposentos.
El nuevo día había amanecido claro, muy despejado, el Sol
calentaba con fuerza y el gran fulgor que diseminaba le hacía cerrar
los ojos. Así, con los ojos cerrados, se había mantenido durante un
buen rato. Había estado tan abstraída en sus pensamientos que no
cayó en la cuenta de que su estómago le pedía alimento.
No se hacía muchas ilusiones del gran menú que le esperaba.
Sabía de la sobria alimentación de aquellos monjes. Si lo que buscaba
allí fuese un sustancioso menú, se podía decir, que se equivocó
de lugar. Pensaba que le vendrían bien aquellos días de dieta más
austera para perder unos kilillos que le sobraban.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Después de la comida, se retiró a su habitación. Tenía que
guarecerse del sol. A aquellas horas era imposible soportar la calima.
Un sopor, la invadía de tal manera que no la dejaba sostener los ojos
abiertos. Trató de luchar contra la modorra, pero le fue imposible
derrotar aquel plácido sueño. Dejó de resistirse y se abandonó en los
brazos de Morfeo.
Enfrente de la ventana de su alcoba, había una frondosa
higuera. Las hojas grandes de verde intenso, bailaban al compás de
una tenue brisa acariciadora que llegaba del río, que ella podía divisar
desde la primera planta del edificio. Sintió una suave sensación de
frescor en sus brazos. Se había quedado dormida sentada en la
mecedora que estaba próxima al mirador. Se desperezó y observó
cómo ya caía la tarde. Se sentía tan cómoda, tan a gusto en aquel
momento, que perdonaría hasta la cena, pues no se le apetecía mover
ni un sólo dedo. Cogió de encima del escritorio un caramelo de miel
que fabricaban con gran delicadeza los artesanos apicultores del
pueblo, y con lentitud, de manera muy ceremoniosa, lo desenvolvió
y lo introdujo en la boca saboreándolo lentamente y sacándole todo
el sabor al néctar que las trabajadoras abejas depositaban en sus
panales.
De nuevo se acomodó buscando la postura que solía poner
cuando se encontraba a solas. Cuando se sentía triste o preocupada
por algo, se enroscaba sobre sí misma. Encogió las piernas, se abrazó
a ellas y dejó reposar su cabeza sobre las rodillas.Con aquella postura
le daba la sensación de que se sentía protegida de no sabía quién
ni de qué, pero la reconfortaba. Pensaba que en esos momentos
se encontraba en brazos de su madre, o aún más, en el claustro
materno.
Nuevamente cerró los ojos y se dejó imbuir por los cinco
sentidos. El susurro de las aguas acompasadas, el roce de las hojas
de la higuera que danzaban sutilmente al compás de la cadencia del
líquido elemento, el trino inquieto de las aves que iban buscando
refugio entre las ramas, el tintineo de las esquilas que las ovejas
dejaban desplegar, se entremezclaban con el aroma a madreselvas, a
cerezos y guindos. Sobre su piel notaba un acariciador airecillo que
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
penetraba en la alcoba. La suave brisa la hacía sentirse realmente
muy relajada, y durante un buen rato se dejó mecer por aquel
ambiente embriagador.
Tras unos momentos de ensoñación abrió sus ojos y
contempló el transcurrir del agua que se deslizaba mansamente.
Aquella estampa, la hacía retornar a su infancia. Recordaba cuántas
veces se había parado a jugar con los pequeños manantiales que
salpicaban los muros de la empinada cuesta que la llevaba hasta
en centro de la villa donde había nacido. Aquellos pequeños
manantiales iban formando unos arroyos de frías y transparentes
aguas donde ella junto a sus primos dejaban pasar el tiempo jugando
con aquellos barquitos de papel que hacían ya antes de salir de casa,
o con aquellas verdes hojas de los viejos castaños que escoltaban el
camino y que el viento otoñal desprendía de sus distinguidos trajes
ya envejecidos; aquellos trajes que cada primavera los revestían de
verde, y que poco a poco se iban tornando en gamas ocres, amarillas
y marrones, hasta que se dejaban arrebatar por el viento otoñal
quedando desnudos ante el frío invierno. Aquellas hojas también
terminaban haciendo las veces de pequeñas embarcaciones que
se balanceaban entre las turbulentas aguas que se perdían por las
alcantarillas que desembocaban entre los barrotes de un profundo
pozo que acumulaba tan preciado líquido. Desde aquel aljibe, salía
una cañería que conducía a una casa cercana donde el desagüe
continuo dejaba en el ambiente una musicalidad que se confundía
con los sonidos de las aguas deslizándose por la barrosa cuenca de
las cunetas.
Hizo un recorrido por su fugaz infancia; fugaz, ya que
apenas contaba con nueve años cuando la despojaron de su niñez.
Respiró hondo y tras un suspiro exclamó en alta voz lo que pasaba
por su mente:
-¡Qué se va a hacer, eso es lo que me ha tocado! Aquellos
tiempos no han sido fáciles para casi nadie. ¡Ah Señor, y aún hay
quien añora los tiempos pasados! Dicen que son mejores que estos,
pero eso depende de cada cual, o más bien diría yo… ¡Qué mala
memoria tienen algunos! No entiendo porqué queriendo recordar
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
aquellos tiempos y habiendo pasado tan malos momentos, no nos
dejamos de tonterías y tratamos de vivir tranquilos lo que nos ofrece
en estos instantes la vida. Da la impresión de que hay quien ni
sabe ni quiere ser feliz y que tampoco deja a los demás que lo sean.
¡Como si la vida en esta tierra fuese eterna!… Y si lo fuese, vivirían
eternamente en un puro sufrimiento. ¡Caramba, vaya vida la de
algunos!
Se niega a seguirles el juego. Tiene mejores proyectos para
su vida que pasársela peleando. Ya tiene bastante con convivir con
sus problemas de salud y con los que le puedan llegar, como para
ponerse a discutir con nadie.
Volvió a mirar por la ventana y a disfrutar de aquel momento.
Se negaba a dejar que sus tristes pensamientos la apartaran de
aquellos instantes tan reconfortantes.
Con suaves movimientos comenzó a balancearse sobre
la mecedora. Le vinieron entonces a la mente aquellos cantos
infantiles que entonaba cuando saltaba a la comba o jugaba al
corro. Canturreó en tono muy bajito una de aquellas canciones.
Siguió recorrido por aquellos años tan entrañables que pertenecían
a esa parte de su vida que no le pesaba recordar. Más bien se sentía
feliz reviviendo aquellos momentos que eran los más felices que ella
recordaba haber vivido durante su infancia.
Tras la cena volvió a dar un paseo por el entorno del antiguo
claustro. Con una paciencia inusual para ella, se iba parando ante
las distintas figuras talladas en las vetustas columnas mientras
se preguntaba cómo sería posible que piedras tan antiguas se
mantuviesen en pie. Ahora, con tantos adelantos, los edificios se
agrietan en dos días, y lo que se llama arte parece una tomadura de
pelo. Sí, ya sabe que eso no se puede decir, que no es de personas
cultas, pero qué se va a hacer, ella también sabe que no es una
persona muy instruida, o por lo menos en muchos aspectos de la
vida, aunque sería una simpleza decir que una persona no es culta
por no tener títulos. No sabrá mucho de arte, de números, de
términos filosóficos ni de otros conocimientos, pero eso no quiere
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
decir que sea una inculta total. Por eso no comprende algunas
cosas que se presentan como arte; bueno sí, arte tienen aquellos que
venden por importantísimas sumas sus increíbles creaciones. Ella
sabe distinguir, aunque no lo comprenda bien, algunas pinturas
de otras; sabe que el abstracto puede ser hermoso a pesar de no
comprenderlo, pero no todo es aceptable. Ese es su sentimiento, y
piensa que es tan respetable como el que más. Eso que hoy algunos
llaman arte, no es para comparar con aquel conjunto arquitectónico
del que está disfrutando, al menos, para su gusto. Además estaba
segura de que las construcciones de hoy no resistirían el paso de los
tiempos.
Una vez en la habitación volvió a abrir la pequeña Biblia por
la página donde guardaba aquella foto que siempre llevaba con ella.
La contempló con ternura, y en la yema de los dedos depositó un
beso que luego con una suave y enternecedora caricia dejó sobre las
imágenes de sus padres y de sus hermanos; imagen de su anterior
familia; anterior, porque a partir de la muerte de su madre, ya no
queda apenas un resquicio de ella.
Las gruesas paredes, la protegían del invasivo calor que
durante el día había recalentado las piedras del edificio; así que,
se dispuso a descansar entre las perfumadas y suaves sábanas
blancas que cubrirían su cuerpo. Sacó de debajo de la almohada
un pequeño portarretratos que estrechó contra su pecho después
de contemplarlo durante un rato y de darle un beso a cada una de
las personas que allí estaban reflejadas y lo dejó sobre la mesilla de
noche mirando hacia la cama.
Una vez más le dio gracias a Dios por su familia, por su
verdadera familia, la que ella formó junto al hombre que había
escogido para construir su nuevo hogar. Su marido y sus hijos, fruto
del verdadero amor, son lo más importante y lo más grande en su
vida. Un verdadero regalo de Dios. ¡Tantas veces se preguntaba si
ella era merecedora de tan sublime don!
Pronto concilió el sueño. Durante los días que allí llevaba
no había encontrado respuesta a sus interrogantes, pero tampoco
se había molestado mucho en meterse de lleno en los problemas
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
que la llevaron a aislarse. Le daba pereza, mucha pereza, romper
la armonía que la rodeaba. Cada mañana miraba las cuartillas que
esperaban que en sus trazos dejase algo reflejado que le sirviese de
ayuda para enfocar los problemas que se le estaban atragantando.
Aún le quedaban días de sobra -pensaba- y no quería apresurarse
demasiado. Siempre las prisas la llevaron a tomar decisiones
equivocadas. Siempre se dejó llevar por los sentimentalismos y por
eso estaba en esa situación. No podía dejar que siguiesen jugando
con ella. Ahora no estaba sola en la vida. A su lado tenía a sus seres
más queridos y no podía pasarse las horas con sufrimientos vanos.
Su familia no se lo merecía, y… ¡qué caray!, tampoco ella merecía
tanto dolor, porque… ¿a causa de qué tenía que sufrir?, de nada, ya
que no tenía sentido alguno tanto ruido, o por lo menos para ella
era así. Ellos, quizás encuentren algún sentido o algunas razones
para estar continuamente metidos en discusiones, y si es así, que se
las compongan solos, pero a ella, que no la metan en el medio.
El día siguiente lo comenzó asistiendo a misa. Como siempre
le solía ocurrir, al rato de comenzar la Eucaristía, ya estaba muy lejos
de allí. Pocas veces lograba concentrarse de pleno. A veces, sentía
envidia al ver aquellas personas, que al menos en apariencia, estaban
totalmente metidas en situación. Parecía que su gran devoción las
apartaba del resto de los mortales que allí estaban, y sin embargo
ella no. Parecía que tenía piedrecitas en sus zapatos, debajo de las
rodillas e incluso bajo su trasero. No podía estar un rato quieta y
su mente saltaba de un lado hacia otro. No cesaba de dar vueltas a
las cosas, algunas veces a varias a la vez, y otras se quedaba fija en
una idea que no se le iba de la mente por mucho que insistiese en
concentrarse en lo que en el altar estaba aconteciendo.
Ella sí sabía que estaba celebrando la Cena del Señor, pero
si lo miraba bien, más parecía un funeral que un ágape. Pensaba
que aquella manera de entender la festividad de la Pascua, estaba
muy lejos de lo que Jesús había enseñado a sus discípulos. Pensaba
que nada se asemejaba a sus enseñanzas. Sentía que todo estaba
manipulado. Es posible que su percepción de las cosas esté
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
equivocada, pero se resistía a creer que todo en la vida lo haya que
mirar bajo el prisma del sufrimiento.
Había asistido a misa como de costumbre en busca de
respuestas y no había logrado guardar un momento de silencio
interior para encontrar una respuesta a tantas preguntas. Para ello,
sabía que tenía que sosegarse, que tendría que escuchar su corazón
que era de donde le salían los buenos sentimientos, pero sin dejar
de lado lo que su cabeza le aconsejaba, de manera que tendría que
poner toda su inteligencia al servicio de su mente y de su corazón
para combinar ambas cosas, ya que cuando se deja llevar sólo por el
corazón, es cuando terminan haciendo escarnio de ella, y si se deja
llevar por la mente entonces actúa con demasiado genio, y al final,
ni lo uno ni lo otro es bueno.
Aquel día había amanecido lluvioso. Las nubes se alternaban
con pequeños claros que apenas daban tiempo para un pequeño
paseo, de manera que el superior comentó a la hora del desayuno que
no levantaría el día lo suficiente para hacer las faenas de la huerta.
Exponía con gran sabiduría, la sabiduría que da la experiencia de los
muchos años viendo cómo cuando las nubes se forman alrededor
de las lejanas cumbres de parte de mañana, suelen ir bajando hasta
el nivel de tierra, pero si la niebla se forma en el entorno del río, al
final, es más fácil que se disipen y se deje ver el Sol.
-Cuando las nubes están elevadas, el Sol se ausenta durante
todo el día, y entonces tenemos que aprovechar para hacer las
labores de la casa, pues para eso, el Señor que es sabio, nos ofrece
este descanso de las faenas de la huerta,-confirmaba el anciano
abad-.
A ella le vendría bien aquel día nublado. No descansaría de
los trabajos de la huerta, pero sí del sofocante calor de los anteriores
días.
Sentada ante las cuartillas que reposaban sobre la mesa
comenzó a trazar unas líneas sin sentido y también unas estrellas
de cinco puntas, aquellas que su padre le había enseñado a hacer
siendo ella muy niña sin levantar el lápiz. Le decía él:
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-¿a ver si ahora lo haces tú? Y sí que lo hacía, y lo seguía
haciendo cuando se encontraba con un papel en blanco, con un
papel que tenía que llenar de un contenido que no sabía cómo
comenzar. Tenía muchas dudas de cómo dirigirse a su hermana.
No quería hacerle daño, pero tenía que acabar con toda aquella
situación. Su hermana no era precisamente dialogante. Nunca fue
capaz de llevar una conversación serena con ella. Siempre terminaba
con mal sabor de boca. Si se ponía a su altura, le diría todo lo que
estaba guardado en su interior, y tampoco era cosa de hacerle daño,
pero eso no lo tenía en cuenta su hermana que presumía de callar y
era todo lo contrario, que encima de no escuchar, se pone agresiva,
llora, vilipendia a los demás, grita, y aparentemente se queda como
si no hubiese roto un plato. Así fue siempre, y para no hacerla llorar
ni irritarla, la dejaban creer que había convencido y ganado. Ya la
venía sufriendo desde niña, pero es hora de que crezca o por lo
menos no siga utilizando los sentimientos y el sentido de pudor de
las personas.
Estaba segura de que su comportamiento era porque ya desde
niña utilizaba la misma estrategia y nadie la había corregido, si no
que preferían tomarle las cosas a risa antes que hacerla enrabiar. Era
más fácil eso que soportar sus berrinches. Lo malo es que se había
quedado instalada en aquellos tiempos, o más bien que se había
dado cuenta de que de esa manera se salía con la suya.
Después de un cortés y cariñoso saludo comenzó a desgranar
con delicadeza sus reflexiones. Sabía que aunque se hiciese la tonta
la entendía más que de sobra.
Prosiguió tratando de ajustarse a lo que deseaba decir, de
ser precisa, pero sabía que se le iba a hacer difícil la tarea que se
estaba imponiendo. ¡Era tanta la necesidad que tenía de echar fuera
el dolor de su corazón!
Astorga, 1 de junio de 1985
(…)
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
pues querida, no deseo por nada del mundo ofenderte, sólo
quiero tener la ocasión de decirte lo que mi corazón alberga. Lo
hago con esta misiva, ya que nunca me has dado ni la más mínima
oportunidad para poder expresarte no sólo mis sentimientos, sino la
verdad de muchas cosas, que no sé si es que no interesa saberlas o es
que prefieres seguir negando la realidad por temor a tener que asumir
los errores sobre todo a la hora de juzgar lo que desconoces y que te
han contado algunas personas interesadas en tratar de sacar partido de
nuestros desencuentros.
No puedo creerme que muchas cosas de las que me acusas, haya
quien sea capaz de creérselas. Más aún, es sabido que alguna que otra
fueron inventados para justificar no sé qué cosas. Algunas las supongo,
pero yo nunca he pedido explicaciones ya que acepto que en la vida todos
cometemos injusticias pensando que estamos en nuestra razón. Lo triste
es que en vez de remediarlas lo que a veces hacemos es multiplicarlas no
asumiéndolas y tratando de justificarse culpando a otros o levantando
falsos testimonios. Tremenda injusticia, ¿no te parece? Creo que si lo
piensas fríamente, tú misma lo vas a reconocer así.
Se quedó mirando al papel. No sabía cómo continuar. Estaba
tan llena de interrogantes, que le parecía que si seguía escribiendo tal
y como le salía de su corazón, aquella carta, parecía escrita por un
juez que estuviese buscando culpables o inocentes. Ella, no buscaba
culpables, sólo quería que alguien le explicara por qué llegaron a tan
absurda situación. ¿Por qué la mala influencia de una persona, quizá
equivocada, les influyó más, que los buenos ejemplos de su madre.
Posó el bolígrafo sobre la mesa y se quedó pensativa. No
sabía si valía la pena seguir adelante. Cubrió su cara con las manos
y se mantuvo durante un buen rato con la mente perdida:
-¡No! -exclamó en voz alta-. No me va a servir de nada. No
vale la pena seguir adelante. Es absurdo pensar que ella me sea
sincera en sus repuestas si no fue capaz de serlo al menos en aquellos
momentos tan duros.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Intentó continuar buscando otra manera de expresarse sin
que fuera un continuo preguntar, a pesar de que necesitaba que
alguien le aclarase un sinfín de cosas.
Prosiguió con más calma. Se fue adentrando poco a poco en
lo que pretendía, pero sin dejar de ir intercalando sus sentimientos
con el pensamiento de que tenía que abandonar la idea. Sabía
que nunca le iban a decir la verdad sobre lo que se conjuró en su
entorno. Parecía que estaban confabulados para que ella abandonase
sus proyectos y siguiese siendo la criada de la familia. Claro que
también hubo un momento en el que parecía molestar a alguien
después de que ella no cediese a las propuestas de dejar todo de
lado para cuidarles negándose a tal despropósito por que no veía
las razones, ya que podía atenderles sin dejar de seguir adelante con
su vida.
Las propuestas a las que ella se negó, parecía que a alguien,
sí le interesaban, y por eso sobraba. No tardaron en darse cuenta
de que no eran las cosas tal como las habían contado, pero nunca
fueron capaces de reconocer su tremendo error.
Según iba desgranando sus sentimientos, su estómago se le
iba encogiendo, sus manos temblaban y sentía que se le acumulaban
las preguntas en su mente, y pese a ello, se mantenía sin preguntar.
Se propuso razonar su discurso por otros senderos más afables. Al
fin, sólo quería poder entablar un diálogo sereno con su hermana.
Bebía de manera insaciable. Ya había terminado la jarra
de agua y también había chupado dos caramelos, que más que
saborearlos, los había triturado con los dientes. Se estaba poniendo
muy nerviosa; se estaba imaginando a su hermana cuando leyese el
contenido de aquella carta.
Pese a sus dudas, siguió adelante hasta concluir de la manera
más delicada y cariñosa que le salía de lo más profundo de su ser:
(…)
Pidiendo disculpas de antemano si he ofendido en algo, me
despido con todo mi cariño, deseándote lo mejor. Tú hermana.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Marta
Durante tres días quedaron aquellas cuartillas sobre la mesa.
Durante tres días las leyó y releyó, y cada vez que pasaba sus ojos
por las páginas intentaba borrar o corregir alguna cosa. No estaba
segura de que debiera hacerla llegar a su hermana. Sabía que estaba
enferma y podía hacerle daño. La enfermedad siempre había sido
su excusa. Siempre, con sus lamentos y llantos, lograba escaquearse
de las cosas que no le gustaban sin tener en cuenta a los demás.
También ella se encuentra mal. También ella tiene sentimientos y
nadie se los reconoce ni los respeta. Así que: ¡Esta vez no se va a
dejar llevar por los sentimientos! En cuanto salga de entre aquellas
paredes, se lo hará llegar en un correo con acuse de recibo para que
no diga que no lo ha recibido.
Le quedaban unos días de estancia en aquel lugar. Parecía
que el Sol se había hecho cómplice con ella. Estuvo ausente durante
dos días, que fueron los que necesitó para redactar aquella triste
carta, cuyas líneas fue recortando por temor a ser demasiado dura,
al igual que también quitó algunas palabras por miedo a decir más
de la cuenta, aunque sea cierto que el papel puede con todo, pero
no quisiera ser imprudente ni decir algo que luego le pese. Mejor
sería esperar a ver si con ese toque, el corazón de su hermana se
conmueve, entra en razones y se decide a escuchar. Entonces sí,
entonces le contaría muchas cosas de las que se reservó en aquella
epístola que tantas veces escribió en el aire. Entonces sí que le saldría
al pie de la letra. Estaba convencida de que los mejores guiones, los
mejores argumentos, están escritos en el aire o aprisionados dentro
de las mentes.
Aquellos dos días habían sido suficientes para recapacitar
sobre lo que quería decir o guardar. Mejor así, ya que si hubiera
plasmado en aquellos pliegos todo lo que le saliese de dentro,
lo único que hubiese conseguido sería separarlas más, ya que su
familia piensa que desconoce cómo se hicieron muchas cosas,
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
aunque también es conciente de que hay otras muchas que no las
tiene del todo claras.
Aprovechó el tiempo restantes para tomar el sol y leer,
aunque cada vez que lo intentaba, se le venían a su mente aquellas
planas que tanto trabajo y dolor le causaron al escribirlas, ya que
cada punto que tocaba, le hacía sentir un tremendo amargor en la
garganta y pasar una gran angustia recordando la tremenda soledad
que vivió -al final de sus días- junto a aquel ser tan querido para ella.
¡Qué sola se vio ante el gran padecimiento que le causó su pérdida!
¡Cuántas veces tuvo que oír que fuese valiente y fuerte porque la
necesitaban sus familiares! Nadie pronunciaba una palabra de
consuelo hacia ella, y lo único que oía de sus gentes era que ella no
quería a nadie porque no lloraba. Ya de niña le ocurría lo mismo:
ella tenía que ser fuerte, ella tenía que ser formal, ella tenía que ser
decente, ella era la mayor y tenía que salvaguardar el buen nombre
de la familia, ¿pero cuándo podía ella ser niña?, ¿cuándo podía ella
errar sin temor a hacer daño a los demás?
Los últimos dos días se estaba intranquilizando. No sabía
porqué no había certificado aún la carta ya que lo podía haber
hecho desde el pueblo, pero siempre buscaba una razón para no
hacerlo: que si tenía que buscar un sobre apropiado… que si sería
mejor hacerlo una vez que llegara a casa… que si…y un sinfín más
de disculpas. Los días pasaban y cada vez estaba más confusa.
Aquella noche preparó la maleta. Al día siguiente, su
esposo la iba a buscar para pasar una semana juntos disfrutando de
aquellas tierras castellanas, de aquella tierra tan diferente a la suya
donde el verdor embriagaba los sentidos, donde el susurro del mar
adormecía los deseos de adentrarse en sus entrañas buscando sus
encantos, donde las altas montañas hacen soñar con los cuélebres y
duendecillos traviesos como el Trasgu o el Nuberu, donde los ríos
son el hogar perfecto para las Xanas, y donde el mar que ruge en
días de tormenta, te sosiega en los días de calma.
Castilla invita a la sobriedad y al descanso. Sus tierras secas
estimulan a contemplar el contraste de los hermosos campos de
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
girasoles y los extensos y verdes viñedos que con sus sabrosas uvas
estimulan el paladar a disfrutar de degustación tan exquisita.
También, sus enormes llanuras, parecen inacabables al extender
la mirada sobre las tierras cubiertas de espigas doradas como los
mismísimos rayos del Sol que las recalienta.
Siempre encontraba algo para disfrutar, estuviese donde
estuviese. No le gustaba hacer comparaciones de los distintos
territorios, pues pensaba que cada lugar es distinto. ¿Por qué buscar
en otro lugar lo que encuentra en su “tierrina”?, ¿no era mejor
quedarse en ella?
Le gustaba descubrir el encanto que guarda cada rincón
por escondido que esté. De ella decían quienes la conocían bien,
que era camaleónica, porque tenía un gran poder de adaptación.
Le encantaba mezclarse con las gentes de los pueblos, conocer sus
costumbres, su sentir. Es muy respetuosa con las distintas culturas,
mientras ellas sean respetuosas con las personas.
-¡La pena es no poder conocer todo lo que encierran los
distintos pueblos del mundo!, -pensaba-.
A la mañana siguiente, después de estar sentada ante el
Santísimo reflexionando sobre si sería mejor seguir guardando
silencio o enviar la carta, decide subir a la alcoba y volver a leerla.
Sentía algo extraño en su corazón, como si Dios le estuviese
advirtiendo que de aquello no iba a salir nada bueno. La vuelve a leer
varias veces sin saber porqué siente aquel impulso de destruirla. La
posa sobre la cama, la coge de nuevo y la mete en el bolso. Se queda
absorta ante Él; no sabe qué hacer; titubea durante un instante; al
final decide sacar la carta y la coloca sobre su pecho. Con el corazón
desgarrado comienza a llorar como si nunca lo hubiese hecho. Se
sentó al borde de la cama y dejó salir un grito de muy adentro:
-¿Por qué?, ¿por qué?, ¡que alguien me diga porqué nos han
dejado tan solas!
Entre sollozos le pedía a Dios fuerza porque no quería hacer
daño a nadie, pues a ella, nada la podía curar ya de tanto dolor
acumulado.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Termina rompiendo en trozos los papeles que contenían
sus sentimientos y algunos interrogantes a los que jamás nadie le
respondería. Decide seguir guardando silencio. Desde un primer
momento sabía que era baldía su intención de buscar consenso
entre ella y su familia; ya estaba prejuzgada de por vida. También
sabe que su familia es consciente de que aquellas acusaciones que
recaen sobre ella, son mentira, así que, si hubiesen querido resarcirla
ya lo habrían hecho. Por otro lado no desea hacerles pasar por un
mal trago.
Una vez más cae en los sentimentalismos y decide tragar
su dolor, pero en esta ocasión cree que no fue inútil plasmar sobre
el papel los sentimientos de angustia y la impotencia que nubla su
vida, esa impotencia que le producía el saber que si su familia fuese
más receptiva, podían llegar a reconciliarse una vez que cada uno
aportase sus vivencias, sus puntos de vista, sus experiencias, aunque
ella siempre se reservaría demasiados hechos de su vida, ¿pero para
qué revolver más allá de lo preciso y de lo necesario? ¡Qué lástima!
Pensaba tantas veces:
-Para dos días que vivimos… ¡Algún día a alguien le puede
pesar esta situación y ya no tendrá tiempo para retroceder! ¡Nadie
escarmienta en cabeza ajena!
Pese a todo, fue una buena terapia. Desde ese momento,
buscaría una mejor manera de sacarse la gran cantidad de espinas
que lleva clavadas en su corazón, y qué mejor que disfrutar de tantas
cosas buenas que la vida le ha dado. La compañía de su marido y de
sus hijos, la compensaba con creces. Su única y verdadera familia
la estaba esperando al otro lado de las altas murallas que la habían
acogido aquellos días.
Ya hacía tiempo que se había dado cuenta de que lo mejor
para bien vivir era apartarse de las personas que le hacían daño, ya
que su debilidad y sinceridad la llevaban a confiarse, y no debía darles
más ocasiones para que la dañaran. También había descubierto que
nadie deseaba apearse de su verdad, aun a sabiendas de que no están
en lo cierto, y vislumbraba que había personas que no se sentían muy
dichosas sabiéndola feliz junto a su familia y sus verdaderos amigos,
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
y mucho menos estaban a gusto con que el tiempo hubiese puesto
las cosas en su sitio. Así que seguiría conformándose con lo mucho
que tenía, y no buscar algo que seguramente nunca hallaría.
Ella también tendría que plantearse cuales fueron sus fallos,
aunque ya lo venía haciendo desde el primer momento. Tiene
muy claro que su mayor falta ha sido no ser más hábil, no ser más
cauta a la hora de dejar salir sus sentimientos, de ser excesivamente
espontánea y sincera a destiempo, y sin embargo tragarse para sí lo
que quizás debiera aclarar: ¿pero a quien?, ya que por lo acontecido
no a todo el mundo le gusta la verdad. En total, debiera haber sido
más lista y no creerse que ella podía con todo y que le sobraban
fuerzas para ayudar sin dejar de ser ella misma. Ciertamente fue
muy ingenua. Ahora reconoce que debió ser más paciente y guardar
silencio sobre algunas cosas en espera de que llegase el momento
propicio para ponerlas en claro. Pero visto lo visto, tampoco este
momento es el adecuado. Seguiría guardando silencio. Ahora es
distinto, ya que nada va a descubrir que ellos no sepan, pues en
parte fueron artífices conscientes de los hechos.
Recoge los papeles que había desparramado por el suelo en
el momento que rompió con su pasado y en una cuartilla trazó unas
líneas como conclusión a su encierro, haciendo una reflexión llena
de sentimientos hacia aquellos que le dieron la vida.
ACALLARON
SU VOZ
Se
fue en silencio,
se
fue con su voz acallada,
se fue con un intento fallido
de susurrar su penas,
mas nadie la escuchaba.
Desde
entonces siguió en silencio
escuchando
los dolores ajenos,
sumando
otras penas a sus penas.
Nunca dio consejos.
Nunca se metió vidas ajenas.
Escuchaba callada
derrochando amor y consuelo,
sin que nadie se diese cuenta
de lo mucho que a ella sus penas
la atormentaban,
sin que nadie se diera cuenta
de que ella también
amor y consuelo necesitaba.
LA PIEDRA ROTA
Se preguntaba: ¿Es buena o idiota?
La he abofeteado y no guarda rencor.
A
pesar de la bofetada
con un beso de mí se despidió.
Con preocupación le respondía
a tan exaltado señor
su sabia mujer
que muy bien les conocía:
¡Cuídate de abusar de tu poder!,
pues la piedra más dura,
a base de golpes,
se puede romper.
El tiempo la razón le dio
a la buena madre y esposa..
La piedra se ha roto
a causa de tan mal proceder.
Lo que han sido halagos en su momento,
por no ceder ante el rencor,
se tornaron en tanto dolor,
que hoy se han vuelto tormento.
Se mira hacia adentro y no se reconoce.
Cada cachito de su alma, tan herida está,
que sin guardar odio, su dolor ya no
olvida.
La piedra en tantos trozos se ha roto,
que en todo su entorno se desperdigó,
y por eso de acero se revistió.
Con escudos protegía su corazón
para huir de los malos tratos
que le causaron tanto dolor.
FIN
CORAJE: ¿NOMBRE DE MUJER?
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
El chisporroteo de las brasas se entremezclaba con las notas
musicales que se elevaban al cielo. Las rojas y azuladas llamas
parecían danzar con suaves movimientos exhibiendo sus esbeltas
figuras al compás de las notas que salían del viejo piano. Celia
piensa que el fuego ofrece una entrañable compañía que da vida al
hogar y resulta relajante. Se dice a sí misma, que no debiera faltar en
ninguna morada el calor de una chimenea durante el invierno.
Pura, sentada ante el antiguo y precioso piano de cola
seguía ensimismada entre arpegios y cadencias, entre corcheas y
semicorcheas. Con sus vivaces movimientos sobre el teclado dejaba
salir de entre sus dedos preciosas y delicadas melodías que invadían
el espacio, que deleitaban las tardes de los domingos a las dos
amigas.
Celia, se dejaba envolver por aquellos instantes tan
reconfortantes. No hacía mucho tiempo que su amiga y protectora,
cuando se ponía ante el teclado, sólo sacaba notas tristes, llenas de
aflicción, cargadas de dolor porque aún se sentía atormentada por
su situación, a la que no encontraba salida.
Ella, también pasó por momentos de desesperación, pero
puede decir que en cierto modo algunos de esos momentos fueron
a causa de su mala cabeza. Ciertamente, otras veces, las razones
estaban en males que ella no cultivó. Su amiga no se merecía lo que
el destino le tenía guardado, pero en su caso era posible que se lo
mereciera.
Se habían prometido no volver a hablar más de aquellos
desdichados días, pero era imposible olvidarse de un pasado que les
dejó una huella muy profunda para el resto de sus vidas. Suponía
que Pura también se debatiría más de una vez entre sus recuerdos y
deseos de olvidar. Había sido una buena decisión no volver a hablar
del pasado, pues de no ser así no cesarían de traer al presente sus
recuerdos en cada momento, y nada sacarían con atormentarse.
Ahora, incluso cuando le viene a la memoria, lo vive desde otra
perspectiva de vida, quizás porque logró encontrar la paz y el sosiego
para su corazón. Aún más importante, por que gracias a su amiga
aprendió a perdonarse. Fue una verdadera lección de amor y entrega
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
la que recibió de aquella mujer que tenía muchas razones para estar
contra el mundo. Pero no, su amiga supo seguir en la lucha sin
decaer aunque en sus primeros momentos también conociera la
desesperación, supo salir adelante una vez que dejó paso a la razón
y apartó el odio de su interior.
Pura seguía inmersa en sus complacencias musicales. Apenas
levantaba la mirada de las envejecidas y amarillentas teclas de marfil
y no quería molestarla. Sabía que tras aquellos movimientos de sus
dedos dejaba desahogar la rabia de no poder mover sus piernas con
la misma agilidad que sus manos y su mente.
Celia se levantó despacio del cómodo sofá y cogiendo un
libro de la basta biblioteca se encaminó hacia su habitación. Quería
deshacerse de los recuerdos que la estaban invadiendo una vez más.
Sabía que no le iba a ser posible, porque cuando lo intentaba no lo
conseguía, pero pese a ello intentaría adentrarse en las páginas de
aquel libro que una y otra vez se impuso darle fin y nunca pasaba
de las primeras hojas.
Durante unos instantes logró avanzar en su intento. Una
de las frases del libro, la hizo sin desearlo encontrarse ante sí, tal
como si en él estuviese reflejada parte de su vida: “Laura pretendía
huir de su pasado sin darse cuenta que dondequiera que fuese lo
llevaría impregnado en su piel. Nadie puede escapar de su historia,
lo máximo que puede hacer es vivir el presente sin odio para poder
sobrevivir el resto de su vida con dignidad”. Este párrafo, la sustrajo
de nuevo de la lectura, y cerrando los ojos volvió a reencontrarse
con el ayer.
Recordaba cuando al pasar por el mostrador de recepción
del hospital dio los buenos días. Una mujer miraba hacia la pantalla
del ordenador y sin levantar la cabeza respondió: buenos días. -Se
notaba que la respuesta era rutinaria-.
En ese momento se quedó muy confusa porque le parecía
haber visto a Pura allí sentada. A la salida volvió a reparar en ella,
y cuando la mujer alzó la mirada se encontraron frente a frente al
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
responder al saludo de despedida. Se alejó un tanto perpleja porque
sabía que estaba lejos de Avilés.
Aprovechando que aquellos días estaba al cuidado de una
anciana en el centro hospitalario miró el tablero de anuncios y entre
otras notas encontró una que le llamó la atención por su exiguo
mensaje: “Se necesita mujer de mediana edad para acompañar a
una anciana. Ponerse en contacto con el número de teléfono…”
Así, Celia revivía aquel momento que fue el comienzo del
gran cambio de suvida.
Los pensamientos se le entremezclaban, Pura y ella se conocían
desde siempre. Nunca habían tenido contacto salvo el saludo. En
Avilés hubo un tiempo en el que todo el mundo se conocía, pero
eso no quería decir que se supiese todo lo que acontecía en la vida
de otras personas.
En sus recuerdos se mezclaban los de aquella pequeña ciudad
que un día fue apodada como, “La Ciudad de acero”, por sus grandes
fábricas metalúrgicas. Por entonces llegaron muchas gentes de otros
lugares de España.
Mientras muchas mujeres se establecían en la comarca
avilesina, otras se iban tras sus flamantes esposos, como lo hicieron
ella y Pura, y por eso la suponía fuera de la Villa del Adelantado
-como también se conoce a Avilés desde antiguo-. Por lo visto su
vecina también había retornado a su lugar de origen, y esperaba que
con mejor fortuna.
Aquel número de teléfono copiado del tablón de anuncios,
estuvo varios días dando vueltas por su bolso. En unas ocasiones
pensaba en llamar, en otras se volvía atrás pues no le era del agrado
tener que comenzar a conocer a otra anciana. El trabajo con las
personas mayores se le hacía penoso, pero una vez que llegaba a
conocerlas ya era más fácil e incluso llegaba a cogerles cariño. Sabía
que pronto se quedaría sin trabajo, pues en cuanto se repusiese la
mujer que estaba cuidando, la volverían a llevar para la residencia de
ancianos. No perdería nada por intentar saber lo que le propondrían
quienes pusieron el anuncio en el tablón.
74
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
La respuesta a la llamada fue escueta: El domingo a las tres
la recibo. A ver si llegamos a un acuerdo.
Estuvo a punto de no ir. No le fue muy grata la manera de
responder, le parecía un tanto grosero no darle un pequeño avance
por teléfono, y aún más, sin apenas identificarse. Miró la dirección
que le habían dado y se quedó muy sorprendida. Mientras la escribía
cuando se la estaban dictando, no cayó en la cuenta del lugar a
donde se tenía que dirigir, a causa quizá de lo rápido que la despidió
la persona que atendió la llamada. Se sintió incómoda y un tanto
contrariada. La curiosidad la llevó hacia aquel sitio donde aún se
quedó mucho más sorprendida cuando se encontró con la persona
que solicitaba sus servicios.
Salió a abrir la puerta una anciana de aspecto muy venerable.
Después de intercambiar unos atentos saludos, de preguntarse por
sus respectivas familias -ya que la anciana sí que en su momento
había tenido cierta amistad con su madre- le recordaba la señora
Concha, que aquellos eran tiempos donde todos se conocían, que
también eran muy jóvenes, y todavía no tenían responsabilidades
que las apartaran de sus amistades, mientras dirigía a Celia por un
largo y ancho pasillo hasta el salón.
Cuando se adentró en el recinto se encontró con Pura; no la
sorprendió, ya que sabía por las direcciones que aquella era la casa
de su madre. Se quedó sin respiración, sin saber lo que decir cuando
la mujer salió de detrás de la mesa y vio que se movía en una silla de
ruedas. También Pura se quedó muy perpleja al ver que la persona
con quien se iba a entrevistar era nada más y nada menos que Celia.
¡Pero si tenía entendido que vivía en la opulencia!
Pura fue rápida en salir al encuentro de Celia; no quiso
hacerle pasar un mal rato y con rapidez empezó la conversación.
Apenas hubo saludos de cortesía y enseguida se dispuso a comentar
a su vecina la situación.
Se encontraba en aquella silla después de un accidente,
y al no tener hijos ni otra familia aparte de su madre, tuvo que
volver al pueblo, y como podía ver era ya muy mayor para cuidar
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
la casa y atenderla a ella. También la puso al corriente de que, pese
a su minusvalía, se desenvolvía bastante bien. Después de mucho
tiempo de lucha pudo ir haciéndose con su cuerpo, no le quedó
otro remedio ya que tenía que lidiar con el astado que le tocó en
suerte. Había que darle unos buenos capotazos a la fiera y ponerse
a pecho abierto ante los problemas para poder salir adelante, y
lamentándose no encontraría un nuevo camino, pues además, ella
no podía saltar la barrera. Así que tenía que prestarle ayuda para
colocarle cada día bien la taleguilla, pues para enfrentarse a la vida
debía llevarla bien puesta. La ayuda que le tendría que prestar sería
sólo lo más imprescindible, ya que lo que podía hacer por sí misma
no quería que se lo hiciesen los demás. También le advirtió de que,
aunque no quería ser una carga, tenía muchas limitaciones, pues el
mundo no está hecho a la medida de las personas que no están del
todo útiles. Con cierta ironía sonrió, y rompiendo el silencio -que
se podía cortar en aquel momento en el acogedor salón- replicó: por
otro lado yo no conozco a nadie que carezca de limitaciones, ¿no
os parece?
Esta reacción consiguió que Celia esbozara una leve mueca
que denotaba que iba perdiendo la rigidez del momento tan
inesperado que estaba viviendo.
Pura siguió llevando la voz cantante y preguntó a Celia que
si las condiciones que le había propuesto eran de su agrado. No
quiso en ningún momento preguntarle nada sobre su vida que la
pudiese incomodar, el porqué de su situación económica cuando
tenía entendido que vivía muy bien. Fue Celia la que tras oír la
exposición de los hechos de su interlocutora, quien le hizo saber
algo sobre sus nuevas circunstancias.
Con el sosiego ya recuperado, al ver que Pura le habló con
sinceridad, ella respondió de la misma manera dejando clara su
situación y cuales eran sus peticiones. Después también comentó
algo sobre sus circunstancias. Por supuesto, que tal y como Pura
lo planteó, podían llegar a un acuerdo; de todas maneras pensaba
que sería ella la que tendría que decidir si la consideraba lo
suficientemente apta para lo que le acaba de proponer, pues supone
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
que en ese momento lo estaría poniendo en duda, ya que sabe que
ha vivido siempre rodeada de muchos privilegios. Antes de que
tomara alguna decisión le aclaró: qué voy a decirte que no sepas,
la vida da muchas vueltas y la mía se me volvió del revés. Me he
quedado viuda hace unos años y desde entonces no fui capaz de
tomar un rumbo adecuado. Perdona si en este momento no entro
en más disquisiciones, tiempo tendré para hablarte de mis cosas si
un día lo tienes a bien. No me siento muy orgullosa de mí misma,
pero tampoco me escondo tras una falsa apariencia aunque no vaya
por la vida dando explicaciones de mis actos.
Después de unos meses ya se habían adaptado la una a la
otra. Las horas que pasaba en compañía de las señoras Concha y
Pura se le hacían muy gratificantes. Poco tiempo tenían para hablar
de sus cosas aunque ya sabían más que al principio de sus vivencias.
Después de la muerte inesperada de la anciana, Celia se quedó a
dormir con Pura, y pronto se pusieron de acuerdo en que, como las
dos estaban solas, podían hacerse compañía, puesto que a ambas
les venía bien.
De esta manera comenzaron largas conversaciones; ambas
se hicieron algo más que unas buenas amigas, y sin darse cuenta
dependían la una de la otra. Sin apenas enterarse la empatía entre
ambas las hizo sentirse como dos hermanas bien avenidas olvidando
que una era la jefa y la otra su asalariada. Esa relación pronto había
pasado a la historia, y sobre todo desde que las dos mujeres abrieron
su corazón dejando que saliese todo el amargor acumulado a lo
largo de los años.
Celia reconocía su gran error por haberse casado con un
hombre al que no estaba segura de amar. En aquel momento de su
vida hizo lo que tocaba, casarse. Quería a su novio Juan, pero seguro
que para llegar al matrimonio no es suficiente estar encariñada con
una persona, se necesita algo más, y ese algo más era sentir amor
y atracción. Ahora estaba segura de que esta parte, que algunas
personas parecen menospreciar, ella no la sentía. Pese a ello fueron
una pareja ordenada, y pronto tuvieron sus dos hijos. Sólo hay una
cosa que le podía reprochar a su difunto esposo: que no se fueran
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
a un lugar lejos de sus padres. Cuando él le propuso irse a vivir a
aquel edificio de tres plantas, había sido con la idea de que cada
uno estuviese en su casa, pero no fue así, su suegra disponía de sus
vidas a su antojo.
Los domingos era el día que la familia se reunía alrededor de
la mesa. Allí se encontraban sus suegros, su cuñada con su marido,
su hijo y el cuñado Sergio. Ciertamente no debía de quejarse ya que
en la casa había empleadas suficientes para mantenerla ordenada
y hacer la comida. Ella, sólo se dedicaba a cuidar de sus hijos y
mantenerse bonita para su marido, para cuando él la requiriera
para salir y asistir a sus eventos. Según pasaba el tiempo ya no eran
sólo los domingos los que tenían que ir a comer con sus suegros,
sino también el resto de la semana. La sobremesa se le hacía muy
pesada, siempre se hablaba de lo mismo, de dinero y más dinero.
Las mujeres no podían intervenir, sólo los hombres entendían de
negocios, así que ellas eran unas meras espectadoras. A los niños
los tenían que traer a raya para que no molestaran, y lo mismo su
cuñada que ella, cuando podían se escabullían para estar al cuidado
de que no se hiciesen daño las criaturas.
Cuando Roberto, el pequeño de sus hijos tenía quince años,
comenzó a sentirse mal. Su suegro decía que al chaval no le pasaba
nada, que era un mal criado y que por eso ponía excusas para no
comer lo que le daban. No cesaba aquel hombre de dar consejos
y ponerse como ejemplo por lo bien que él había educado a sus
hijos. Mientras, ella observaba que la criatura no sólo había perdido
el apetito, sino también lo veía desanimado, no jugaba ni se reía
como él solía hacer junto a su hermano, y además, no tenía el
mismo fulgor en sus ojos, ese brillo que ella conocía bien cuando su
hijo la miraba, y alertó a su marido del cambió que percibía en el
muchacho. Él la regañaba por sus obsesiones y le aclaró que no veía
nada anormal en su hijo salvo lo que el abuelo decía y con razón.
También era normal que en el joven hubiese cambios, pues estaba
en edad de ello, y la pubertad no se declara en todas las personas de
la misma manera, pero para que quedase más tranquila, sería mejor
que lo llevase al médico, y así dejaba de darle la tabarra.
78
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
No fue el doctor tan rápido en diagnosticar que el joven
fuese un caprichoso. Tras escuchar la exposición de su madre y
explorarle, le envió al hospital urgentemente. Lo notaba muy débil
y ciertamente sus ojos no sólo estaban faltos de brillo, sino que
estaban muy amarillos. Su criatura se fue de este mundo dejándola
desolada. Nunca se perdonará el no haber tomado antes la iniciativa
y dejar de escuchar los sermones de su suegro y de su marido. Ella
también le falló por dejarse influir por personas ajenas a su vida.
Seguía hablando siempre con la mirada fija en el vacío, como
buscando en él respuestas que no es capaz de encontrar en sí misma,
y añadió con mucho dolor: volví a fallar como madre.
Entre tantos recuerdos la mente de Celia comenzó a sentirse
cansada. Por unos instantes se quedó en blanco y se le entremezclaban
demasiadas cosas a la vez. Pensó entonces que mejor sería intentar
adentrase en las páginas del libro. No logró su propósito. Sin darse
cuenta de nuevo estaba inmersa en su historia, y ahora los recuerdos
le salían a borbotones.
Entre susurros siguió dirigiéndose a sí misma como si fuese
su propia interlocutora:
-Tanto dolor sentía que no veía lo que tenía alrededor. A
mi marido nunca más lo miré, ni tan siquiera con cariño, deseaba
escapar de su vera, pero no sabía qué hacer si no el reprocharme y
reprocharle. El único que parecía entenderme era mi cuñado que en
ningún momento me dejó sola. Mientras, Sebastian, mi hijo mayor,
cada día estaba más alejado de nosotros. Se sentía abandonado
y cuando nos dimos cuenta estaba metido en la droga hasta las
entrañas. No hubo manera de sacarlo adelante. El dinero no era
inconveniente para que él pudiese adquirir esa basura. Nunca en
nuestra casa fue un problema -decía yo anteriormente a la muerte
de mis hijos-. Entonces sí que me di cuenta de que siempre había
sido un serio problema el manejarnos tan bien económicamente.
No me quedaban ya fuerzas para seguir adelante cuando
falleció mi marido de repente. Entonces le envidié y a veces le sigo
envidiando; por lo menos, él dejó de sufrir mientras yo tenía que
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
seguir sobreviviendo con aquella pena que nunca podría sacar
del corazón. Pensé en volver a casa con mis padres, pero sentía
vergüenza, pues mientras las cosas me habían ido bien me olvidé
de la familia que apenas visitaba y cuando lo hacía no cesaba de
exhibir mis grandezas.
Al final decidí seguir en aquella casa al cuidado de mi suegro
y de Sergio, ya que mi suegra se murió poco antes que Juan. Entre
Sergio y yo, se fue forjando una complicidad muy especial. El
viejo no soltaba un duro y mi cuñado que había sido mal criado
por su madre no daba golpe. Su padre al morir la vieja se dedicó
a reprimirle y no dejó en sus manos la empresa ya que desde su
jubilación la había llevado muy eficazmente mi difunto marido
Juan. El viejo tenía razones más que suficientes, pero yo tardé en
darme cuenta. No se fiaba para nada de su hijo. Yo no tenía una
gran paga. Juan no había cotizado los suficientes años, y su muerte
prematura, y el hecho de no tener hijos a mi cargo, hizo que el
dinero que me llegaba apenas me diese para unos caprichillos. Sin
darme cuenta me volví la criada de la casa, sin sueldo, por supuesto.
Así que me compinché con Sergio. El sabía cómo hacerme sentir
mejor. Reconozco que terminó siendo como una droga para mí, que
me calmaba los llantos y las angustias con eficacia. Nunca me había
visto tan correspondida por mi marido; en apariencia no me pedía
nada a cambio, así que yo me entregué sin darme cuenta a todos su
juegos. Cuando el abuelo se murió nos llevamos la gran sorpresa. A
Sergio le dejó la legítima; su hija quedó como heredera de la mayor
parte de la empresa, y como mis hijos y mi marido se habían muerto,
al parecer, yo no tenía nada que recibir. Sergio me ayudó a reclamar
la parte que me pertenecía y cuando logramos que me resarcieran
de tal abuso, vendimos nuestra parte a su hermana. Yo entonces ya
me había dado cuenta de que lo que sentía por Sergio, no sólo era
admiración por su simpatía, no, estaba tremendamente enamorada.
Él lo sabía y me propuso dejar de vivir como lo habíamos hecho
hasta entonces, con una relación puramente de hermanos. Yo no
quería que nadie supiese de nuestra nueva relación. Sin darme
cuenta de que a pesar de no haber cohabitado hasta entonces, ya se
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
hablaba de nuestra posible convivencia, decidimos poner tierra por
el medio y vendimos el piso, que era lo que nos quedaba.
Juntamos el dinero de la venta del piso con el que nos tocó
en la empresa, y nos instalamos en Barcelona, en un apartamento
precioso. Los primeros días él se dedicó a presentarme como su
esposa, a las señoras de sus amigos, -la verdad es que Sergio tenía
a donde quiera que fuésemos, conocidos, que en apariencia, eran
buenos amigos- y pronto comencé a salir con ellas. No vivían tan
suntuosamente como yo lo había echo, cosa que agradecí, pues
estaba harta de tanta apariencia banal. Él comenzó a trabajar en
la bolsa, y mientras, yo me dedicaba a la casa -que poco me daba
que hacer- y a esperar por él. Salíamos cada noche a cenar, no había
fiesta ni casino que se resistiese a nuestros caprichos, hasta que yo
comencé a preocuparme por que aquel ritmo de vida era excesivo.
Me temía que a esa marcha pronto acabaríamos con el dinero. Él
me aseguraba que lo tenía muy bien colocado y que nos estaba
dando buenos rendimientos. En una ocasión le pedí que me llevara
a la bolsa, pues comenzaba a dudar de su palabra. Nunca lo oía
hablar de su trabajo, nadie lo llamaba, cada día ponía alguna excusa
para no encontrarse con sus amigos, y sus mujeres parecía que me
evitaban.
No tuvo ningún reparo en llevarme con él. Saludaba con
cordialidad a algunas personas que se encontraban allí y me
presentaba como su esposa lo mismo que había hecho en otras
ocasiones. Me percaté de que algunos de aquellos hombres no le
daban mucha conversación, que incluso cuando nos íbamos se
quedaban mirándolo con gesto de desaprobación. Ciertamente, yo
no cesaba de observar sus movimientos, y la respuesta que recibía.
Con la disculpa de que estaba cansada, le pedí que me llevara a
casa.
Durante unos días estuve fabricando una estrategia para
pedirle cuentas de mi dinero de manera que no se sintiese incómodo.
Mientras, él no salía apenas de casa cuando llegaba de lo que decía
que era su trabajo. Una mañana le seguí durante un rato y vi cómo
deambulaba por las calles; al final entró en una cafetería, y yo me
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
senté pacientemente en una terraza cercana, pues no temía que me
viera, ya que estaba dispuesta a dar fin a aquella situación. Cinco
cafés me tragué en espera de que saliese de su oficina particular.
Cuando al fin salió del establecimiento, volvió sobre sus pasos y se
dirigió a casa. Dejé que pasara un rato, y después de comprar unas
frutas, yo también me volví. Esperaba una gran disculpa por su
parte, pero no fue así. Me dijo que llevaba unos días atragantado
porque los negocios no le estaban saliendo tan bien como se suponía,
que estábamos casi en la ruina y que estaba pensando darme todo
el dinero que quedaba para que si quería abandonarlo lo hiciese, ya
que, por su parte, no me pondría ningún impedimento.
No pude dar respuesta en aquel momento. Después de
una larga velada en la que no fui capaz de que me dijera un sólo
argumento creíble, lo dejé por imposible. Al otro día le pedí que me
dijese de qué dinero disponíamos, y me respondió: algo menos de
lo que has sacado por tu piso.
No daba crédito a lo que estaba oyendo.
-Entonces, ¿en qué lo has invertido para en menos de un año
quedarnos sin dinero? -le pregunté-.
Sigo sin obtener respuesta.
Me fui enterando por las mujeres de los que él presumía que
eran sus amigos, de que en ningún momento se dedicó a trabajar, por
eso ellas, después de un tiempo, cuando yo les seguía comentando
algo sobre su trabajo, se creían que yo estaba presumiendo de lo que
no era, razón por lo que poco a poco me fueron dando la espalda.
Recogí lo que me quedaba y vine con la cabeza gacha para
Asturias. Tengo que reconocer la vergüenza que pasé. Sabía que con
aquel dinero no podía salir adelante en una capital; sin embargo,
en un pueblo sería fácil poder encontrar una vivienda acomodada
a mis necesidades, y entonces buscaría trabajo para subsistir con la
poca paga que tenía de mi marido.
Mi madre se enteró de mi situación y me buscó. Durante tres
años estuve a su cuidado hasta que se murió; pienso muchas veces,
que fue de pena, al verme tan desvalida, ya que mis hermanos no
quisieron saber nada de mí. Otras veces me digo que al final se sentía
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
satisfecha de haberme podido recuperar al ver cómo comenzaba a
dirigirme con más prudencia. Mi hermano mayor volvió a confiar
en mí cuando vio cómo me volqué con nuestra madre, pues su
último año de vida fue muy duro y penoso. Yo no pedí ayuda y
resistí todo lo que se nos vino encima, que no fue poco. Cuando ella
se murió me dispuse a buscar un lugar donde vivir para dejarles la
casa vacante a mis hermanos, pero el mayor no me lo permitió.
Ellos están bien situados y el mayor convenció al pequeño
para que no partiésemos la herencia ya que la casa no daba para
mucho, y así yo tendría un lugar donde vivir. Entonces me puse a
trabajar en lo que mejor sabía: cuidando enfermos.
Recordaba las palabras de su amiga cuando le dijo lo que
pensaba de todo lo que le había contado: Celia, habrás cometido
muchos errores en tu vida, pero al final supiste encauzarla y yo no
soy nadie para juzgarte, y es posible que, si en tu marido hubieses
encontrado un amigo y una persona que pensase en algo más que
en el dinero, que si tus hijos no se hubiesen muerto, y que toda
aquella cadena de circunstancias que sufriste, dejándote desvalida,
no te hubieran ocurrido, tu cuñado no hubiese jugado con tus
sentimientos.
También se acordaba de cómo Pura la atrajo contra ella
con ternura, intentando ayudarla a relajarse con una charla menos
dura.
Pasaron unos días y entonces fue Pura la que narró a su
compañera lo que la llevó a estar sentada en una silla de ruedas.
Ella, sí se había casado muy enamorada. No eran unos niños,
pues él pasaba de los treinta y ella estaba cercana, y en aquellos
tiempos, ya se consideraban mayores. Durante los tres primeros
años, fue muy dichosa, nunca sospechó que su marido la engañase.
Era bien cierto que él, por razones de trabajo, se pasaba muchos días
fuera de casa. En ocasiones ella lo acompañaba, y así, conoció a su
vera muchos lugares de los que podría guardar grandes recuerdos
si al final no se hubiese frustrado su matrimonio, y cree recordar
cuándo comenzó el declive de la convivencia con su marido.
83
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Él comenzó a viajar más a menudo, y los fines de semana,
en ocasiones no retornaba porque decía que el lunes tenía que
incorporarse a su trabajo, y que pasaría las horas en el viaje. Ya no la
llevaba con él. Entonces ella, un día le pidió tener un hijo, pues se
sentía muy sola en sus ausencias, y además ya hacía cerca de cuatro
años que se habían casado, y el tiempo no pasaba en balde.
Paco, su marido, no accedió, le decía que cuando al fin
lograra estabilizarse en un lugar fijo y no tuviese que salir tanto
fuera a causa de su trabajo, ya lo pensaría. Esto no la convenció.
Pensaba que a causa de su edad ya no podía esperar mucho. De nada
valieron los ruegos, y un día él le dijo, que si ella se quedaba encinta,
tenía claro que aquel crío no sería suyo, ya que estaba muy seguro de
los medios que ponía para no dejarla embarazada. Desde aquel día
temía el mínimo desliz en sus relaciones, por temor a un embarazo
no deseado por su marido. La convivencia se fue deteriorando poco
a poco. En un principio pensaba que su actitud celosa era cosa de la
imaginación, y por eso se enojaba consigo misma, pues trataba de
convencerse de que su comportamiento era infundado.
Pasado el tiempo, los sentimientos de desamparo por parte
de su marido, fueron haciendo mella en su carácter, y cuando él
llegaba a casa a deshora ella lo interpelaba pidiéndole explicaciones,
y él la adulaba, le trataba de calmar los ánimos con besos y palabras
engañosas hasta llevarla a la cama para demostrarle que para él sólo
existía ella, pero un tiempo después ya no trataba de sosegarla, sus
respuestas estaban llenas de ira, y con gran enojo la despreciaba y
se reía de sus histerias. Pero a ella las noches en vela se le hacían
eternas. Ya no se atrevía a preguntarle de dónde venía, se hacía la
dormida y a él esto le venía muy bien. Sin darse cuenta se dejaba
llevar por la angustia, por aquella maldita ansiedad que la llevaba
noche tras noche a esconderse detrás de las cortinas de las ventanas
para verlo llegar; para ver si lo acompañaba alguien; para descubrir
sus andanzas. Ingenuamente pensaba que desde el silencio de la
noche, desde detrás de unas cortinas podría conseguir saber algo de
la vida inconfesable de su marido. A veces, no se podía resistir a sus
desprecios y le reprochaba su alejamiento, y entonces él la tomaba
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
a la fuerza y la dejaba en la más profunda soledad luchando con su
desgarrado corazón.
Pura avanzó con su silla hasta una estantería y sacando
de entre las pastas de un libro un papel invitó a Celia a leerlo,
apuntillando que mejor que con sus palabras podía describirle lo
que sentía y lo que vivió junto aquel que un día le prometió amor
eterno. Celia no aceptó el leer lo que su amiga le dio, porque pensó
que sería una ingerencia en la vida de Pura, y entonces ella insistió
de nuevo, pues le hacía más fácil seguir con su relato:
AMORES Y DESAMORES
¿Dónde estás corazón mío,
que entre nebulosas te he perdido?
Te busco y no te encuentro.
¿Por qué te escondes de mí?
Promesas de amor y halagos
mis oídos escuchan.
Mi corazón se estremece
ante tus cantos lisonjeros.
¿Por qué luego te ocultas
tras la bruma mañanera
para aparecer al crepúsculo
buscando mi cuerpo tembloroso
que se rinde ante ti
al sentirte tan ardiente y fogoso?
¿De donde vienes querido mío?
-te pregunto con temorque
al sentirte acosado,
no vuelves a mi lado
dejando mí ser
a la deriva y sin control?
85
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Sin respuesta, en silencio,
me estrechas entre tus brazos
gozando de mi cuerpo
sin pedir mi aprobación.
Mientras tanto yo muero por dentro
sufriendo en silencio tú falta de ternura,
tu desalmada compostura,
tu vanidad insolente
creyéndote mi dueño.
Mía es la culpa
por tanta complacencia
de temerosa enamorada
que sustenta tu creencia
de sentirte tan seguro,
que no eludes los disimulos
para tratarme como objeto,
volviéndote contra mis lamentos,
inclemente y despiadado.
Tras la cortina paso la velada
esperando tu llegada.
Tras la ventana,
escudriño la calle en la noche
en espera de ver una silueta
que se desvanece en las tinieblas
al tiempo que mi corazón se altera,
porque la puerta de mi alcoba no se abre
ni tras de ti se cierra.
Siento mis reproches.
Siento mis lamentos.
Siento mis reclamos
que te ahuyentaron de mi vera,
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
porque de mi sólo esperabas
silenciosa complacencia.
Tu silencio y tu ausencia
han despertado mis sentidos.
Así entre llantos y sollozos
encontré mi libertad
y un nuevo camino.
Candados he puesto en mi corazón;
en mi mente verjas;
en la puerta de mi alcoba…
en la puerta de mi alcoba
una tapia y un cerrojo
hechos con los despojos
de unos amores confundidos.
Celia se sintió estremecer. No era capaz de creer con qué
firmeza se mantuvo su amiga a pesar de que ella misma había
escrito aquellas angustiosas líneas. Mucho tuvo que sufrir para que
el tiempo la hiciese tan dura.
Pura esperaba una reacción de su amiga, pero como respuesta
sólo se quedó callada mirando al suelo mientras disimulaba las
lágrimas que se deslizaban por su rostro. No le pidió que le dijese
lo que pensaba porque se dio cuenta de que su compañera se había
quedado sin palabras. Entonces prosiguió su relato sin alterarse
lo mínimo. Ya ves amiga a qué degradación había llegado mi
matrimonio. Cuando llegó de uno de sus viajes, que yo por entonces
deseaba que se hicieran muy largos, me sorprendió su cambio.
Estuvo en casa sin salir unos días, estaba conmigo más atento, e
incluso si quieres, parecía buscar mi perdón. Me dijo que tenía unos
días de descanso y que en ellos esperaba encontrar un poco de paz
para buscar la reconciliación, pues sabía que se había portado muy
mal. Me confesó que se sentía muy confundido y arrepentido, que
no esperaba que de buenas a primeras yo volviese a confiar en él.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Me sentía muy desconcertada. No sabía qué pensar. No parecía que
estuviese enfermo, entonces…¿a qué venía aquel cambio?
Pasados unos días, se volvió a incorporar al trabajo mientras
yo trataba de saber lo que se escondía detrás de su comportamiento,
y descubrí que su amante lo había abandonado. Me callé en espera
de que fuese él quien me lo dijese. Entre tanto él fue ganando
terreno y cuando me di cuenta me vi de nuevo siendo la perfecta
esposa y amante. Duró aquella luna de miel muy poco. El uno de
noviembre fuimos a su pueblo a la misa de difuntos. Íbamos con
la idea de retornar al día siguiente, pero una llamada telefónica lo
hizo cambiar de planes. Me contó una serie absurdas patrañas que
no me tragué, por supuesto. No quise entrar en discusiones delante
de la familia. La angustia de nuevo se instaló en mi estómago, si
bien es cierto que nunca dejé de temer que de nuevo un día volviese
a las andadas, pero suponía que podrían ser temores a causa de
nuestro pasado. Algo me decía que se estaba fraguando un nuevo
desencuentro entre nosotros. Yo no había vuelto a insistir respecto
a los hijos, ya me había hecho a la idea de que no los tendría, y en
nuestra situación era lo mejor, porque pese a todo no confiaba al
cien por cien en él.
Casi nos levantamos de la mesa sin terminar de comer. Sus
familiares le aconsejaban que no viajásemos de prisa, pues estaba
la calzada muy peligrosa después de la lluvia que había caído, y el
tránsito era mucho en ese día. No escuchó consejo alguno y nos
pusimos en marcha. Yo no hacía más que recordarle que era el
momento del retorno y que debía de ir más despacio. Me dio un
grito y durante el resto del trayecto guardé silencio. Por momentos
pisaba más y más el acelerador. No guardada la distancia adecuada
entre coche y coche, y parecía que le estorbaban todos los vehículos
que encontrábamos al paso. Cuando llegamos a un punto en el que
se estaba formando una caravana, sin pensarlo dos veces, intentó
adelantar por la mediana y al llegar a una curva se le fue el coche y
nos fuimos de frente contra un muro. A nuestro paso arrastramos
dos coches que estaban parados. Afortunadamente los ocupantes
de los otros coches apenas tuvieron lesiones, mi marido estuvo unos
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
días ingresado con unas costillas y un brazo roto, y en cuanto a
mí, ya me ves. Para qué dar más explicaciones. El resultado fue que
mientras estuve hospitalizada, de vez en cuando pasaba a hacerme
una visita. En cuanto supo que me quedaría en una silla de ruedas
desapareció de mi vida sin dejar rastro, pues fue capaz incluso de
dejar su trabajo para que nadie lo localizara.
Mi madre me recogió. El piso era de renta y yo no podía
hacerme cargo de los costes, así que metieron mis ropas en la maleta
y lo demás lo dejé allí, ya que no quería nada que me lo recordara.
Durante más de dos años estuve sumida en una depresión.
Deseaba morirme, pero no lo conseguía. Un día me quedé
observando a mi madre y pensé que no había derecho a estar
haciéndola sufrir de aquella manera. No sé qué pasó por mí mente
en aquel momento, pero durante unos días comencé a ver las cosas
de otra manera: ¿si mi madre me faltase qué sería de mí?, y, ¿por
qué aquella inutilidad me iba a privar de vivir? Gracias al empeño
de mi madre no me había faltado la rehabilitación. Ella misma,
cada día, pese a mis protestas, me hacía los ejercicios que le habían
recomendado. Cuando un día le dije que estaba decidida a asistir a
terapia con un psicólogo y a reanudar en el hospital la rehabilitación,
la mujer no dejó de dar gracias al cielo. Un tiempo después me
senté al piano y comencé a practicar con la idea de poder dar clases
particulares. Fue cuando un día escribí este poema que te he dado
y llegué a ponerle música. De mis adentros no salía nada alegre,
mi madre lloraba a escondidas pues sabía que estaba dejando salir
mi dolor a través de la música. Un día guardé el papel y hasta hoy
no lo volví a sacar de entre las páginas del libro que le sirve de
tumba. Puedes decir que hoy viste desenterrar un muerto que desde
este momento acabará en cenizas para no tener más la tentación de
volver a remover mi pasado.
Con las clases que di a los jóvenes que solicitaron mis
servicios, conseguí dos cosas: salir de mi encierro, y sentir que pese a
mi dolencia podía se útil a la sociedad; por eso estoy tan agradecida
a las personas que confiaron en mí y que pese a tener mi trabajo no
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
dejé las clases. Ahora lo hago por gusto, ya no me siento obligada, y
por lo tanto mi música sale con más alegría y soltura.
Me dí pronto cuenta de que en cuanto mi madre faltase yo
no sobreviviría sola, y que sin un sueldo mínimamente decente,
no podría buscar ayuda. A mis años, no me quería imaginar en
una residencia o asilo, como quieras decir. Mi madre ya estaba
mayor y no podía seguir ayudándome como antes. Entonces tomé
la determinación de buscarme la vida. Me dediqué a ir a clases de
informática y a todo lo que proponían desde el INEM. Me cansé
de buscar un trabajo adecuado, pero no sólo influía en mi contra
la invalidez, sino también la edad. Tengo que reconocer que un
familiar de mi ex, me hizo el gran favor de facilitarme la entrada en
este puesto en el que estoy. Siento que alguien tuviese que apoyar
mi examen, ya que sé que era uno de los mejores, pero vuelvo a lo
mismo, yo ya tenía cerca de cuarenta años y encima el panorama.
Me fue muy duro en un principio manejarme con la silla en ese
recinto tan pequeño, pero lo fui adaptando a mis necesidades, no
me podía figurar que pudiese hacer todo lo que hoy estoy haciendo.
Comencé yendo con algunos compañeros que siempre estaban
dispuestos a ayudarme, pero pronto decidí asistir a unas clases de
reciclaje, y volví a ponerme a punto con la conducción. Me compré
el coche adaptado, y ya ves cómo me manejo cada día.
Del desgraciado de mi ex marido supe un tiempo después
que estaba por las Baleares viviendo con una chica que se dedica a
la hostelería. Y aún más te puedo decir: ¡mira qué cosas hay en la
vida!, en el hospital conocí a una persona que fue íntimo amigo de
su padre, y un día le dije que me hubiera gustado tener hijos, pero
que mi ex no quiso ni oír hablar de ello. Él se quedó sorprendido al
ver que yo desconocía que era posible que fuese estéril, pues estando
en la mili había tenido una enfermedad que a los hombres les suele
afectar para la procreación.
Me sentí de nuevo engañada, y aún desconozco porqué los
hombres tienen tanto problema para hablar de sus cosas íntimas,
como ellos dicen. Habíamos salido de novios un año. En ese tiempo
tuvo ocasión para contarme sus dudas o si lo tenía ya comprobado.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Yo lo quería y estaba muy enamorada. Como tú bien dices, mis
sentimientos hacia él eran mucho más que cariño, de modo que
por no poder tener hijos yo no lo iba a dejar. ¿Por qué los hombres
tienen tantos y tan tontos complejos? ¡Oh Señor, cuánto sufrimiento
en balde! Pero ya ves, casi seguro que aquella mala vivencia estaba
detrás de sus frustraciones, ¡con lo fácil que sería ser sincero y no
pasaría nada!, además hoy que se pueden adoptar niños. Si él no
quería que se supiese su problema, yo me declararía estéril para
salvar su honor. ¡Qué honor ni qué chiflos! ¿No es más deshonor lo
que hizo conmigo?
Desde ese momento ya no tenían más que hablar sobre aquel
pasado. Estaba todo dicho, así que borrón y cuenta nueva.
Celia pensaba que estaba de acuerdo en no volver a hablar de
lo mismo, pero eso no la iba a eximir de sus culpas. En el caso de
su amiga, a pesar de su delicada situación, no tenía porqué sentirse
culpable, salvo de haber soportado tanta humillación. Era cierto
lo que le decía Pura, lo mejor es perdonarse a sí misma, y seguir
adelante con el presente porque el futuro no se sabe cómo vendrá,
pues a pesar de planificarlo, la vida da muchas vueltas, sino que se
lo digan a ellas.
Cuando Pura anima a Celia para que ponga fin a sus
culpabilidades esta le responde:
-Lo intento amiga, pero pienso que los cimientos del presente
se construyen sobre el pasado. Si el pasado no dejó buen firme, es
muy difícil que el presente se mantenga estable.
-Pues amiga, tendremos que echarle un buen pulso a la vida
para que nuestros cimientos a partir de este momento se mantengan
firmes, aunque sea apoyándonos en un travesaño.
LOS SECRETOS DEL GRANERO
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Entre los vecinos las conocían por “las pesetas”. El señor
Bautista esperaba en cada parto que su esposa trajese al mundo un
varón, pero parecía que el destino no le era favorable, y una tras
otra, nacían niñas y más niñas. Cuando le preguntaban:
Señor Bautista, ¿qué ha tenido su señora?, el decía: Otra
rubia.
La imaginación de las gentes del pueblo se puso en marcha.
Al ser tantas niñas, las llamaban “las rubias”, y de ahí pasaron a
llamarlas “las pesetas”, ya que esa moneda era conocida por su color
dorado como “rubia”. Así que el señor Bautista era padre de seis
preciosas pesetas.
Cuando se casaron los señores Rosales ya estaban metiditos
en años, razón por la que les intranquilizaba el hecho de que no
naciese un heredero.
Tanto fue el empeño que puso en buscar su descendiente,
que al fin llegó el varoncito, que se había hecho de rogar, y con él
llegó el último de los partos de la señora Engracia.
Ya la mujer era un poco mayor para llevar la casa y cuidar de
un bebé a pesar de tener la ayuda de una chica de servicio. La casa
era muy grande y los hijos muchos.
Su marido era un terrateniente muy prestigioso en la comarca
por lo bien que atendía su hacienda y el buen trato que daba a sus
trabajadores, con lo cual hacía que el trabajo de su mujer, en la casa,
fuese constante: que si hacer comida para todos los jornaleros, que
si atender a los más pequeños -que por cierto eran muy seguidos, ya
que apenas se llevaban dos años-, que si la compra y las ropas, y un
sinfín de labores más, que la tenían agotada.
Las tres niñas mayores ya tenían bastante con sus estudios. Las
otras aún eran muy jóvenes para encargarse de las faenas de la casa,
y la pequeña era la que más la ayudaba aunque pareciese mentira,
pues al ser tan cercana en edad a su hermano, se entretenía jugando
con el pequeño, lo cual le hacía estar un poco más tranquila.
Pasaron los años y cada una de las hermanas fueron
encontrando un lugar en sus vidas. Amor y Caridad ejercían de
maestras en un pueblo cercano a la casa de sus padres. Felicidad
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
se casó con un compañero de trabajo, también maestro. Dolores
trabajaba de enfermera en el hospital de la comarca. Virtudes,
también casada, trabajaba en unos laboratorios y Angustias, la
pequeña, era la que hacía los trajes de la familia, la que ayudaba a
su madre ya anciana y que tras la muerte de su padre se sentía muy
ocupada llevando la contabilidad de la casa.
El joven Laureano, llevaba con eficacia la hacienda, trataba
de hacer alguna reforma y de poner al día los aperos de labranza
para hacer más eficaz el trabajo del personal.
A estas diligencias lo ayudaba su amigo y excompañero
de estudios. Ambos habían estudiado Perito Agrónomo y desde
entonces se hicieron unos amigos inseparables. Todo iba sobre
ruedas -decía el joven- cuando su madre lo interrogaba respecto al
trabajo.
La señora Engracia solía decir que sólo le quedaba una cosa
en la vida por cumplir, que era ver a su hija pequeña casada, ya que
sus hermanas tenían un buen futuro y ella a pesar de tener seguro
su sustento, podía verse en dificultades si su hermano se casaba,
pues sería lo más normal. Desde niña se había dedicado a cuidar
de su hermano, y se llevaban muy bien, pero si entrara una mujer
en la casa, ella quedaría relegada a un segundo lugar, lo cual podía
hacerla muy infeliz.
Las tardes de los domingos trascurrían en el domicilio de
los Rosales muy bulliciosas, pues se solían reunir las hermanas que
vivían más cercanas al pueblo, con sus consortes y su prole. A las
tertulias se unía Jovino -el amigo del joven Laureano- ya que él era
conocedor de casi todos los acontecimientos de la familia, incluso
de los deseos de la anciana de casar a su hija, y que cuando oía esta
reflexión a la señora Engracia, pensaba:
-¡Cómo va a encontrar un novio esta joven, si nunca sale de
casa, salvo para ir a misa o de visita a casa de sus hermanas!
Sus hermanas encontraron a los maridos en sus trabajos o
durante el tiempo de estudios, pero ella… ella no lo tenía tan fácil,
la situación de cuidadora de sus hermanos y de su madre la tenía
muy limitada.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Aquel verano del año sesenta y cuatro, Laureano decidió
comprarse un auto-móvil, y este hecho trajo consigo el que la familia
podía moverse por el pueblo con mayor libertad así como ausentarse
de él, sobre todo su madre que de vez en cuando se trasladaba a casa
de sus hijas porque le hacía mucha ilusión estar junto a sus nietos.
Cuando su madre se iba, Angustias se veía en la obligación
de llevar sola la responsabilidad del hogar. Su hermano la quería
recompensar por tan gran carga, así que mientras su madre estaba
ausente, cada tarde de verano después de terminar la jornada la
llevaba a dar un paseo por los alrededores del pueblo donde el paisaje
en cualquier época del año era cautivador, pero en aquellos días
veraniegos se volvía más animado a causa de las muchas personas
que llegaban al pueblo a tomar baños de mar. La gente de la ciudad
decía que los baños marinos eran muy saludables, así que los más
acomodados comenzaron a construir su segunda residencia a orillas
del mar. Los menos afortunados dejaban pasar la temporada estival
en hoteles construidos a propósito para estas personas, y también en
las casas más humildes del pueblo se alquilaban habitaciones dando
así oportunidades a los veraneantes de menor poder adquisitivo.
También estaban los que teniendo familiares en el pueblo
aprovechaban para hacerles una vista, precisamente en fechas
estivales. Los parientes del pueblo solían ser buenos anfitriones, ya
que se esmeraban para que su parentela se fuese contenta, mientras
que a causa de su generosidad se les multiplicaban los trabajos; que
si compartir las alcobas; que si preparar los mejores manjares, o
por lo menos aquellos que sabían que satisfacían sus paladares; que
si…
El pueblo se volcaba con los veraneantes para hacerles más
gratificante la estancia, y a la vez aprovechaban para disfrutar y
ponerse al día de las costumbres que traían los forasteros, aunque
a los mayores, algunas de ellas, los escandalizaban. También hay
que decir que, los forasteros hacían en el pueblo, cosas que nunca
harían en sus residencias, ya que serían objeto de crítica. Así que
terminaban intercambiando actitudes con cierto relajamiento. Los
unos descansaban y se divertían a sus anchas, los otros sacaban unos
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
cuartos que les facilitaban la economía del hogar, y los más jóvenes
disfrutaban con las modas y las formas de actuar que llegaban de la
capital, y aun más si los que llegaban al pueblo eran extranjeros.
Angustias se divertía junto a su hermano y su amigo que
siempre los acompañaba. Algunas cosas la escandalizaban, pero
otras la hacían pensar que su vida junto a las de aquellas personas de
su familia resultaba muy aburrida, y aún más, si su madre estuviese
en casa, ni por asomo la dejaría salir con su hermano a aquellas
horas para ver escenas tan prosaicas, como podía ser el ver pasearse
por el pueblo a las parejas cogidas de la mano o aquellos bailes tan
atrevidos y lentos que se bailaban tan juntitos, y aquellas músicas
estridentes que hacían a los jóvenes contonearse de tal manera que
parecía que se iban a descoyuntar. Hasta ahí, no había llegado la
apertura de la mentalidad de sus hermanas y de su madre, o por lo
menos, así pensaba Angustias.
Una tarde, su hermano dejó encargado a su amigo de que
acompañara a su hermana al teatro, ya que él tenía que hacer unas
diligencias con otros campesinos del pueblo de Tineo. A la vuelta
del viaje, él se les uniría para luego regresar juntos a casa. Cuatro
veces al año les visitaba en el pueblo una conocida compañía de
teatro que solía poner en escena cada temporada una nueva obra. En
el verano, siempre eran obras humorísticas. Su madre les aconsejaba
que no acudieran a estos espectáculos de tan mal gusto, pero su
hermano le había prometido llevarla aprovechando la ausencia de
su madre.
Ella estaba muy ilusionada pensando en el teatro. Su
hermano pensaba que después de tanto trabajo bien se merecía, la
mujer, disfrutar un poco, pues sabía que en cuanto llegase su madre
se le acabarían estas salidas, se quedaría de nuevo cautiva en casa
cuidando de la familia y sus únicas salidas serían para ir a misa de
doce, al rosario, y con sus hermanas a dar un paseíto muy sano y
muy saludable para su cuerpo y su mente.
Jovino se portó muy bien con la muchacha, no sólo la
acompañó al teatro sino que la llevó antes a tomar un refrigerio a
la cafetería del casino, y después al ver que su amigo no llegaba la
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
acompañó hasta casa. Durante el trayecto hablaron de un sinfín
de cosas, incluso de que a los tres se les estaban pasando los años y
sin darse cuenta estaban entrando en la madurez sin salir de aquel
pueblo, sin tener pareja, y sin proyectos de futuro.
La noche era hermosa. El calor de aquel día había sido
sofocante y aquel fresquito nocturno se agradecía. Sentados bajo
un frondoso árbol ya sin sus tempranas camelias blancas, se
sentían muy a gusto. Comentaban los jóvenes cómo pese al rápido
desfallecimiento de sus delicadas flores, nunca se quedaba desnudo
aquel magnífico ejemplar, ya que sus hojas tupidas y verdosas lo
cubrían haciendo de su sombra un lugar muy acogedor. Allí se
sentían protegidos de las indiscretas miradas de los viandantes.
Las blancas paredes del granero también les resguardaban de
aquella brisa que comenzaba a ser un tanto fresquita. Se sentían
reconfortados. La obra de teatro no había sido muy buena, pero sí
les hizo reír un buen rato, e incluso en aquel momento mientras la
recordaban se reían con gran alegría. Una vez más, la joven pensaba
que se sentía más libre y auténtica cuando no tenía a su familia a su
lado. Junto a su hermano y su amigo se sentía más a gusto. También
se mostraba temerosa de no estar comportándose como se esperaba
de una señorita. Aquellas risotadas debiera contenerlas y no dejarlas
salir con tan poco pudor, y aún menos, no debiera dar a entender
delante de nadie que comprendía aquellos chistes y frases un tanto
impúdicos. Una señorita -según dicen su madre y sus hermanas- ha
de ser comedida.
Se estaba impacientado por la tardanza de su hermano, y a la
vez no le apetecía nada que llegase. Se sentía muy cómoda y muy a
gusto junto a su ya eterno amigo. Desde la infancia, su hermano, el
amigo y ella, eran inseparables, y desde que acabaron los estudios,
los dos muchachos siempre estaban juntos, nada los separaba y ella
era partícipe de aquella amistad, pero aquella noche era especial, no
sabía lo que le estaba ocurriendo, veía a su amigo de una manera
diferente, no le apetecía que se fuera, pero a cada momento le
sobresaltaba la tardanza de su hermano.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Entre tanto, Jovino la tranquilizaba y parecía como si estuviese
al tanto de que su hermano iba a tardar más de lo esperado, y la
intentaba convencer de que quizás se habría encontrado con alguien
conocido y que se retrasaría por estar charlando y convidándose en
algún bar. ¡Eran tan pocas las veces que salían del pueblo…!
El aire comenzaba a ser molesto. Por la joven corrió un
pequeño escalofrío. Su acompañante se percató de ello y la cubrió
con su suéter a la vez que la atrajo hacia sí. La muchacha sintió una
sensación desconocida, y otro escalo-frío recorrió todo su cuerpo
pero no como el anterior, si no que fue más intenso. Esta reacción,
a la vez que frío, le produjo un calor en las mejillas que casi la
hace desvanecerse. Su corazón golpeaba con fuerza su pecho. Su
mente parecía nublarse y hasta en su estómago sentía un cosquilleo
inquietante. Suerte -pensó ella- que el fulgor de la luna apenas
se percibe bajo las ramas. Respirando muy hondo y a la vez muy
agitada dio gracias por la penumbra, pues así él no se daría cuenta
de que se había ruborizado.
Se sintió muy afortunada cuando escuchó la voz de su
hermano. La salvó, no sabía de qué, pero se sentía salvada, pues
en aquel mismo momento estaba a punto de salir corriendo y esa
reacción no le parecía tampoco muy adecuada. Salió apresurada a su
encuentro y abrazándose a él le recriminó su tardanza. Su hermano,
se disculpó diciéndole que la causa había sido que el coche lo dejó
tirado, porque con el calor, al subir el puerto de la Espina se recalentó
y tuvo que ir en busca de ayuda. Su amigo sonrió irónicamente y
dándole una palmadita en la espalda se despidió hasta el otro día.
Angustias apenas respondió y mirando hacia el suelo, con paso
ligero y muy nerviosa, se fue en dirección a la casa. Su hermano le
seguía insistiendo en que por nada del mundo habría querido darle
ese disgusto, pero que él estaba tranquilo, ya que sabía que estaba
bien custodiada, ¡sí!, ¡eso!, en muy buena compañía.
-Dime: ¿estuvo bien el teatro? -le preguntó su hermano-.
Ella se manifestó esquiva y sin apenas responder se dispuso
a servirle la cena que él rechazó haciéndole saber que estaba muy
cansado y que ya había tomado un tentempié por el camino.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Durante unos días, Angustias hizo todo lo posible por no
encontrarse con Jovino, y él a la vez, tampoco se hizo el encontradizo,
pero el domingo como de costumbre les esperaba a la salida de
misa para luego ir a comer con ellos a casa. Así lo venían haciendo
desde hacía muchos años. Ya no recordaba las razones por las que
Jovino y su hermano habían cogido esta costumbre. Unas veces era
su hermano el que iba a comer en familia a casa de su amigo, pero
la mayoría era el amigo quien pasaba los días festivos en su casa.
Claro, el resto de la semana también lo pasaba por la finca, por las
cuadras, o en la oficina que su hermano instaló encima del granero.
Allí también tenían una habitación donde solía dormir alguna vez
su hermano cuando tenía que atender algún animal que se ponía de
parto. En la alcoba había dos camas, ya que alguna vez se hacía muy
tarde para el veterinario, o para que su amigo retornase al domicilio,
y se pudiesen quedar allí. Ella, sólo iba de tarde en tarde a revisar la
limpieza del local, ya que la señora del vigilante de la finca era la que
se encargaba de hacerla y mantener el orden. A pesar de no ocuparse
ella directamente de aquel lugar, cuando se le apetecía iba a ponerle
unas flores en el despacho a la vez que curioseaba por los cajones de
la mesa y por las estanterías.
Allí solía encontrar algún libro muy curioso sobre botánica
e insectos. Allí guardaba su hermano los libros de estudios y
manuales para el cultivo y cuidado de plantas con las que le gustaba
experimentar a escondidas de su madre, ya que a la anciana no
le parecía oportuno cultivar nada que no fuese conocido, porque
esos frutos y hortalizas nuevas nadie se las compraría en el
mercado. Pese a ello, él hacía pequeños semilleros para ver cómo
de podrían reproducir en aquellas tierras y poder, poco a poco, ir
incorporándolos en los comercios del pueblo, sobretodo durante el
verano que estaba muy concurrido con personas de afuera, deseosas
de comer cualquier cosa que se les diese ya cocinada.
Su amigo Frutos, que estaba allá por tierras caribeñas, le
mandaba semillas de distintas especies. Algunas prosperaban
-como la hoja del tabaco y la remolacha azucarera- otras apenas
crecían, pues el clima no era el adecuado.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Durante el tiempo que estuvieron juntos, apenas mediaron
palabras, y la hora de la comida se le hizo eterna a la joven aunque su
hermano trataba de mantener una conversación agradable, pero su
hermana no entraba en ella. Parecía un monólogo. Su amigo estaba
inquieto, se le notaba deseoso de buscar un momento a solas con la
chica, pero ella le esquivaba. Al final los dos amigos se retiraron al
pequeño saloncito contiguo al comedor a tomar una copa de coñac
mientras hacían planes de trabajo.
Desde la ventana de la larga galería por donde habían
decido pasear los dos amigos mientras saboreaban el exquisito
brandy francés, vieron cómo Angustias se dirigía hacia el granero
e iba caminando de manera muy cautelosa, como si no deseara ser
vista. Llevaba en las manos un ramillete de calas y una cesta con
frutos secos. Su hermano, pronto se dio cuenta de que se dirigía al
despacho, sonrió y dándole un golpecito a su amigo en el antebrazo
le dijo:
-Ahí, no tiene escapatoria. Te doy media hora. En treinta
minutos supongo que tengas tiempo suficiente para declararte y
hacerla entrar en razones. Yo sé que está pirradita por tus huesos.
Ahora depende de tu habilidad para convencerla.
Al pasar por el jardín, Jovino cortó una preciosa rosa blanca
pensando que entre aquellos preciosos rosales de distintos coloridos,
la mejor era la blanca. Se la mostraría como una bandera en son de
paz. ¿Pero de qué paz? -se preguntaba- ya que, él supiese, nunca
habían estado en pie de guerra. Sonreía pensando en lo que le
ocurría a la joven, que no era otra cosa sino que había descubierto
que tenía un cuerpo.
Estaba muy tranquila y extasiada la muchacha contemplando
los dibujos de plantas exóticas que tenía su hermano sobre la mesa
cuando oyó unos pasos tras de sí. Se volvió sobresaltada y se quedó
muy extrañada al ver a Jovino ante ella. Pronto él se disculpó por
el susto que le había dado y al mismo tiempo le entregaba una
rosa blanca. Ella se quedó paralizada. No sabía si salir corriendo o
sentarse, ya que le temblaban las piernas. Jovino no le dejó tiempo
a reaccionar, pues fue rápido en decirle que le había visto dirigirse
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
hacia allí y que con permiso de su hermano la siguió, porque lo
único que pretendía era acabar con aquella situación tan absurda.
Ella aún no había cogido la flor, se sentó en la silla que estaba tras
la mesa y titubeando le respondió que no sabía de qué le estaba
hablando.
-¿No crees que ya somos mayorcitos?, si en algo te he ofendido,
por favor, perdóname. Toma, coge esta rosa. Te la ofrezco en son
de paz -le dice él-.
Ella sonrió y cogió la flor. Instintivamente la olió, la acarició
con suave ternura y le dio las gracias. Parecía que el primer propósito
lo había logrado -pensaba Jovino-.
Esta situación ya se lo ponía más favorable para seguir
argumentando su verdadera intención:
-Te podrá sorprender que después de tantos años de
conocernos, ahora, en este preciso momento, hayamos descubierto
que entre nosotros puede haber algo más que una buena amistad.
Bueno, hablo por mí, pero quisiera que tus sentimientos fuesen
recíprocos. Por favor, démonos una oportunidad, nos conocemos
muy bien, al menos yo así lo pienso, ya que el otro día descubrí en
ti una mujer maravillosa, que es capaz de reír sin esconderse tras
falsas composturas, que sabe mantener una conversación sin estar
expectante a ver si es aprobada por su interlocutor o por su familia,
y además de todo esto reconozco todos los valores que hay en ti.
Jovino, no dejaba a la joven responder, ni siquiera hacer un
gesto de desaprobación, ya que antes quería darle toda clase de
argumentos para que ella luego reflexionara con tranquilidad. No
pretendía coaccionarla, pero tampoco que ella saliese corriendo y
de esa manera volver al más absoluto de los silencios.
-Angustias, sé que tu madre os ha educado muy bien, ¿pero
no crees tú que debiera ser menos tirana con vuestra educación?,
¿a tus años no debieras decidir por ti misma?, ¿te das cuenta de la
postura tan ñoña que tienen algunas jóvenes?, ¡ñoña y falsa! Por
favor, eres mucho más bonita y agradable cuando eres tú misma,
cuando estamos los tres juntos y te ríes y opinas con libertad. Ante
tus hermanas y tu madre pierdes frescura, pierdes espontaneidad,
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
pierdes tu verdadero encanto y estoy seguro de que tus propias
hermanas cuando están a solas con sus maridos y amigos y cuando
no están bajo la mirada de tu madre, también han de ser -diría yomás
sinceras, más autenticas, más libres.
Angustias lo escuchaba con atención e iba reflexionando
sobre aquella batería de palabras encadenadas que apenas dejaba
tomar aire a su amigo, y las entendía, ya que ella había pensado
muchas veces en lo mismo, pero en algo él estaba equivocado,
pues sus hermanas mayores, eran idénticas a su madre. Quizás la
enfermera era más desinhibida que las otras, y ella era posible que
al asistir al taller de corte y confección y relacionarse con jóvenes de
rango menos aparente -como decía su amigo- descubrió que había
un mundo más auténtico y real. Eran buenas chicas, formales y tan
dignas como las demás, pero menos encorsetadas. También eran
prudentes y educadas, pero sin falsas modestias. Y el haberse criado
tan cercana de los juegos de su hermano, porque su madre no tenía
mucho tiempo para jugar con ella cuando era niña, y la compañía
de su amigo Jovino, que llevaba consigo costumbres propias de
otra familia más normal -pensaba ella- quizás fuera la razón de su
doble personalidad: la que vivía cada día al lado de su familia y
personas cercanas, y la manera de comportarse junto a su hermano
y su amigo.
Jovino guardó silencio por un momento, pues se estaba
dando cuenta de que Angustias estaba tranquila y relajada. Por un
instante pensó que ella ni le escuchaba; sin embargo observaba que
asentía en algunas ocasiones ante lo que él le estaba diciendo.
-Dime algo, por Dios, -exclamó el joven-.
-Dame tú un tiempo para poder responderte.
-¡Ah!, me callo, tienes razón, pero no te precipites, querrás
consultárselo a tu madre y hermanas. O a lo mejor, no sé, te lo
tienes que pensar mejor antes de decidir.
-Bueno, ¿te puedes callar?, si no, ¿cómo voy a responderte?
Jovino alzó las manos demostrando que ella tenía razón y
guardó silencio, y entonces Angustias se acercó a él y muy bajito,
le susurró:
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Y si mi madre no me da permiso, ¿qué hacemos?
-¿Tú quieres formalizar relaciones conmigo?
-No seas tan formal, hombre, ¿cómo se lo dirías a una
chica que no perteneciese a la familia Rosales?, por ejemplo: a una
“Peseta”.
-¡Por Dios!, ¡si te oyese tu madre!, recuerda cómo se pone
cuando alguien saca a colación vuestro apodo.
-Creo que estás tú más obsesionado con mi madre que
nosotras mismas. Pero dime:
-¿cómo me pedirías relaciones si…?
-¡Vale!, ¡vale!, y postrando una rodilla en el suelo y
estrechándole las manos le replicó:
-Angustias, ¡te amo!, ¿deseas ser mi novia?
A la joven se le pusieron unas chispillas en los ojos, se le
sonrojaron las mejillas y con voz entrecortada le respondió:
-Sí, y salió a la carrerilla del despacho mientras con voz muy
nerviosa exclamaba:
-¡Payaso! Jajajá…, sí, sí.
Tan nerviosa salía que, tropezó con su hermano que la estaba
mirando sorprendido. Parecía que no esperaba que fuese esa la
respuesta de su hermana.
Jovino salía tras ella con una sonrisa espléndida, y al encontrase
con Laureano le extendió la mano y ambos se la apretaron mientras
se daban una palmadita en la espalda.
Laureano se quedó durante un buen rato de pie ante la mesa
del escritorio. Posó la mirada sobre la foto de familia que tenía
ante él. Apenas pestañeaba y su rostro estaba rígido. Sus manos
sujetaban con fuerza un lápiz que terminó rompiendo en dos,
mientras derramaba lágrimas no precisamente de alegría.
Después de un tiempo lleno de incertidumbre y rabia
contenida, respiró hondo y se dispuso a ir hacia la pareja que
paseaba por el jardín.
-Por lo que deduzco, ¿tengo que felicitaros?
-Bueno, al menos, mientras tu madre no se oponga -aclaró
su amigo-.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Creo que no se opondrá, tú eres conocido en la familia, sé
que serás bien acogido y sabes que se te quiere.
-Sí que lo sé, pero también sé que no tengo bienes que aportar,
y tú bien lo sabes.
-Parece que yo no estuviera presente, porque no contáis
conmigo para opinar, y creo que algo tengo yo que decir. ¿O no?
-dice Angustias-.
Al final terminaron riendo los tres, aunque Jovino notó que
su amigo algo escondía tras aquella cortesía un tanto rígida.
Pasados unos días, su madre decidió retornar a casa. La
joven estaba muy alterada, pues sabía que no le pondría reparos
para salir con Jovino, no porque pensara que era para ella el mejor
partido, sino porque sería la única oportunidad de casar a su hija,
ya que no tenía muchas ocasiones para encontrar novio, pues no
era como sus hermanas, porque ellas estaban más preparadas y se
relacionaban en otros ambientes. Angustias sabía bien que esos eran
los pensamientos de su madre, pues no disimulaba mucho la señora.
Cuando se enojaba, la regañaba llamándola inútil y comparándola
con sus hermanas sin tener en cuenta que fue ella misma la que le
había conducido por el camino que decidió tomar sin pensar que eso
pesaría sobre ella el resto de su vida. Tampoco le importaba mucho.
Ella siempre había sido feliz junto a su hermano, y compartiendo las
labores de la casa nunca había envidiado a sus hermanas. Comenzó
a pensar que quizás se había equivocado al no hacer caso a su padre
cuando insistía en que debía estudiar como lo hacían sus hermanas,
y al haber seguido los consejos de su madre cuando le indicaba que
a ella se le daba muy bien la costura y las faenas de la casa, y que eso
no era menos importante que obtener unos títulos.
Tras la muerte de su padre habían cambiado muchas cosas,
porque sus planes eran que ella también tuviese su sueldo, ya que
el trabajo de llevar una casa y ser la modista de la familia debiera
recompensarse como cualquier otro oficio, a lo que su madre
respondía muy enojada, porque con ella nunca había tenido tanta
consideración, ya que jamás había recibido ningún salario a pesar
de llevar toda su vida trabajando sin tregua.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Su padre le respondía:
-Ponte tú el sueldo, ya que eres la dueña de la empresa; y ahí
se acababa la discusión.
Si necesitaba dinero, su madre se lo daba si consideraba
adecuado el gasto, y si no, le recordaba que en aquella casa había
de todo y que no necesitaba nada, y si tenía que comprarse ropa,
calzado, ir a la peluquería o cualquier otra cosa personal, ya le daría
lo necesario en su momento. Así que, apenas tenía unas monedas,
y aquellas que guardaba eran las que su hermano le daba de vez en
cuando.
Comentó con su hermano la inquietud que sentía ante la
llegada de su madre, y de qué manera le podría comunicar que
Jovino le había pedido formalizar la relación, pues temía que se
enfadase al hacerlo a sus espaldas y sin su autorización, aunque
estaba segura de que no le negaría el permiso.
-Tienes razón -le decía su hermano- eso estaba pensando
también yo, y pensaba decirte que sería mejor que de momento no
le digas nada. Es mejor dejar pasar un tiempo. Yo sé que llegado el
momento, no te va a poner impedimento, y además yo te respaldo,
pero si se lo decimos ahora pensará que actuasteis a sus espaldas.
- ¿Y cómo me podré ver con Jovino?
-¿Es que acaso no lo venías haciendo hasta ahora?, ¡pero si
pasa más tiempo aquí que en su casa!
-No es lo mismo -digo yo-. Ahora somos novios y nos gustaría
estar por lo menos un momento a solas.
-Créeme, vais a estar más a solas mientras ella no lo sepa,
porque pronto os pondrá carabina. ¿Es que ahora no sales con
nosotros cuando quieres? Pues bien, seguid haciéndolo así hasta que
veamos conveniente decírselo.
La decisión tomada entre los dos hermanos extrañó mucho
a Jovino. Entendía que no se lo iba a decir nada más llegar, pero
pasado ya unos días podrían comentarle no tanto que ya lo habían
decidido, si no que estaban esperando a que ella llegase para pedirle
consentimiento, pero Laureano mantenía que era mejor esperar a
que pasara un tiempo prudencial, y mientras, ir dejando caer alguna
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
cosilla para que ella se fuese haciendo a la idea. Él mismo pondría
a su madre sobre aviso, de que estaba notando entre ellos algo más
que una mirada de buenos amigos.
No entraron en más controversias y decidieron dejar pasar el
tiempo confiando en que quizás fuese mejor hacer las cosas así.
Las salidas de los tres amigos continuaron como de costumbre.
Nada hacía presentir a la anciana lo que estaba ocurriendo, pero
algo había que a Angustias le comenzaba a inquietar porque no
podían estar ni un sólo momento juntos sin la presencia de su
hermano. Anteriormente si se tenían que quedar a solas lo hacían
sin el menor reparo, pero ahora parecía que se mostraba muy cauto
antes de alejarse de ellos, y por parte de su novio notaba una actitud
más seria, menos dicharachera, y parecía que estaba ausente en la
mayoría de los momentos.
Esto ocasionó más de un interrogante a la muchacha que la
llevó a pedir explicaciones a su hermano. Ella quería que le aclarase
porqué no les dejaba ni un momento a solas.
-Mientras que madre no sepa lo que está ocurriendo, yo me
siento responsable. Esto no es un juego, no quiero que ella descubra
lo que está ocurriendo porque a vosotros os dé por poneros cariñosos
y alguien del servicio os vea. Ya sabes qué pronto se corre la voz.
-Y, bien… ¿Ya le vas a decir algo a madre?, tú me has dicho
que te encargarías de ello.
-¡Que prisas!, ¿es que acaso estás tan necesitada de las
carantoñas de tú novio?
-¿Qué dices?, ¿pero qué te pasa?, parece que eres tú el que no
estás de acuerdo con que salgamos juntos Jovino y yo. ¿No estarás
celoso?
-¿Qué quieres decirme con que yo estoy celoso?, ¿qué estás
pensando?, ¿se puede saber?, ¡qué mente tan sucia!
-¡Oh, mi Dios!, ¡mente sucia!, ¿por qué?, ¿es que acaso sería
tan extraño que temieses que yo podría alejar de ti a tu amigo y que
ya no tendríais tanto tiempo para estar juntos?, ¿que no podríais
seguir corriendo vuestras juergas? ¿O tú piensas que yo no sé que
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
cuando él se queda a dormir en el cuarto del granero es porque
estáis de fiesta?
-¡Qué sabes de nuestras cosas!, ¿es que acaso sabes algo?
-¡Mira hombre!, que no soy tonta. Engañareis a madre, pero
a mí…
-Y pese a ello, ¿quieres salir con él?
-Ya sé que los hombres no tenéis freno a la hora de salir y
trasnochar, pero eso no es como para no salir con un chico. Si esa
fuese la razón, nunca saldríais con una chica.
-¿Es eso lo que tú sabes de él? Pues debieras pensártelo mejor
antes de decírselo a madre, no sea que luego te arrepientas.
-No sé lo que te está pasando, hermano, y no te entiendo,
porque parece que no quieres que se cumplan nuestros planes. No
es así como te mostraste el día que decidimos hacernos novios;
incluso nos felicitaste, y él me ha dicho que tú le guiaste hasta tu
despacho.
-Me dejé llevar por vuestra euforia, y no es que no quiera que
salgáis como novios, pero yo no veo porqué tanta prisa. Ya hablaré
con madre cuando lo vea conveniente
-¿Cuando tú lo veas conveniente?, ¿y, yo qué, no cuento?, no
hace falta que me hagas un favor tan grande, ¡ya soy mayorcita!, ¡oh
Señor!, ¿no te das cuenta de que estamos discutiendo?, ¡si nunca lo
hemos hecho desde que éramos niños!, aquello, eran niñerías, ¿y
esto? En fin… no entiendo nada. ¿Qué te ocurre hermano?
-¿Es que tiene que ocurrirme algo?, ¿no te basta con tus
pretensiones de apurar incomprensiblemente el dar la noticia a
madre?, pues como tú dices, ya eres mayorcita, así que asume tus
acciones.
No volvieron a entrar en disputas. Pensaba la joven que no
valía la pena que entre su hermano y ella hubiese malos humores
porque nunca los hubo anteriormente, y en el momento que ella
viese conveniente se lo haría saber a su madre. Estaba segura de
que no tardaría mucho en hacerlo. Pensaba que la actitud tan seria
de su novio era a causa de la situación, de aquella espera que les
desespera.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
La navidad estaba cercana y sus hermanas retornarían pronto
a casa con días suficientes para hablar con ellas. Hasta entonces
no les comentó nada respecto de su noviazgo, pues tenía dudas de
cómo se iba comportando Jovino.
Ella se culpaba por no haberle dicho ya algo a su madre, o
quizás fuese que él ya estuviese arrepentido. Al final su reflexión
la llevó a la conclusión de que la causa estaba en el incomprensible
comportamiento de su hermano y en la duda que le pudo haber
entrado a su novio sobre lo que iba a opinar la anciana, de manera
que no pasaría de las navidades para poner a su madre al día. Estaba
segura de que sus hermanas la respaldarían y que su madre no
pondría ningún inconveniente. No sabía por qué llegaron a tomar
determinación tan absurda. Una vez más en su vida se dejó arrastrar
por la opinión de los demás, y en esta ocasión por su hermano.
Aquella tarde, víspera de la llegada de sus hermanas a casa,
andaba muy atareada e ilusionada. A pesar de que después de la
muerte del padre, su madre se negaba a festejar las navidades,
ella siempre hacía algún extra para distinguir las fechas. Había
conseguido volver a colocar el Belén, aquel nacimiento que junto a
sus hermanos, montaban en la infancia con gran entusiasmo y con
la aportación histórica que su padre les ofrecía. Su madre se volcaba
más en preparar las sabrosas viandas de las que luego los comensales
daban buena cuenta, dejando toda la labor de su madre esfumada
en un periquete.
Ahora era a ella a la que le tocaba preparar los menús, menos
suntuosos, pero igual de exquisitos -decía su cuñado- y ella, así lo
intentaba.
Llegaba el momento de preparar el nacimiento, pero primero
tenía que buscarle su hermano las figuras y el tablero para colocarlas.
Durante el año todos los objetos navideños se guardaban en una
habitación contigua a la alcoba y al despacho que su hermano
tenía encima del granero. Esa estancia también era utilizada por
los trabajadores de la finca para cambiarse el vestuario antes de
la faena, para el descanso y para resguardarse de las inclemencias
climatológicas; por esa razón estaba equipada de percheros,
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
una gran mesa rodeada de largos bancos y un lavabo. En lo alto
colgaban grandes estanterías repletas de cajas con objetos que ya
no eran utilizables, pero que su madre era gustosa de guardar por si
acaso un día fuesen necesarios.
Entre aquellas cajas dormían las figuras del Belén durante
el año y detrás de un armario estaba oculto el tablero, y como no
había manera de que ella por sí sola pudiese alcanzar los envases ni
demás utensilios, se decidió a ir en busca de su hermano.
Al salir de la habitación donde estuvo durante un rato
localizando las cajas que su hermano tenía que bajar, oyó su voz un
tanto alterada, a la vez que su novio en tono más bajo decía algo
así:
-Nooo, no puedo comprenderte.
-No te pido que me comprendas, pero sí que respetes mi
decisión.
-¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo?, ¿has pensado en
qué situación me has puesto?, ¿has pensado en tu hermana?
Estos comentarios hicieron que Angustias no siguiese
adelante, y se quedó quieta y expectante. No sabía qué pudo
provocar el que su hermano y su novio estuviesen tan enojados,
pues nunca les había visto de tal modo. Decidió escuchar para salir
de dudas, pues desconocía porqué en aquella conversación salía ella
a relucir, salvo que fuese a causa de la negación de su hermano
de poner al corriente a su madre del noviazgo. Si esa era la causa,
estaba de acuerdo con Jovino, pero tampoco deseaba que esa fuese
la razón para las disputas. Pensó en entrar y decirles que dejaran
de discutir, ya que ella había decidido ponerla al corriente antes de
Noche Buena. Antes de entrar siguió escuchando unos instantes,
porque la voz de su hermano se alteraba por momentos. Se volvió
a la habitación de los trastos -como le llamaban en casa- dejó la
puerta abierta y se sentó en el banco que estaba más cercano desde
donde se oía perfectamente la conversación.
En un principio pensaba que las razones de aquella discusión
le eran conocidas, pero según iba pasando el tiempo aquello se le
hacía incomprensible.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Tú me has metido en este embrollo, sabías del gran cariño y
de la admiración que siento hacia ella, pero en ningún momento la
he visto de otra manera que no fuese como la hermana que no tuve.
Tu fuiste quien me confundió y me hizo ver que ella estaba por mí y
que yo no me daba cuenta de que mi preocupación porella era algo
más que una mera amistad fraternal, -decía su novio-.
-Así pensaba yo, ya que te veía muy cercano a ella.
-Sí, como lo estoy de ti ¿Puedes decirme qué va a ocurrir
ahora?, la tarde que nos has dejado a solas no olvides que fue una
artimaña tuya. Pues bien, esa tarde, sí es cierto que me sentí muy
a gusto junto a ella, porque fue una tarde deliciosa y divertida.
Sabía de su buen carácter y de su simpatía, pero siempre reprimida,
siempre llena de temores, y ese día fue como si la válvula de escape
se le hubiese atrofiado y le salió de dentro lo más mágico y especial
que ni yo mismo me figuraba. Reía y hablaba sin temores ni
rigideces. Fue una tarde que seguramente ni ella ni yo olvidaremos,
así que sin pretenderlo me dejé llevar por la euforia del momento,
la estreché contra mí, y ella, ¡qué se yo lo que interpretó! Pienso que
se sobresaltó con mi carantoña. ¿Te das cuenta de que tus hermanas
además de ser unas señoritas muy educadas son unas mujeres con
sentimientos? Yo creo que tu hermana se asustó al descubrir que su
cuerpo reaccionaba, y de ahí su nerviosismo.
Estoy seguro de que si no la tuvieseis aislada del mundo, si
tuviese ocasión de relacionarse con otros hombres que no fuesen
ni su hermano ni su amigo, nunca se hubiese fijado en mí, y ahora
descubro que yo soy su tabla de salvación, como lo soy para ti.
-¿Para mi?, ¿es que acaso también yo estoy cerrado bajo las
faldas de mi madre?
-No, por supuesto que no, pero soy el único que conozco tu
gran secreto.
-Y yo el tuyo, no lo olvides.
-Sí, ambos sabemos mucho el uno del otro, y parece que tú
sabes más de mí que yo mismo, ya que son muchas las veces que
pongo en duda que si no te hubiese encontrado en mi camino mi
destino sería el que es. Bien sabes que siempre rechacé tus propuestas
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
al no estar tan seguro de mis sentimientos como tú lo estás. No
dudo tanto lo que pudiera llegar a sentir hacia a tu hermana como
de mis sentimientos hacia a ti.
Cada vez se sentía más confusa. ¿Qué era aquello de que su
hermano tramó el que Jovino y ella se quedaran a solas?, ¿qué era
aquello de los sentimientos que tenía su amigo hacia su hermano?,
¿qué era toda aquella discusión tan incomprensible y de la que su
hermano cada vez estaba menos eufórico y más callado dejando
hablar sin parar a Jovino?
Ya se estaba inquietando y lo que estaba oyendo la descolocaba
totalmente; ya no deseaba intervenir en la conversación; ya nada de
lo que estaba escuchando tenía sentido alguno; se sentía engañada
por su propio hermano; ya no podía aguantar más allí sentada.
Se disponía a irse cuando oyó a su hermano gemir y hablar
con voz entrecortada.
Se quedó quieta apoyada en la mesa. Sus piernas no la dejaban
avanzar. Sentía deseos de entrar y protegerlo, ¿pero de qué?
-Por favor, no me hagas más reproches sin pensar lo que llevo
sufrido desde el momento en el que descubrí mi enfermedad-replica
Laureano-.
-¿Por qué hablas de enfermedad?, de eso ya hemos hablado
muchas veces. Ni eres un enfermo ni un degenerado. No es culpa
tuya tener esas inclinaciones. Bien nos lo ha dicho Don Fausto. Sólo
en lugares tan incultos como este país donde vivimos se cree en tales
argumentos. Los libros que nos ha prestado eran libros que nos
aclaraban bien las razones de tu comportamiento. Si te hubieses ido
de aquí como él te propuso no vivirías esto como un trauma.
-¿Por qué hablas en singular?, ¿por qué no pluralizas?, porque
tú ¿dónde te incluyes?
-No sé… yo estoy seguro de que llevaría una vida normal
junto a una mujer, y por eso tengo tantas dudas de la atracción
que pueda sentir hacia a ti. Tantas veces llegué a pensar que si no
descubriera el sexo a tu vera, quizás no sintiera esta inclinación
que a mí también me hace sufrir, pero no por vergüenza, sino por
dudosa.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Ahora, yo soy también causante de tu extravío.
La joven, cada vez se sentía más angustiada, apenas
comprendía de qué se estaban acusando, pero pese a su ignorancia,
algo podía sacar de aquella conversación tan dura. Sentía ganas
de vomitar. La habían utilizado para disfrazar su deformación. Su
hermano era maricón y su amigo lo ponía en duda. ¿Acaso era eso
lo que estaban debatiendo?
Por momentos la conversación se volvía más trágica:
-No es hora de buscar culpables, Laureano, es hora de
solucionar el problema de tu hermana. Ella está dispuesta -como te
he dicho- a poner al corriente a tu madre de su relación conmigo. Yo
no quiero hacerle daño, pero piensa que si me comprometo con ella
me la llevo lejos de ti y de toda la familia y nunca más nos volverás
a ver. No deseo tener contigo ninguna relación, así que si me quedo
con ella espero que seas tú quien te alejes de mí, que no me persigas
y que dejes de comprometerme. ¿Por qué no has pensado antes en el
lío en que nos metíamos con tu ocurrencia?, ¿por qué me dejé
enredar por ti?
-Pensé que si llegabas a comprometerte con mi hermana, yo
sería capaz de olvidarte, de dejaros en paz. Tú sabes que la quiero y
que deseo para ella lo mejor.
-¿Y tú crees que lo mejor pudiera ser yo precisamente?, ¿yo
con mi mundo lleno de dudas?
-No sé… no sé lo que pensé. Estaba desesperado y al no estar
mi madre en casa, era una buena ocasión para poner fin a todo
de la mejor manera. Ya te he dicho que observaba en mi hermana
una debilidad especial hacia ti, y estaba seguro de que sentía algo
más que simpatía. Sé que fui un inconsciente. ¡Perdona amigo, por
Dios, perdona!, ¡por lo que más quieras, no me abandones!
-El hecho de ser como somos no nos exime de comportarnos
como hombres, así que déjate de pamplinas y veamos cómo
resolvemos esto.
-Entonces sólo nos queda una salida, convencer a mi hermana
de que no haga tal cosa y que siga esperando.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-¡Y dime tú cómo lo vas a hacer, si está deseosa de poder
aclarar nuestra relación! Yo estoy pensando que lo mejor para ella y
para todos es que yo le dé un serio motivo para que se enoje tanto
conmigo que ya no quiera seguir adelante. La cosa es saber lo que
hacer para que la enfade, pero que no le haga un daño excesivo.
-Pero tendremos que andar rápido, ella en cuanto lleguen
mis hermanas seguro que se lo contará, y luego será más difícil
ponerle fin a este desastre.
A Angustias, le estaban entrando unos tremendos deseos de
entrar en el despacho y dar ella por zanjada la triste historia. Ahora
comprendía las razones por las que su hermano no les dejaba ni un
minuto a solas, y porqué Jovino la evitaba y estaba tan serio.
-Y yo, ¡tonta de mí!, pensando que estaba dolido -se decía
ella-.
Aguantó tanto como pudo el deseo de gritarles, incluso de
golpearlos. ¡Cómo pudieron jugar así con ella? No quería que la
oyesen llorar, así que se tragaba sus lágrimas. No sabía si podría
salir de allí. Su cuerpo estaba tan hundido que le parecía que todo
lo que estaba oyendo no se refería a ella. Sabía que aún le quedaba
mucho tiempo para poner todo aquello en orden, y no tenía muy
claro en aquel momento, si lo que más le afligía era descubrir la
vida tan indigna de su hermano y de su amigo o el hecho de que le
hubiesen engañado.
Mientras tanto, los verdugos de sus buenos sentimientos y
del amor que ella había idealizado -quizás por que no había llegado
a vivirlo ni a notarlo tan de cerca como para disfrutarlo en su propia
carne- seguían inmersos en sus reproches, en sus manipulaciones y
en sus sucios secretos. Ella se sentía desolada, asustada y cruelmente
herida. Atormentada, decidió irse de aquella habitación donde
acababa de perder su virginidad espiritual.
Tambaleándose, se dispuso a apartarse de aquel lugar tan de
prisa como pudo, pero no llegó muy lejos. En el último escalón que
separaba el granero del césped del campo, retorció un pie y se cayó
dando con su débil cuerpo contra el suelo.
114
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Aún tratando de acallar su grito, no pudo contenerlo ya
que el dolor fue tan intenso que aquellas lágrimas contenidas,
salieron como un torrente. Al momento llegaron muy asustados
Jovino y Laureano que trataban de socorrerla, pero ella se negaba
a que la tocasen y no se dejaba atender, y ellos desconociendo el
comportamiento de la joven, pensando que estaría muy dolorida,
trataban de calmarla. Jovino la cogió en brazos y subió hasta la
habitación dejándola tendida sobre la cama mientras su hermano se
apuraba a quitarle los zapatos. Al final se dejó ayudar. El dolor era
tan intenso que temía haberse roto los pies.
Fue rápido Jovino en decidir. Como si hasta ese momento
no hubiesen estado discutiendo, los dos jóvenes comenzaron a
colaborar en equipo, tal y como siempre hacían ante cualquier
inconveniente, y en esta ocasión, si cabe, con más diligencia. Jovino
le pidió a Laureano que fuese a buscar el coche, porque tenían que
salir rápido con ella al médico. Él también temía que al menos
en una pierna hubiese una fractura. Mientras su hermano iba en
busca del vehículo, Jovino trataba de calmarla con caricias e incluso
intentó darle un beso en la frente, pero ella lo rechazó con tanta
brusquedad que llenó de confusión al muchacho que, confuso y
sin saber qué hacer ni qué decir, se le quedó mirando durante unos
instantes. Algo se le estaba viniendo a su mente, algo horrible.
Espera equivocarse y que lo que estaba pensando no fuese cierto,
porque no se lo perdonaría nunca a si mismo.
-Sólo trataba de hacerte sentir más reconfortada. No sé qué
otra cosa puedo hacer mientras podamos trasladarte a la clínica -le
dice Jovino-.
-Pues no te sientas obligado conmigo -respondió ella- con
tono entrecortado y un tanto agresiva.
-¿Desde dónde te has caído?
Ella no le dio respuesta, y pese a ello, él insistió. El
comportamiento de Angustias aunque estuviese muy dolida no
correspondía a su educación ni mucho menos a su buen carácter.
Era lógico que el dolor la hiciese estar irritada, pero parecía que
había algo más. ¿Por qué aquel comportamiento contra él y su
115
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
amigo? Sospechaba y temía que lo peor no solo fuese una fractura
en una pierna, si no que también hubiese una fractura en el corazón
de su buena amiga.
Por más que insistía para saber de dónde salía la muchacha
cuando se cayó, ella se quedaba callada, y como mucho, le respondía
con evasivas. Eso le hacía confirmar que la conversación con su
amigo no se había quedado sólo entre aquellas paredes.
Al fin llegaron a la clínica. Ya desde la casa habían avisado
al doctor para que estuviese al tanto de la llegada de la paciente. El
camino no era largo, pero a los tres se les hizo eterno, y más aún a
Jovino que era el que sospechaba de la tragedia que aquella chica
estaba viviendo al margen del accidente.
Mientras estaba siendo reconocida por el doctor, Jovino hizo
participe de sus sospechas a su amigo. Laureano no quería aceptar
aquel argumento, pues sería excesivamente cruel con su hermana,
y sobretodo, con él. ¿Qué pasaría con él a partir de ese momento?
¿Y si su hermana, herida en lo más profundo de su ser, decidiese
descubrir su eterno secreto?
-Eres un egoísta -dice Laureano-. En este momento sólo te
preocupas de ti. Ésta es la razón amigo por la que nos estamos
viendo en este atolladero. ¿Es que ni por un momento puedes
aparcar tu ego?
-No fastidies, ¿tú no entraste al trapo?, ¿te he puesto una
pistola en el pecho?
-Dejémoslo ahora. Creo que con más reproches no vamos
a solucionar nada. Lo que tenemos que hacer en este momento es
actuar con inteligencia y sobretodo pensar en tu hermana que es la
más perjudicada en nuestro juego.
La mirada de Laureano se quedó fija en Jovino. Con ella hizo
patente su rabia y sus reproches hacia su amigo. Pensaba, que estaba
tan acongojado por lo ocurrido, que estaba desvariando. ¿De dónde
sacaba él que su hermana estaba al tanto de aquella conversación?
Prefería no seguir escuchando aquella absurda especulación.
116
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Decidieron ambos guardar silencio, pues no era el momento
ni el lugar, y a la vista estaba que tenían distinta manera de
enfrentarse a la situación.
Cuando salió el doctor al encuentro de Laureano, le confirmó
la rotura de la pierna derecha y un esguince en el pie izquierdo. Al
retorcer el pie se hizo el esguince, la rotura fue a causa de la mala
postura en que se cayó.
Desde la clínica la trasladaron al hospital donde la escayolaron
y la dejaron ingresada durante varios días.
Por fin lograron calmarle algo el dolor, y de esa manera con
ayuda de un somnífero pudo pasar la noche un poco más relajada.
Pero muy temprano se despertó. Si no fuese porque tenía la pierna
colgada de unos soportes y el pie vendado, no hubiese caído en la
cuenta de dónde se encontraba. La luz que entraba por la ventana
era tan tenue que no dejaba entrever los objetos de la alcoba. Buscó
en un primer momento la puerta y la llave de la luz, pero no las
situaba. El dolor comenzaba también a despertar, y eso le hizo
tomar conciencia de su situación.
-Más me hubiese gustado perder la conciencia para siempre
-pensó ella-. ¡Era tan sucia e ingrata la realidad a la que estaba
sometida!
Comenzó a darle vueltas a la cabeza. No sabía cómo
enfrentarse a tan penosa situación. Sus fracturas se curarían y no
le dejarían secuelas, según le había dicho el médico, y su hermana
Felisa ya se había ocupado de buscarle la mejor habitación posible
del hospital. El hecho de que fuese enfermera le daba oportunidad
para poder proporcionarle unas buenas condiciones en el centro a
Angustias.
En el silencio de la alcoba trataba de poner orden en su vida
y entre visita y visita buscaba la mejor manera de comportarse, pues
nunca se había visto en la necesidad de defenderse de nada ni de
nadie.
No estaba tan sola como ella deseaba. Al momento llegó
Jovino acompañado de su hermana que le había conseguido un
permiso para entrar a visitarla cuando lo desease, pues sabía que
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Angustias se pondría muy contenta, porque era conocedora de lo
mucho que apreciaba a su amigo.
Al verlo entrar tan temprano con aquel ramillete de flores y
el libro que él sabía que estaba leyendo en aquellos días, se quedó
muy sorprendida y apenas pudo reaccionar cuando oyó la voz de su
hermana que le comunicaba con aires muy alegres:
-¡Buenos días, querida!, ¿has visto quién te ha venido a visitar
tan tempranito?
Sin darle tiempo a responder, el joven le entregó las flores
y le enseñó el libro mientras depositaba un tímido beso sobre su
cabeza.
No pudo reaccionar. Su hermana se adelantó a recoger las
flores y salió a buscar un jarrón donde colocarlas. Mientras, Jovino
parecía no querer dejar ni un hueco libre para que la joven pudiese
responderle y le dijo:
-Mira, te he traído el libro que estabas leyendo, pues se
lo he pedido a tu madre ayer por la noche. Estaba la mujer muy
disgustada, pero ya la hemos tranquilizado. Luego la traerá tu
hermano. He venido yo ahora para después quedarme al tanto de
la hacienda mientras ellos están aquí contigo. Si lo deseas vendré
cuando lleguen de vuelta para estar hasta la hora que me dejen y
que no se te haga tan larga la noche.
-No hace falta que te molestes en venir; aquí no necesito de
nadie; estoy bien atendida. Este tiempo lo tomaré como si fuesen las
vacaciones que nunca tuve, así que, por favor, ocúpate de tu trabajo
si lo deseas, pues yo estoy bien.
-Comprendo tu situación. Precisamente en fechas tan
señaladas no habrá sin ti Navidad ni nada que se le parezca, pero
no te preocupes, yo estaré contigo y vendré a pasar la Nochebuena
a tu lado, pues lo hemos hablado tu hermana y yo. Vendremos los
dos, ella está encantada.
-Ya te he dicho que no hace falta. Además, ¿qué dirá la gente?,
¡un hombre metido en la habitación de una chica!, entre tú y yo no
hay ningún vínculo familiar, así que yo no quiero equívocos; date
cuenta que mi hermana trabaja aquí y no sé cómo lo verían sus
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
compañeras. No tengo ni el más mínimo deseo de dar qué decir ni
de comprometer a nadie.
-Dime a las claras que no me deseas ver, y luego, te pido por
favor, que me digas qué razones tienes para ello.
-¿Tú crees que tengo que tener alguna razón para velar por
mi honra?
-¿De qué estás hablando?, ¿es que acaso yo te he violentado
alguna vez, y desde que se fue tu hermana, no está la puerta de la
habitación abierta?, ¿no estamos a la vista de todos? Nunca te has
preocupado de estas cosas, ¿por qué ahora?
-Nunca hemos estado a solas en una habitación, ¿o sí?, porque
yo no me acuerdo.
-Un salón, un despacho, la cocina, las galerías, ¿no son
recintos en los que en muchas ocasiones hemos estado a solas en tu
casa? ¿En qué se diferencian esos lugares de este?
-No te voy yo ahora a descubrir la diferencia de una cocina
con una habitación; allí hay mesas y sillas, aquí camas.
Tal y como le respondió se dio cuenta del gran error cometido,
de la tontería que había dicho y notaba cómo su rostro se enrojecía.
No podía disimular el bochorno que le produjo su imprudencia,
y en su cara estaba bien visible. Cuanto más trataba de disimular,
más se reflejaba.
Con una sonrisa contenida, Jovino hizo oídos sordos. Lo que
quedaba bien claro es que, su hasta entonces más que amiga, estaba
muy alterada y él tenía muy claras las razones. Guardó silencio en
espera de que llegase a salvarle Felisa. No tardó en llegar con un
bonito jarrón donde ella decía que luciría muy bien el ramillete de
flores que su amigo sustrajo del jardín con tanto cariño.
Al momento de llegar Felisa, Jovino se despidió con mucho
tacto para que no se le notase que estaba incómodo.
Cuando se disponía a salir de la alcoba Angustias le sorprendió
con una sugerencia muy sutil:
-No hace falta que madrugues tanto para venir, con que
vengas después de acabar las faenas, basta. ¡Ah!, y sí me parece bien
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
que paséis conmigo la Nochebuena mi hermana y tú, pero ten en
cuenta que lo hago para que madre no esté preocupada.
Los dolores, de menor intensidad por el efecto de los
calmantes, dejaron relajarse un poco a Angustias. Eso le dio lugar
para concentrarse en su verdadera preocupación que le dolía más que
la rotura de sus huesos que tendrían cura e incluso no le quedaría
una cicatriz, al menos visible. De la herida de su corazón nunca
lograría recuperarse; jamás se repondría; la cicatriz sería eterna,
pues lo que descubrió no era una simple historia de desamor. Era
vergonzoso. La traición no era de un amante. La infidelidad no
era de un novio ni de un esposo, era la traición de un hermano sin
escrúpulos que la utilizó para ocultar sus vergüenzas.
Aquellos días, enclaustrada allí entre aquellas blancas
paredes, entre aquellos olores a botica, a cloroformo, a perfumes
que se entremezclaban cuando las mujeres que visitaban a los
enfermos pasaban por los pasillos, aquellos lamentos dolorosos
que llegaban desde las habitaciones donde pacientes graves en la
mayoría de las ocasiones expiraban entre los llantos y lamentos de
sus acompañantes, no era el mejor lugar para poner su mente en
orden, pero Angustias sabía que menos aún sería en su casa, donde
continuamente tenía que encontrarse con su hermano y tenía que
demostrar a su madre y hermanas que allí nada había pasado. De
manera que a pesar de todo lo incómodo que le resultara la estancia
en el hospital, tenía que aprovechar para tomar una resolución.
Sí la tomó, y decidió guardar silenció, no decirle a su hermano
que estaba al
tanto de su doble vida, de su ruin comportamiento, y mucho
menos, decirles a su madre y hermanas que estaba enamorada de
Jovino, ni el engaño de su hermano. Nada, no diría nada, pues
sería su eterno secreto. ¿Para qué dañar a su madre?, ¿para qué
indignar al resto de la familia?, ella estaba segura de que jamás
otro hombre volvería a conquistar su corazón. El desamor se podrá
curar, pero jamás lograrán que olvide aquel hecho tan nefasto. Si al
menos viviese en otra familia… porque si se enterasen de aquello,
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
vivirían avergonzados para el resto de su vida. Jamás permitirían ni
aceptarían tan dura realidad.
La decisión ya estaba tomada, de manera que la Nochebuena
y el resto de los días que pasó en el hospital recibió la visita de su
hermano al que le costaba mucho mirarlo a la cara, y la de Jovino,
que aunque parezca mentira, lodisculpaba más que a Laureano.
Tras la vuelta a casa buscó la manera de hablar a solas con
Jovino. Con mucho esfuerzo por su parte, ya que el tobillo no lo
tenía del todo curado y la pierna seguía escayolada, se fue acercando
con la ayuda del guardián de la finca al granero, a la vez que tuvo
que ocultarse de su madre.
Jovino estaba muy nervioso cuando acudió a su llamada.
Ella fue pronta en aclarar las razones que la llevaron a encontrarse
con él:
-Querido amigo, no quiero hacer muy extensa esta
conversación. He pensado mucho cómo enfrentarme a ti en este
momento para decirte lo que vengo pensando desde hace unos días.
Voy a ser directa. Creo que es lo mejor para ambos.
He decidido que nuestra relación no tiene fundamento ni
futuro. Que todo fue una ilusión momentánea, una tontería de
jovencita que no ha pensado con seriedad lo que significa una
relación entre un hombre y una mujer. Así que he decidido el
no poner al corriente a mi madre de nada de lo ocurrido en su
ausencia. Es decir: quedas libre de todo compromiso conmigo. No
deseo hacerte daño, pero ni yo estoy segura de que seas el hombre
de mi vida, ni que quizás tampoco sea yo la mujer de la tuya, y más
bien pienso que estoy muy lejos de serlo.
-¿Por qué me has citado aquí para decirme esto, Angustias?
Angustias durante unos segundos guardó silencio. Mirando
de frente a Jovino le respondió:
-Parece ser, amigo, que este es el mejor lugar para dejar al
descubierto los verdaderos sentimientos que guardamos dentro de
nuestros corazones.
Con voz temblorosa, Jovino se atrevió a dejar salir también
de su interior sus sentimientos:
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Te pido perdón por el daño que te he hecho, amiga mía.
Quizás nunca supieses la verdad si él no se interpusiese entre
nosotros. Yo no estoy muy seguro de nada, pero sí lo estaba de
que tú eras mi salvación. Yo sí que he llegado a tener buenos y
sanos sentimientos hacia a ti, y jamás quise hacerte daño, jamás
pensé en que nuestra amistad acabaría de manera tan lamentable.
Perdóname, por favor. Te prometo que saldré de tu vida lo antes
posible. Te agradezco tu silencio, tu cauto comportamiento.
-Qué sabes tú de lo que yo siento, y de lo que estoy viviendo.
Nadie sabe ni sabrá cosa alguna sobre mí, pero te pido un favor,
deseo que jamás se sepa que tú sospechas lo que sé.
-Así será, pero dime:
-El día que te caíste salías de aquí, ¿verdad?, del granero.
Con gesto doloroso, y con lágrimas en los ojos aún
disimuladas, Angustias asintió con la cabeza.
Sin saber cómo, los dos viejos amigos se fundieron en un
fuerte y emotivo abrazo, un abrazo que sabían ambos que jamás
con tanto cariño, respeto y sinceridad se lo darían a Laureano, ni él
por ser su amigo, ni ella aun siendo su hermana.
Muy emocionado y con gesto de culpabilidad, Jovino, de
nuevo pidió perdón y se despidió de ella.
Angustias, en aquel mismo momento, supo que nunca más
volvería a ver a su amigo. Eso la puso muy triste, y llegó a pensar por
un momento en pedirle a Jovino que se la llevase con él. Sabía que
para el resto de su vida se vería cerrada en aquella enorme mansión
donde la voz más alta que se oía era la de los rezos de su madre,
que llegaba a todos los rincones del gran salón, donde se reunían
los habitantes de la casona. Sí, sabía que allí cerrada, acabarían sus
huesos “per saecula saeculorum”.
Sin previo aviso, Jovino se fue del pueblo, y Laureano
comentó a la familia que ya llevaba tramando su marcha desde
hacía un tiempo. Angustias, sabía que no era cierto, pero una vez
más silenció su voz. Con una mirada fulminante dio a entender a su
hermano que a ella no lograba engañarla. Él no se dio por aludido,
pero poco a poco no le quedó más remedio que admitir que su
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
hermana a pesar de no decirle nada estaba muy alejada de él. Sabía
disimular ante la anciana, pero no había manera de acercarse a su
hermana cuando estaba a solas con ella.
No cayó en el vacío la desaparición tan repentina de Jovino
pese a las explicaciones de Laureano. Cada día salía a colación el
porqué de su marcha sin despedirse y sin comentar algo previamente.
La anciana se sentía molesta, lo llamaba desagradecido y decía eso
tan manido de:
-“Cría cuervos y te sacarán los ojos”, a lo que su hijo
contestaba:
-Madre no ha querido despedirse porque le daba mucha
lástima hacerlo. Se fue muy triste, pero hizo bien, porque él tenía
que buscarse un futuro y aquí vivía de un sueldo, pero él aspiraba
a más, a poder seguir estudiando. Reconoce que no tenía bienes
propios, así que, aquí nunca alcanzaría más de lo que poseía.
Pensaba Angustias, que por lo menos su hermano trataba
de dejar en buen lugar a Jovino. También observaba cómo daba
por supuesto que su amigo no tardaría en regresar. Percibía que su
hermano era tan orgulloso que pensaba que Jovino sólo a su vera se
podía sentir a gusto y protegido.
Estaba segura de que la marcha de su amigo le vendría muy
bien para encontrar su camino sin las coacciones de su hermano.
Cada día sentía más el no haber sido lo suficientemente valiente
para irse ella también.
Tras la muerte de su madre, Laureano comenzó a meterse
en sí y buscaba con desesperación el perdón de su hermana.
Nunca habían hablado de lo sucedido aquel aciago día, pero tras la
conversación con su ausente amigo le quedó meridianamente claro
que su hermana estaba al tanto de su secreto, y aun peor, de cómo
él había jugado con los sentimientos de ambos.
Estaba muy arrepentido, pero ya no había vuelta atrás. Se
sentía muy solo y abatido. Su amigo, ni había retornado ni había
dado señales de vida. Estaba bien claro que no deseaba saber nada
de él y hasta la madre de Jovino le respondía con evasivas y siempre
con la misma respuesta:
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Cuando sepa algo, ya te lo haré saber, pues no tiene un lugar
fijo, así que nosotros tampoco tenemos a donde dirigirnos a él.
Ya no le preguntaría más, era absurdo, sabía que nunca le
diría dónde estaba. ¡Qué les contaría a sus padres para marcharse
de la noche a la mañana! ¿Y si lo sabían todo? ¡Gracias que su madre
se fue de este mundo sin estar al día de su vergüenza!
Su amigo le solía decir que no era nada para avergonzarse,
pero él huyó, aun- que es posible que no huyese de su cuerpo sino
del amigo por haberle hecho tanto daño. Reconocía que lo tenía
atrapado, que no le había dejado confirmarse en si mismo, que
mientras él tenía muy claro cuales eran sus apetitos carnales su
amigo estaba lleno de dudas. Sentía que su sexualidad no estaba
muy clara, que no le negaba que se sentía atraído por las mujeres, y
sin embargo, ¿por qué le correspondía a él?, ¿sería que lo tenía muy
absorbido? No le había dado opción a otra cosa, y por su mente
pasaban aquellos primeros escarceos que tuvieron en sus años de
adolescentes. Su amigo descubrió el sexo a su lado, pero él ya lo
había descubierto aquel verano junto a aquellos amigos de la familia
que lo llevaron a Santander de vacaciones. Él si había experimentado
con chicas, pero siempre había tenido claro que no se sentía muy
cómodo junto a ellas en esas ocasiones tan especiales; sin embargo
en cuanto descubrió cómo su amigo de la infancia se había hecho
un mozo guapetón y fornido, puso sus ojos en él y no le dejó ni a
sol ni a sombra.
La vida de los hermanos transcurrió para siempre uno
junto al otro, e ironías de la vida, a pesar de tanto sufrimiento, se
acostumbraron a vivir silenciando el pasado y sobreviviendo el duro
presente, sin esperar un futuro mejor.
Angustias, se sentía muy dichosa aquel día de su cumpleaños,
pese a que sólo pudieron estar presentes dos de sus hermanas con
sus tres hijos, nietos y bisnietos.
Sus otros sobrinos estaban muy lejos y ocupados para estar
presentes. La muerte del resto de las hermanas y la de su hermano la
había dejado muy sola, pero no se quejaba, pues gracias a su buena
economía nunca le faltó ayuda e incluso estaba muy segura de que
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
el excesivo cariño que algunos de sus sobrinos le profesaban, no era
casual. Ni siquiera amor familiar. Era lo mismo, la verdad es que
nunca la dejaban sola.
La sobremesa se alargó durante un buen rato. Los jóvenes
estaban animados, deseaban hablar y hablar sobre las anécdotas
familiares y de los vecinos del pueblo. Sentían verdadera curiosidad
por saber cosas del pasado. Para ellos todo era novedad y causa de
risotadas.
Les parecía mentira que fuesen tan estrechas las mujeres
de su familia -decía Lucita-. Y las demás -decía su abuela- que a
continuación añadía:
-Una mujer formal tiene que guardar las formas, y por eso
no son unas estrechas, lo que ocurre ahora, es que sois demasiado
anchas.
Tras estos y otros comentarios, la más jovencita, con su
natural inocencia y espontaneidad le preguntó a la solterona tía:
-¿Y tú, tía Angustias, nunca has tenido novio?
Angustias, se quedó muy sorprendida por la pregunta, y aún
más sus hermanas y sobrinas al oír la respuesta:
-Sí, jovencita, sí que lo tuve.
-¡Mira esta!, ¿pero qué dices? -responde su sobrina mayor-.
No hace falta que te disculpes, no es obligatorio haber tenido novio.
Ahora ya ves que nadie dice eso de quedarse para vestir santos. La
juventud pasa de eso. Hay muchas mujeres que no quieren casarse,
¿sabes?
- Yo sí soñé con casarme, y sí tuve novio.
Con ademán disimulado Felicidad -la hermana mediana de
Angustias- hizo callar a la pequeña, e insinuó que su tía estaba un
poquito ida.
Angustias se enojó y con gran ímpetu exclamó:
-Jovino fue mi único novio, y fue muy bonito mientras duró,
pero ciertamente no por mucho tiempo.
-¿Quien?, ¿Jovino?, ¿cuándo y cómo?, porque nadie lo supo.
-Nadie no; sí lo supo nuestro hermano.
-¿Y…?
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-¡Y nada!, porque nuestro hermano lo echó todo al traste, así
que nunca llegué a decírselo a nadie.
-¿Han sido esas las razones por las que Jovino desapareció de
nuestras vidas de la noche a la mañana?
-Esas, queridas, esas precisamente.
-¿Y qué razones tenía nuestro hermano para…?
-Todas y ninguna. Nunca lo hemos aclarado. Jovino se fue,
así que ya no teníamos más que hablar. Ellos sabrían lo que pasó.
-No es de extrañar. El tío siempre ha sido muy posesivo y un
consentido, por eso no se buscó una mujer, ¿quién le iba a aguantar
lo que tú, tía, le has aguantado? -dijo su sobrino- que hasta entonces
había guardado silencio.
-Sí hijo, sí que le he aguantado, y nadie sabe cuánto.
La pequeña Lucita ya estaba aburrida de tanta conversación.
Ya sabía que su tía había tenido novio, así que ya no pensaría más
de ella que era una rancia solterona.
Lo que ahora deseaba, como muchas otras veces, era ver
fotos de sus abuelos, bisabuelos y amistades, pues la divertía ver
como vestían en el pasado y comprobar si era cierto que la moda
que ahora se lleva era semejante a la de los tiempos de juventud de
sus abuelos.
Angustias, se dirigió al aparador de la sala a por el álbum, y
decidió pasar por la galería al mismo tiempo para cerrar un poco
las ventanas porque comenzaba a refrescar. Allá al fondo del jardín
divisó a su sobrino paseando junto a su amigo. Al disponerse a ir
hacia la sala volvió la mirada de nuevo. No le parecía cierto lo que
estaba viendo:
-¡Oh, no!, ¡Oh Señor, no!, ¡Dios mío!
Apoyado en la puerta del granero su sobrino besaba con
pasión a su amigo. Ambos cogidos por la cintura se adentraron en el
granero. No era una alucinación, era real. Se apoyó en la barandilla
del balcón -pues le flaqueaban las piernas-. ¡Dios Santo!, la historia
se repite –pensó-.
A su espalda, su sobrina le sorprendió con palabras muy
claras y decididas:
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Deja tía a esos empalagosos. ¡Los enamorados son un fastidio
y unosirremediables ñoños!
-¿Qué dices niña? -responde Angustias, asombrada de tal
desparpajo-.
-Eso es lo que dice mi madre cuando los ve, y decía lo mismo
de mi hermana cuando era novia de mi cuñado.
-¿Tu madre sabe que tu hermano tiene novio?
-¡Anda esta!, y cómo no lo va a saber si siempre están juntos.
Por eso vienen con nosotros.
-Ya, claro, tienes razón -le contesta a la niña sin salir de su
perplejidad- y añadió:
¿Y tu abuela también lo sabe?
-Sí, ahora sí. Se lo han dicho hace tiempo. Mi madre no
quería decírselo por temor a que le diese un “patatús”, pero no le
dio, ya ves.
-Sí, sí, ya veo criatura.
-¿Tía ya tienes las fotos?
-Sí niña, no me apures que yo no soy tan joven como tú.
Ahora mismo te las doy.
Encaminándose hacia el aparador, Angustias pensaba en
tanto sufrimiento acumulado a lo largo de sus años, en tanto dolor
de su hermano y de su amigo, en tanto secreto que ahora hasta su
hermana admitía y en aquellos amores que no hace mucho serían
causa de presidio.
Y su buen amigo, gracias a que se fue del pueblo pudo
recomponer su vida. Según cuentan, tuvo mucha suerte con la
mujer, que le dio unos preciosos hijos. De lo que estaba segura
es de que aquella mujer jamás compartió con él, secreto tan bien
guardado, como ella supo hacerlo.
Era muy posible que él nunca la trajese al pueblo para
apartarla de los comentarios, pues se temía que hubiese alguna que
otra sospecha entre los trabajadores de la finca.
Al volver al salón miró hacia el jardín. No se vislumbraba el
más mínimo ruido ni persona alguna paseando por allí. Sospechó
que aun estarían en el granero. Aquel lugar le traía bellos recuerdos
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
de su infancia, de los juegos con su hermano y amigo junto a los
hijos del capataz y los demás empleados de la casa. Ella había sido
más afortunada en su niñez que sus hermanas que siempre habían
estado bajo la tiranía de su abuela y después de su madre.
Al estar cercana en edad a su hermano, fue más libre
para jugar por el jardín y por el pajar donde se cobijaban de las
inclemencias del tiempo. Aquellas largas tardes jugando al parchís,
a la oca, a las sílabas o dibujando, sus compañeros estaban muy a
gusto a su vera, ya que ninguno disfrutaba de tantas cosas como
ella poseía, pero era feliz compartiendo sus juegos, sus pinturas,
las cuartillas e incluso la merienda, ¡cuántas veces en secreto se la
cambiaba a sus amigos!, ¡cuántas veces en secreto aprendió a decir
alguna palabrota que jamás se le ocurriría repetir delante de sus
padres!, ¡cuántos secretos guarda aquel viejo granero!... Su primer
beso, eso sí, en la mejilla, a su inolvidable amigo. Su declaración de
amor. Su derrota ante aquel amor imposible. Y ahora…
Como si supiese lo que estaba pensando, su sobrina la
interpela con gesto de impaciencia:
-¡Venga tía!, ¡déjalos en paz!, ya vendrán cuando quieran.
¡Estos enamorados!
LA MAÑICA
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Allá por los años sesenta, transcurrían los días tranquilos
en una pequeña villa de la costa cántabra. La llegada del verano
traía consigo a los veraneantes que llegaban de la capital dando un
poquito más de vida al pueblo montañés que durante el invierno se
adormece al amparo de las altas montañas. La cercanía de la costa y
de la montaña hacía un lugar idílico e irresistible para los forasteros
que buscaban reposo.
Por las mañanas, las gentes se apresuraban a bajar a las
pequeñas calas y darse unos baños, para a medio día acomodarse
en las tascas y chiringuitos donde tomaban el aperitivo; otros sólo
estaban obsesionados con ponerse morenos para estar a la moda,
y de esa manera también cuando retornaban a la ciudad podían
demostrar que habían estado de veraneo. Sin el menor cuidado se
dedicaban a brocearse bajo los rayos del sol, o más bien -diría yo- a
tostarse. Las tórridas tardes les dejaban sus pieles enrojecidas. Tras
el sacrificio que pasaban en los tostaderos, a algunos sus blancuzcas
pieles se les tornaban en rojizas, terminando con color de centollos
y pimientos morrones. Y es que verdaderamente, parecía que
habían pasado las horas puestos en un brasero volteándose panza
arriba y panza abajo. Luego, trataban de calmar los dolores con un
asqueroso mejunje compuesto de aceite, vinagre y no sé qué cosas
más. Desconozco de dónde salía la idea de que aquellos calmantes
caseros eran curativos, pero sí recuerdo que eran vomitivos y hacían
que entre el color de centollo y la pócima se asemejasen a una
vinagreta andante.
Con sus carnes doloridas y totalmente intocables, salían a
lucir el palmito llevando como un trofeo sus quemaduras y sus pieles
cayendo a tiras. Algunos exhibían aquellos cuerpos chamuscados
con orgullo, pues aparentaba un buen estatus social el poder salir
de veraneo, aunque la mayoría de las veces eran las familias de los
pueblos quienes los acogían.
Otras personas, después del baño retornaban a la villa y tras
una sustanciosa comida, dejaban su cuerpo en brazos de Morfeo; la
típica siesta Española no se les resistía.
132
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Los más intrépidos se dedicaban a dar paseos por los senderos
en torno a las montañas. Cuando llegaba el atardecer las gentes
se reunían en los lugares más hermosos del pueblo; el lugar más
atrayente para las enamoradas parejas era la verde colina por donde
despedían el día viendo la preciosa puesta de sol allá por el lejano
horizonte.
Cuando el ocaso llegaba sobre el pueblo, se extendía un
delicado aroma a madreselvas que se confundía con la fragancia
que despedían las flores nocturnas que adornaban los jardines. La
Dama de la Noche, tan blanca y hermosa, no pasaba desapercibida,
y no le iban a la zaga las Cattleyas -campanillas que según decían
las más ancianas lugareñas- irradiaban efluvios adormecedores.
Entre aquellas personas que disfrutaban del encanto y la paz
del pueblo, llegó una mujer que sobresalía entre las demás, aunque
seguramente ella desearía pasar desapercibida, pero le ocurría lo
que a la Dama de la Noche, pues su vestimenta llamaba la atención
de las gentes del pueblo y de los foráneos. No era menos visible
el resto de su atavío; su maquillaje blanquecino y coloretes que
resaltaban sus mejillas, contrastaban con los tostados tonos que
estaban entonces de moda. Las gafas muy oscuras, el peinado en
un recogido como el de una señora de alto postín y sus modales
tan delicados, parecían salir de la pantalla de un cine. Así que no
era difícil que los vecinos se fijasen en ella preguntándose de dónde
había llegado aquella extraña efigie que se asemejaba a una alegoría
de los personajes de una película de espías de los años cuarenta.
Llegado el final del verano se dieron cuenta de que la mujer
seguía en el pueblo, y se enteraron que estuvo instalada durante
un tiempo en una fonda, y que más tarde alquiló una casa en una
barriada de las más humildes del municipio.
En cuanto pasaron los rigores del verano la pequeña villa
retomó la vida cotidiana. Los niños comenzaron a la escuela, y los
padres continuaban sus trabajos más tranquilos porque los pequeños
estaban a buen recaudo en el colegio.
Sin mucho tardar se fueron enterando de que la extraña
señora pretendía dar clases particulares en su casa. Se ofrecía como
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
maestra para ayudar a los niños a hacer los deberes, ya que sus
padres, por lo regular, carecían de tiempo. Era una manera muy
delicada de anunciarse. Ella sabía que eran pocos los que podían
enseñar a sus hijos, ya que la mayoría de las veces los padres estaban
en inferioridad respecto a los conocimientos escolares de sus propias
criaturas. Así es como abrió sus puertas a la vida de la pequeña
villa.
No tardamos los niños en llenar la grandísima cocina de su
casa, y mientras tanto, algunos padres sentían un gran alivio al no
verse obligados a tener que disimular sus carencias ante sus hijos,
aunque en otros casos no eran esas las razones, más bien la causa era
por falta de tiempo y paciencia.
Las madres tenían bastante con las muchas responsabilidades
que se imponían dentro de la familia y con las faenas del campo,
aunque también era cierto que a parte de ayudarnos con la lectura y
escritura, poco más nos podían enseñar que las cuatro reglas.
En aquel invierno se incorporó con nosotros una niña llegada
de la capital. Sus padres se habían instalado en el pueblo; él era un
buen ebanista y en las montañas se podía adquirir buena madera
para tallar muebles.
La pequeña Julieta -como se hacía llamar- se hizo famosa por
sus fantasías. Se sentía muy halagada porque sus historias hacían
que los niños se sintiesen muy atraídos por ella. No parecía una
niña de nueve años, su cuerpo y su pretendida sabiduría hacía que la
viesen mayor. No dejaba de ser asombroso cómo los niños se sentían
encandilados por sus encantos, aunque luego, se diesen cuenta de
que no sabía tanto como presumía, pero eso sí, no le faltaba fantasía
y garbo. La señorita Loreto decía que tenía una colosal gracia, la
criatura.
La nueva maestra era una mujer de un trato muy agradable.
Con los niños se comportaba cariñosamente; le encantaban y
nos entendía muy bien. Todos la queríamos mucho aunque no
dejábamos de reconocer que era una mujer muy extraña.
Le gustaban mucho los gatos, tanto que por la casa andaban
ronroneando tres preciosos felinos de angora blancos y uno negro.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Nos decía que se los había traído de Rusia su hermano. Trataba a
los animales con tanto cariño, que parecía que fuesen bebés. Les
daba caramelos, y ellos se relamían maullando tras ella. Daba la
impresión de que le estaban pidiendo más golosinas. A los niños
nos obsequiaba con unos anillos de regalo que traían los caramelos.
Todos teníamos un anillo dorado que al momento de mojarse se
quedaba renegrido, pero no nos importaba porque a la vuelta de
unos días nos volvería a repartir otros nuevos.
En cuanto los niños comenzamos a clase, supimos que
había llegado de Aragón, aunque nunca precisó de qué localidad
exactamente. Por eso en el pueblo se la llegó a conocer por el
sobrenombre de “La Mañica”. Supimos que su hermano era profesor
de matemáticas y que vivía en Santander. También sabíamos que
tenía un sobrino en el Seminario del Hórreo. Su hermano estaba
viudo, y por eso el joven Daniel, cuando tenía vacaciones, las pasaba
junto a su tía. Fueron pocas veces las que lo vimos, pues cuando
llegaba a casa, apenas salía, y en cuanto nosotros llegábamos a clase
él se iba para la parte de arriba de la vivienda. Nos quedamos muy
sorprendidos cuando la señorita nos dijo que a su sobrino le gustaba
pasar los ratos leyéndole libros a su abuela, a pesar de que ella no lo
oía. Por eso subía para con ella cuando comenzaban las clases.
Julieta, le preguntó muy confusa:
-¿Pero qué abuela?
Mientras, los demás nos quedamos atentos a la respuesta, ya
que también nos habíamos quedado desconcertados porque nunca
habíamos oído ni visto a nadie en aquella casa, salvo a ella y sus
mininos, y enseguida respondió, de manera que parecía que daba
por hecho que estábamos al tanto:
-¡Mi madre!, ¿quién si no?
-Es que nunca la hemos visto, ¿cuándo vino? -comentó
Jaime-.
-Conmigo, niños ¿cuándo iba a venir? Si no la conocéis es
por que no sale de la alcoba.
-¿Está enferma? –pregunté-.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Algo así, pero dejémonos de preguntas, y ahora a seguir con
lo que tenemos que hacer.
Los niños, somos eso, niños, pero no bobos, así que decidimos
no seguir averiguando, pues a pesar de no ver a la señorita enfadada,
nos dimos cuenta de que no le gustaba que la inquiriéramos. Se
notaba que no quería hablar de su madre.
A su hermano nunca alcanzamos a verlo. Sabíamos que había
estado en casa porque la cestita donde guardaba los caramelos de
los gatos, de momento estaba llana a rebosar, y esos caramelos no
se encontraban en el pueblo. Además, cuando la “seño” abría el
armario, estaba lleno de cartuchos y latería, y en el aseo había varios
paquetes de jabón. Esos jabones eran los que traían los marineros a
sus familias cuando venían al pueblo. Nuestras madres, en casa sólo
usaban jabón Heno De Pravia para los días festivos o si íbamos al
médico, los demás días del año nos lavábamos con jabón Montaña
o Lagarto. Pero la señorita siempre olía a colonia de Maderas de
Oriente, y en su palanganero tenía una jabonera con un jabón
blanco de un delicado aroma. Ahora ya sabíamos que el famoso
jabón de tocador era Lux.
No nos explicábamos cuándo su hermano podía hacerle las
obras en casa, ya que nadie lograba verlo llegar ni marchar. Daba
la impresión de que no deseaba hacerse notar, pero era cierto que
debía ser un gran trabajador, porque cada vez que ella decía que
había estado en casa, descubríamos una obra nueva. O bien le
dejaba la cocina pintada, o le arreglaba las pequeñas averías. En
una de sus visitas, en el cuarto de los trastos, le hizo un retrete.
Todos nos alegramos pues cuando íbamos a clase debíamos ir ya
“cagados y meados”-así nos decían en casa- ya que la “seño” advirtió
a nuestras madres de que no tenía servicio, así que teníamos que
ir bien aliviados. Claro que era raro que en alguna ocasión no nos
entrasen ganas de hacer pis, y entonces no quedaba más remedio
que ir al cuarto de los trastos y en un cubo que tenía una tapa
de madera con un agujero vaciábamos nuestras vejigas. Los niños
salían a la calle, pero las niñas ya se sabe que lo tenemos más difícil,
así que aquel balde con su tapita agujereada era un buen apaño.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Pero pronto se rompió el encanto. No, no se podía abusar del nuevo
servicio porque se llenaría pronto el pozo negro y sólo se podía
vaciar una vez al año, y por lo tanto era para usos muy puntuales.
¡Y tanto! -decíamos nosotros-. Mientras, Alberto se reía repitiendo:
¡Sólo para cagadas puntuales, jajajajaja…!
Volviendo al retrete, tengo que decir, que poco a poco, fue
tomando forma de un verdadero cuarto de baño de los que salían
en las películas. Cerca de la tacilla la señorita colocó dos cubos de
porcelana blancos que estaban adornados con unas bonitas flores.
Uno era pequeño, pensando en nosotros, y otro grande; ambos
estaban siempre llenos de agua, preparados para limpiar el escusado
después de usarlo. También había un precioso palanganero de
mimbre, con un espejo que se podía mover hacia atrás y hacia
delante; una palancana de porcelana, salpicada de florecillas,
hacía juego con la jarra que estaba en la parte de abajo; la jabonera
junto al portapeines y el vaso del cepillo de dientes, eran también
conjuntados. Unas bonitas toallas de color rosa y puntillas blancas
colgaban a cada lado. El portarrollos también hacía juego con
los demás elementos. Un tiempo después apareció una bañera de
hierro con unas preciosas patas que parecían pezuñas; por dentro
era muy blanca y tenía un grifo de color oro. Algunas de las niñas
decían que era de oro macizo. -¡Qué barbaridad! -nos decían en
casa cuando lo comentábamos a la vez que nos regañaban por ser
tan fantasiosas-. La preciosa bañera tenía un desagüe del que nacía
un tubo de plomo que salía por un agujero a la cuneta, en donde
también desaguaban los fregaderos de las cocinas.
De la pared colgaba un enorme balde de zinc que antes había
servido de bañera, y ahora seguramente que el único mandado que
tendría, sería para hacer la colada. A su lado estaba colocada la
tabla de lavar y un cestito con pinzas; no faltaba la pastilla de jabón
de la marca Montaña y una botella de lejía Conejo. Estas piezas
terminaban de dar forma a aquel nuevo local.
Afuera, en lo que quedaba del cuarto trastero, su hermano le
colocó una estantería que pronto llenó de cacharros, latería, zapatos,
maletas y demás enseres de limpieza de la casa.
137
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
En el lado izquierdo de la cocina había una puerta que daba
a una sala por donde la señorita se perdía de vez en cuando y que
sospechábamos que era para ir a ver a su madre. Al abrir la puerta,
nosotros también abríamos unos ojos como faros para ver lo que se
escondía tras las oscuras cortinas estampadas en verde y marrón.
La señorita Loreto, parecía que estaba acostumbrada a andar entre
tinieblas, ya que nunca encendía la luz pese a la penumbra de la
estancia.
En la clase de la tarde nos juntábamos los niños mayores.
Éramos los que íbamos a las escuelas públicas, y nuestra edad
estaba entre los nueve y once años. Los niños eran más que las
niñas y algo mayores que nosotras: Celia, Blanca, Julieta, Olga,
Milagros y yo hacíamos la pandilla de las féminas, y los chicos eran:
Falín, Edelmiro, Tomás, Alberto, Fran, Jaime y Manuel. Todos nos
llevábamos muy bien, nunca reñíamos y nos ayudábamos los unos
a los otros. Creo que esto debía de ser consecuencia del buen hacer
de la señorita Loreto.
La fabulosa maestra era eso, una fantástica fabuladora, de
manera que siempre nos temíamos que después de aprender la
lección de historia se inventaría alguna escena para interpretarla, ya
que decía que era la mejor manera de que nos quedase bien grabada
para siempre, y así fue, después de aprendernos ha historia del Rey
Alfonso XII y la Reina Mercedes, nos tocó aprender el romance y
luego interpretarlo.
El reparto estaba ya programado: Julieta, la Reina Doña
Mercedes; su buen amigo Falín, el Rey Alfonso XII; yo, la fiel dama
de compañía; los demás, sus vasallos y familiares.
Comenzaba la escena con Julieta tumbada en la mesa sobre
una sábana blanca, y su rostro espolvoreado con harina -para que
diese la sensación de palidez- y en la cabeza una corona de flores,
que le había hecho Falín, con margaritas y amapolas que ya nos
habíamos encargado de recoger las niñas antes de la clase. Un velo
fino sobre su rostro, un rosario entrelazado en sus manos, y dos
velas prendidas a la cabecera, daban una perfecta puesta a punto.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Falín -es decir el Rey- besaba las manos de la Reina con tanta
emoción que terminaba llorando de verdad, el resto tratábamos de
cantar el romance de la Reina Mercedes (Dónde vas Alfonso XII,
dónde vas triste de ti, si Mercedes ya se ha muerto, muerta está que
yo la vi…) Mientras un nudo en la garganta nos impedía mantener
la voz clara, las lágrimas se desprendían de nuestros ojos sin artificio
alguno y los mocos salían a borbotones de nuestra nariz. Por más
que nos sornábamos no podíamos impedir que el agüilla de las
fosas nasales se nos juntara con las lágrimas.
En medio de esta escena de tanto dolor que nos llevó a
meternos tanto en el papel, que llegamos a ser los mejores intérpretes
de teatro, se oyó cómo alguien picaba con los nudillos en la puerta.
Tomás que era el que estaba más cerca abrió sin previo aviso, y
allí estaba la madre de Julieta, que se quedó tan helada al ver la
escena, que casi se cae redonda. Julieta, al oír su voz, se incorporó
al momento y le gritó a su madre en tono gozoso:
-¡Mira, mami!, yo estoy haciendo el papel de la reina por ser
la niña más bonita
Al momento la señorita Loreto se acercó a la señora Esperanza
y la invitó a contemplar la escena y que viese lo bien que lo hacíamos.
Tanto era su entusiasmo que no advirtió que la pobre mujer casi se
desmaya al ver a su hija tumbada mientras los niños llorábamos a
moco tendido.
-Ya, ya veo que bien lo hacen. Pero no me puedo parar, ahora
me está esperando mi marido; sólo vengo a pagar la clase de la
niña.
Con esto, se fue sin más preámbulos. Al irse miró a su hija
moviendo la cabeza como diciendo: ¡qué susto! o ¡qué barbaridad!
Algo así -intuimos los niños- pensaba la buena mujer.
Pronto dimos por finalizada la obra de teatro porque una
vez interrumpida ya no nos concentrábamos, además la señorita
también se había quedado muy confusa con la reacción de la madre
de Julieta.
No tardó en llegar la noticia a las familias de los demás niños
de lo que se estaba interpretando en la clase, y tanto fue así, que en
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
cuanto llegamos a casa nuestras madres comenzaron a interrogarnos
con temor a que nos sintiésemos angustiados o molestos por hacer
aquella comedia. Nosotros no teníamos sensación alguna de angustia
ni nada que se le pareciese. Al final lo pasábamos bien jugando a
artistas. Pensábamos que un día podríamos ser como los que vemos
en el cine. Lo que nos molestaba era tener que aprender los guiones,
pero hoy reconozco que era una buena manera de aprender las
lecciones. Claro que tengo que reconocer que el montaje era un
tanto excesivo.
No pasaron muchos días cuando los niños nos sentimos
aterrorizados, no por una nueva obra de teatro, sino por algo que
vimos.
Como ya he dicho, la señorita, de vez en cuando subía a la
habitación de su anciana madre y nunca prendía la luz, así que jamás
habíamos visto con claridad lo que se escondía detrás de aquella
puerta que la conducía a los aposentos de arriba. Aquel día entraba
un poco de claridad por la ventana, pero la suficiente para que Olga
y yo pudiésemos ver cuando abrió la puerta una figura muy extraña.
Nos quedamos con la boca abierta. La expresión de nuestra cara
debió de ser de pánico, ya que los demás niños se echaron sobre
nosotras preguntándonos lo que ocurría. A media voz, Olga les dijo
que había un hombre colgado.
-¿Colgado?… -dijeron todos a una-.
-Sí, colgado -añadí yo- y tiene unos bigotes muy grandes.
Como siempre, Falín, que era el más atrevido, se acercó a
la puerta que se había quedadounpoquitoentreabierta,miróaverloq
ueallíse escondía y en un santiamén volvió al sitio. Su cara era un
poema y cuando se calmó un poco dijo:
-No me miréis así, es que me da miedo que me pesque ella
husmeando. Y niñas, ahí no hay ningún hombre colgado, lo que yo
vi es una foto muy grande colgada en la pared.
Al momento volvió la maestra con cara de preocupación.
Todos temimos que se enterara de que habíamos estado investigando
lo que se escondía en la sala, pero no eran esas las razones de su
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
inquietud, pues nos confesó que su madre se encontraba algo
enferma.
Durante el tiempo que estuvimos en clase nos portamos bien.
No alborotamos ni hicimos ruido. Al verla tan inquieta parecía que
nos transmitía su preocupación, así que nos sentíamos obligados a
ser buenos.
Al día siguiente volvimos a clase con el firme propósito de
no hacer ruido y obrar de manera que no nos tuviese que regañar la
señorita. Incluso las niñas decidimos mientras íbamos de camino,
recoger unas flores para obsequiarla, con el fin de que se le quitase
la tristeza.
Se mostró muy contenta al recibir el regalo. Nos besó muy
emocionada y nos propuso que nos pusiésemos con rapidez a hacer
los deberes, pues teníamos que recuperar el tiempo perdido del día
anterior.
Cuando le preguntamos por su madre, nos dijo que estaba
mejor, y con las mismas comenzó la clase. Nos parecía que seguía
preocupada, pero no insistimos para no ponerla triste.
Después de un rato -como tenía por norma- subió a ver a su
madre. Tardó un poco más que de costumbre en bajar. Nosotros
entre tanto nos manteníamos muy formalitos. Cuando al fin llegó,
nos miró con gesto muy triste. Durante un instante se mantuvo
en silencio, y como si le viniese la prisa de momento, se puso una
rebeca y mientras se disponía a marchar nos dijo:
-Niños, por favor, portaos bien, tengo que ir a hacer una
llamada por teléfono, vendré enseguida. Así se fue dejándonos
solos.
Poco duró el buen comportamiento. Por la mente de Alberto,
desde el día anterior daba vueltas la silueta que se escondía tras
la puerta de la sala. Según él, quería aclarar si aquella figura que
unos decíamos que era un hombre colgado, y otros que una foto,
verdaderamente era un paisano o qué demonios era, a ver si de una
vez salíamos de la duda.
Ya había quedado claro que era un retrato, pero parecía
que tenían ganas de guasa y comenzaron a reírse apostando a ver
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
quien era el valiente que entraba en la sala. Cómo no, ¿quién iba
a ser más valiente que Falín?, sobretodo estando Julieta delante.
Así decidieron, y abrieron la puerta con mucho sigilo, y claro que
era una enorme fotografía de un señor con capa y bigote. Una vez
aclarada la curiosidad, volvimos al sitio, pero parecía que no nos
quedábamos conformes con lograr saber lo que se escondía tras
aquella misteriosa puerta. Ahora se nos antojaba vencer otro reto;
era mucha la curiosidad, ya que nos llamaba mucho la atención el
no ver ni oír a la madre de la señorita, así que decidimos acabar con
secreto tan grande.
Fue Edelmiro quien comenzó a planear la mejor manera
de poner en práctica la pequeña hazaña urdida. Lo primero era
estar seguros de que la señorita no nos pillara con las manos en la
masa, así que pusimos en la puerta de vigilante a Blanca, y luego
nos dividimos en grupos. El primero estaba compuesto por Falín,
Julieta, Tomás y yo.
Fuimos rápidos en poner en marcha nuestra aventura.
-¡Venga ya!, no tenemos todo el tiempo del mundo. Si
queremos ver a la vieja, espabilad -dice Falín-.
Con mucho cuidado, sin meter ruido, nos fuimos adentrando
en la sala. Hacía un rato que desde la puerta pudimos ojear algo
del interior, pero traspasar la entrada era otra cosa. Cada paso que
dábamos en aquella penumbra era un triunfo, pero notábamos
cómo se nos iba encogiendo el valor, y el miedo que sentíamos
formaba parte de la emocionante aventura.
Algo se movió con brusquedad y se atravesó delante de
nosotros cruzándose entre las piernas de Falín y luego entre las de
Julieta; yo sólo noté un leve roce, pero no por ello dejé de sentir
pánico. Julieta no pudo resistir el miedo y dio un gran chillido
que terminó asustándonos más aún a todos. Así que, primero nos
quedamos paralizados como estatuas y más fríos que los carámbanos,
y luego salimos corriendo.
-¡Caguicas! -dice Falín-, ¿no veis que era un gato?
-¡Huy qué miedo, pensé que era la vieja!
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-¡Hay, qué miedo! -se burla el valentón y presumido de
Falín-.
-A ver, ¿subimos o nos quedamos aquí? Los que no quieran,
que se queden y que vengan otros. Para que no tengáis miedo yo me
encargo de ir con cada grupo.
-¡Mira que freso! Encima vas de valiente, y tú también saliste
corriendo.
- Fue culpa vuestra, ¡y menuda la que liasteis!
-Pues yo vuelvo a subir -les dije-.
También se incorporó Olga y Celia, pero los demás se rajaron.
Preferían subir en otro grupo.
-Muy listillos -dice Falín- así ya vais sobre seguro. Ya estoy
cansado de esperar, así que vamos porque va a llegar ella antes
de…
Avanzamos Falín y yo, y detrás las otras compañeras.
Al fin llegamos a las escaleras, y peldaño a peldaño, fuimos
subiendo.
Cada poco nos apoyábamos en la pared para coger aliento. La
escalera estaba muy oscura; sólo se divisaba un poco de claridad al
final, pero se nos hacían muy largas. Cada escalón que ascendíamos
era como un pequeño triunfo, pero, ¡caro triunfo! Los nervios cada
vez se apoderaban más de nosotros y las piernas nos flaqueaban. No
nos podíamos imaginar cómo sería la buena señora y manteníamos
la respiración por temor a ser descubiertos.
-Puff, qué caguitis me está entrando -dice Falín-.
-¡Mira el valentón! -le respondimos con ironía-.
-¡Chis! ¡Guardad silencio!
Falín llegó al final de la escalera. A nosotras nos quedaban
dos peldaños aún, pero al observar cómo Falín se quedó quieto, con
los ojos que parecía que se le salían de las órbitas, tieso, bien pegado
a la pared y sin respirar, nosotras no nos atrevimos a avanzar. Nos
temíamos que acababa de descubrir algo espantoso.
Dice Olga:
-¿Qué pasa?
Falín no responde.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-¡Hay, vamos! -dice Celia tirando de mí hacia abajo.
Pero la curiosidad era mayor que el miedo y subimos otro
peldaño. Nos pusimos de puntillas estirando el cuello para ver si
divisábamos lo que queríamos, como quienes se niegan a mirar y se
cubren los ojos con la mano dejando los dedos entreabiertos.
La actitud de nuestro amigo nos provocaba una tremenda
inquietud y también ansias por saber lo que se escondía en aquella
siniestra habitación.
Al ver a Falín tan abstraído y no aclarándonos nada,
decidimos subir el otro peldaño; teníamos que descubrir lo que allí
se escondía.
-Aaaaaj, -gritamos- y salimos corriendo.
Falín salió de su hechizo, y exclamando: ¡carajo!, nos siguió
escalera abajo mientras tropezaba con cuanto encontraba a su
paso.
Con cara de espanto y la voz entrecortada llegamos a la
cocina y de inmediato nos sentamos en nuestro sitio. Temíamos
que llegase la maestra y nos encontrase en plena faena, pero aún
era más el miedo a que la anciana nos hubiese descubierto y se lo
contase.
La impaciencia de nuestros compañeros no nos dejaba
respirar. No cesaban de preguntar ávidos de saber. Apenas nos
dejaban coger aire, nuestro corazón latía tan de prisa que parecía
que se nos salía del pecho.
-¿Pero por qué disteis ese grito?
-¡Estas, que son tontas!, -dice poniéndose muy gallito el
miedica de Falín haciéndose una vez más el valentón-.
-¡Anda tú! -le dije yo-. ¡Pero si no te movías de miedo!, ¡eres
un chuleta!, ¡si lo vieseis!
-¡Huy que miedo! -nos decía él-.
Seguí comentando lo que vimos a pesar de los pocos brios
que me quedaban. La verdad es que, la energía se me había quedado
por la escalera.
Apenas podíamos proseguir los comentarios sin que los
compañeros dejasen de requerirnos más y más explicaciones.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Déjame hablar Blanca, si no paráis de preguntar no podemos
contaros lo que vimos.
-¡Vale!, ¿pero la visteis?
-Sí, está sentada en una mecedora, pero muerta.
-¡Hala bruta! ¡Mira que eres torpe!
-Olga, ¿a que está muerta?
-No sé. Está muy gorda y pálida, pero pienso yo que si está
gorda es que no está muerta.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-¿Es que no ves que si está muerta no come?, además tenía un
gato en el regazo y lo estaba acariciando.
-¡Eso!, -dice Falín- tiene razón Olga, estaba mimando al gato
negro.
-Bueno, estará viva, pero tiene un moño en la frente
–afirmé-.
-¿En la frente?
-Sí, en la frente.
-¡Qué cosas tienes Ana!, será que está despeinada.
-Es un postizo -añadió Falín-.
-¡Y no tiene ojos!
-¡Que no tiene ojos?
-No -respondimos los tres a la vez-.
En ese preciso momento la puerta de la calle se abrió y entró
la señorita Loreto. Nos pusimos muy nerviosos pues temíamos que
se nos notara la trastada que terminábamos de hacer.
Nos miró muy seriamente y eso nos hizo pensar que estábamos
en lo cierto; nos había descubierto. Aún más, su mirada confirmaba
que sabía todo lo que en aquellos días habíamos hecho.
Gracias a Dios todo fue un equívoco, pues al momento se
dirigió a nosotros con gesto muy triste.
-Por hoy podéis iros. Dentro de un momento llegará el
doctor; lo he llamado por teléfono para que venga a visitar a mi
mamá que se ha puesto muy enferma y necesita que le vea para que
le recete algo.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Todos nos quedamos muy sorprendidos y nos apresuramos a
preguntarle de qué estaba enferma.
-Hijos, está muy malita.
-¿Qué tiene?
-Muchos años, mis pequeños, muchos años.
-¿Pero los años es una enfermedad?
-Casi -nos dijo ella mientras nos ayudaba a recoger los
libros-.
-¿Cuantos tiene?, -insistíamos-.
-Noventa.
-¡Huy cuántos! -dijimos todos a coro-.
-¿Y cuándo se va a morir? -añadió Julieta-.
-¡Caray niños! Quiera Dios que no me deje solita.
-¿Pero nunca habla?
-No hijos, ni habla ni ve. Nunca ha hablado porque es muda
y con los años se ha quedado ciega, pero la ceguera es cosa de la
edad.
-¿Cómo se puede ser madre siendo muda?
-Eso no tiene nada que ver. Para ser madre no se necesita
hablar.
-¿Y entonces cómo te reñía cuando eras pequeña?
Nos quedamos muy intrigados, porque por nuestra mente
pasaron un aluvión de preguntas.
-¿Pero cómo te enseñó a hablar?
-¿Y tu padre también era mudo?
La señorita se quedó callada, y después de un rato dijo:
-Bueno, niñas, basta ya de preguntas por hoy. Hasta mañana
pequeños, ahora os vais porque ya llega el doctor.
-¡Puf!, ¡qué suerte! -dice Julieta al salir a la calle-.
-¿Por qué dices qué suerte? -le dije yo-.
-Si es muda y ciega, no se enteró de nada. ¿No te das
cuenta?
Cuando contamos en casa lo que nos dijo la señorita, nuestros
padres se creían que estábamos inventado una historia. No se creían
que la anciana tuviese todas las dificultades del mundo.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Pocos días después la anciana se murió dejando en la más
profunda soledad a su hija.
Al entierro llegaron algunas personas de su tierra. Por fin
las gentes del pueblo se enteraron de alguna cosilla más sobre la
silenciosa maestra. Un matrimonio que se hospedó en la pensión
que regentaban los padres de Blanca, se quedaron unos días después
del sepelio para hacerle compañía a la señorita. Según ellos trataban
de convencerla para que volviese al pueblo. Pero ella y su hermano,
no tenían aún en mente qué hacer. El sacerdote que ofició la misa
era su sobrino, ya había un tiempo que estaba de coadjutor en una
parroquia cercana a Santander y no querían alejarse mucho de él.
Pronto se incorporó a las clases. Ella misma pidió a nuestros
padres que volviésemos, ya que la vida tenía que seguir.
Nos fue difícil comenzar, pues nos sentíamos muy mal.
Pensábamos lo malos que habíamos sido haciendo la pifiada que
de ir a la habitación de la anciana. Sólo Falín se mantenía firme y
sin prejuicio alguno. Él nos convenció de que no fue culpa nuestra
lo que pasó y que no era ningún pecado. Que la paisana ya estaba
moribunda, así que si se murió no fue culpa de nadie.
Durante unos días las clases se mantenían silenciosas; a
nosotros casi se nos hacían pesadas las horas que estábamos allí;
nunca nos habíamos sentido tan incómodos. La señorita se percató
de la situación y fue rápida en poner solución. Decidió hacer una
excursión a las Cuevas de Altamira. Iríamos un domingo, así podrían
ir nuestras madres. Cuando lo expusimos en casa, al principio hubo
recelos. No tenían muy claro lo que íbamos a hacer un día entero
metidos en una cueva, pero la señorita Loreto pronto las convenció
haciéndoles ver que sería un día muy fructífero para todos, y que los
niños aprenderíamos mucho y lo pasaríamos muy bien.
Fue cierto, pasamos un día extraordinario, pero aún fue
mejor para las pocas madres que pudieron ir. Por una vez en sus
vidas dejaban las faenas de la casa para desperdiciar las horas sin
hacer otra cosa que reírse con nuestras travesuras o con lo que
fueron oyendo y viendo por el camino. Muy temprano, cogimos el
autobús que nos dejó cerca del pueblo, y desde allí fuimos en una
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
carreta de un señor hasta la mismísima cueva. Era un hombre de
buen talante, y durante el trayecto no cesó de contarnos leyendas
de la zona.
Entre las historias que nos narraba a los niños, nos hablo
del Tratín. Nos contaba que era un duende exageradamente
bromista que se escondía en los matorrales para pillar a las mozas
desprevenidas y tirarles de las faldas. Al escuchar esto la señorita
pronto cortó la conversación. Creo yo que por temor a que subiese
de tono la historia. Entonces el buen hombre comenzó a hablarnos
de los Caballucus del diablo. Decía que el mismo demonio
cabalga sobre ellos. Según él nos describía, sus alas eran como
las de las libélulas e iban dejando por los caminos las marcas de
las herraduras, y que allí donde pisaban quedaban las tierras bien
trabajadas, la saliva que se desprendía de su boca se convertía en oro
y si un hombre lo encontraba y se quedaba con él durante su vida,
sería muy rico, pero cuando se muriese acabaría con sus huesos en
el infierno. Y así siguió el resto del camino hasta que logró meter el
miedo en el cuerpo a algunos de mis compañeros. Los que éramos
un poco mayores nos reíamos, pero no estábamos del todo cómodos
con aquellas historias.
La vuelta a clase después de aquel día fue más amena. Los
primeros días nos mandó describir algunas de las cosas que vimos en
la cueva. También que redactáramos lo que ella nos había contado
al respecto, y cómo no, también tuvimos que hacer una redacción
sobre lo que más nos gustó del viaje. Como era de esperar, lo que más
ilusión nos hizo es que nuestras madres estuviesen con nosotros a
pesar de que algunas fueron como una pesadilla que no nos dejaban
en paz: que si no hagas esto, que si no debes hacer lo otro, que
teníamos que comer todo lo que llevaban…, que por cierto, parecía
que era para alimentar a un regimiento. También las historias del
carretero nos habían gustado mucho. Ninguno dejamos de contar
a nuestra manera cómo las percibimos, y eso sirvió para que la
señorita nos diese una lección de cómo las personas, viviendo las
mismas circunstancias, unas las ven y viven de una manera, y otras
sacan lecturas distintas.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Durante unos días tuvimos materia de sobra para no
aburrirnos.
Nos temíamos que pronto montaríamos una obra de teatro
con alguna de aquellas historias, pero por suerte sólo la idea estaba
en nuestras mentes.
Pasado un tiempo, a la señorita Loreto se le ocurrió ir a
visitar altares. Decidió que la acompañara su más querida alumna.
Así que cada tarde pasaba a buscar a Julieta, y juntas, cada día iban
a visitar iglesias y capillas. Unos días iban a una y allí depositaban
unas monedas y dejaban una vela prendida; alguna tarde visitaban
otra y hacían lo mismo, y así hasta que recorrían los cinco altares.
Después comenzaban por la primera y seguían cada tarde la ruta
impuesta.
Julieta comenzó a sentirse nerviosa, su madre decía que la
niña no dormía bien, que la encontraba ansiosa. Los días pasaban y
en vez de mejorar iba empeorando. Entonces la madre se inquietó
y comenzó a preguntarle qué era lo que la tenía tan angustiada.
En un principio contestaba con evasivas, pero al final después de
mucha paciencia por parte de su madre, logró saber lo que le estaba
ocurriendo:
-Mamá, es que me da miedo ir con la señorita a visitar los
altares.
-¡Miedo! ¿Por qué?
-Es que dice que los santos le hablan, y yo al principio no
les veía, pero ahora creo que también me hablan a mí, y eso me da
mucho miedo porque Falín me ha dicho que los santos sólo hablan
con los muertos.
-¿Que hablan con los muertos? ¿Pero quién demonio dice
que los santos os hablan?
-Ya te lo he dicho mamá, ella dice que los santos le hablan
porque están contentos porque no los dejamos solos, pues antes
como nadie los visitaba estaban muy tristes y ahora están contentos
porque vamos nosotros a visitarlos.
-¡Dios mío! ¿Es que esta mujer se está volviendo loca?
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Pronto puso fin a las visitas de altares la señorita Loreto. En
cuanto se enteró en el estado en que se encontraba Julieta reconoció
que se estaba excediendo en sus obsesiones por quitar la soledad tan
grande que llevaba en su interior.
Unos días más tarde se reunió con nuestras madres; quería
contarles algo sobre su vida; sentía la necesidad de hacerlo. Nunca
había abierto su corazón a alguien porque pensaba que cada cual
tenía bastante con sus problemas, pero ahora, más que nunca,
sentía la necesidad de abrir su corazón y hacer partícipes de sus
sentimientos a aquellas personas sencillas que la acogieron como
una vecina más sin preguntarle de dónde venía ni quien era.
Pensaba que les debía algo; aquellas familias le habían confiado a
sus hijos sin conocerla y estuvieron a su lado cuando supieron que
necesitaba ayuda. Se volcaron en ella cuando su madre se murió
pese a que ella nunca les dio ninguna explicación sobre su vida
e incluso algunas personas del pueblo se sorprendieron de que su
madre viviese con ella. Desconocían que la anciana existía, hasta
que los niños comenzaron a hablar de que en una habitación había
una mujer escondida.
Tengo que decir que no sé si era por curiosidad si por simpatía
hacia ella, pero la enorme cocina estaba llena de personas, unas
apoyadas a las paredes y otras sentadas alrededor de la mesa. Todas
estaban expectantes y prestaban más atención a las palabras de la
señorita que nosotros cuando estábamos en clase. Sólo éramos las
tres niñas mayores las que acudimos. Fue a petición de ella. Había
dicho a nuestras madres que nosotros también teníamos derecho
a saber algo de su vida ya que sabía que nos hacíamos muchas
preguntas y que no era bueno que fabuláramos con cosas tan serias.
Pensaba que era necesario que las niñas supiésemos cómo la vida
puede ser muy injusta con las mujeres tan sólo por el hecho de nacer
niñas.
Algunas madres decidieron que sus hijas no asistiesen, pues
se temían lo peor, pero mi madre y la de Blanca junto a la de Olga,
decidieron que fuésemos. Ya la mujer las había puesto al tanto de
algo de lo que les iba a contar, y nuestras madres pensaban que no
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
éramos tan niñas, pues al fin y al cabo, escuchábamos la radionovela
“Ama Rosa” (de Guillermo Sautier Casaseca), que contaba una
historia no sólo muy trágica y desgarradora, sino que también se
podía tildar de cruel. La historia de aquella triste mujer que tuvo
que entregar a su hijo, por estar a la puerta de la muerte, a una
familia adinerada, y tras salvar su vida, terminó de ama de cría de
su propio hijo sin que él supiese que ella era su verdadera madre.
Tras esta narración salían a relucir las maldades más inhumanas de
una familia pudiente hacia la criada y su hijo. ¿Y eran poco tristes
las historias que narraba en sus novelas Corín Tellado? Siempre era
lo mismo: pueblerina que cae en las garras del señorito; familia que
niega a su hija por quedarse embarazada. Entonces, ¿por qué no
iban a escuchar lo que la señorita les quería contar? Por malo que
fuera nunca sería peor de lo que las jovencitas oían en los seriales
radiofónicos o leían en las famosas fotonovelas.
Lo que más preocupaba a algunas familias era lo que decía:
que por ser niñas o mujeres el mundo era peor para nosotras. Eso
sonaba a revolucionario. No era lícito hablar así. Se podían meter
en problemas escuchando no sé que cosas, y si las autoridades se
enteraban de que en una casa había una reunión, eso tenía tildes de
clandestinidad.
Así llegó a oídos de la señorita Loreto, y por eso en cuanto
comenzaron a llegar los familiares a casa, abrió las ventanas y la
puerta de par en par para que nadie hablase de secretismos. Las
gentes que pasaban por la calle se quedaban mirando para la casa y
se preguntaban si habría pasado alguna desgracia, y al ver que eran
los padres de los chicos, seguían adelante sin dar más importancia
a la reunión.
-Les ruego me disculpen por irrumpir en sus vidas -así
comenzó a hablar nuestra querida maestra cuando se dirigía a
nuestros padres-.
Prosiguió la exposición con lentitud, con mucha calma,
sin alterarse ni por un instante. Algunas personas de las presentes
se comenzaban a inquietar, querían que fuese más directa y así
sabrían de una vez algo de ella; otras se deleitaban con la manera de
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
exponer los hechos. Parecía que, más que su vida, estaba narrando
una novela. No podían dar crédito a la actitud tan delicada y
tranquila de aquella mujer que no lograba alterar ni los episodios
más dolorosos de su existencia.
-Sé que ustedes me llaman la Mañica, pues, exactamente, mi
familia es de un pueblo de Teruel; un precioso pueblo del que tuvieron
que salir antes de que nosotros naciésemos. Nuestros abuelos junto
a nuestra madre, se instalaron en Zaragoza. Allí estuvimos hasta
que la guerra nos separó; mi hermano y yo estábamos estudiando
en un colegio. La pretensión de mi abuelo era que ambos hiciésemos
una carrera, pero la situación nos impidió seguir estudiando en
España. Cuando yo era una jovencita, aún las mujeres podíamos
hacer carrera en nuestro país, pero luego se han truncado todas las
expectativas para las mujeres, por eso mis abuelos aunque con gran
pena en su corazón nos enviaron a terminar nuestros estudios a la
Sorbona de París, y allí pudimos darlos por terminados antes de
que estallara la guerra mundial. Nos costó mucho trabajo poder
retornar a España. Gracias a la buena labor de un familiar de
nuestra madre, pudimos volver a casa. Mi hermano se instaló en
Santander dando clases de matemáticas, y yo nunca encontré un
trabajo porque una mujer no tenía lugar para ejercer de química
en un laboratorio. Estaba muy ilusionada, pues se había puesto en
contacto conmigo un antiguo compañero de la facultad, pensaba
montar una clínica en Barcelona y me pedía que me uniese a él
para ponerla en marcha, pero pronto mis sueños fueron frustrados
por causa de la muerte de mi abuela, pues la primera en irse de
este mundo, fue ella, y mi abuelo no tardó mucho en seguirla. Ya
eran muy mayores, pero yo esperaba que viviesen eternamente para
poder poner en práctica mis sueños de ser una mujer exitosa en el
mundo de la ciencia. Yo siempre había admirado a Marie Curie y
cómo compartió con su hija tanta sabiduría. ¡Por qué no?, como ella
yo también podría encontrarme con un amor en mi camino con el
que pudiese compartir nuestros destinos. ¡Qué ilusa he sido! A veces
pienso que sus pérdidas no dejaban de ser un castigo por culpa de
mis ambiciones. Yo ya me imaginaba que un día lograría alcanzar
152
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
la gloria a través de mi trabajo. Lo cierto es que de poco me sirvió
tanto sacrificio, pues a la muerte de mis abuelos tuve que hacerme
cargo de mi madre. Mi hermano se había casado con una joven de
Santander, pero el infortunio quiso que la pobre se muriese al dar a
luz. Así que también me hice cargo de mi sobrino hasta que de muy
jovencito decidió irse para el Seminario. Pero siempre estoy a su
lado cuando viene a visitarnos, lo mismo que con mi hermano que
no quiso rehacer de nuevo su vida, así que donde yo estoy es el lugar
de referencia familiar. Tampoco sé decir porqué no me planteé la
vida de otra manera, así lo dispuso mi hermano y yo acepté el envite
sin meditar las consecuencias que traería para mi vida.
Supongo que se preguntarán porqué vine a vivir aquí.
Todo tiene su explicación. Nuestro trasiego por distintos lugares
ya comenzó antes de nosotros nacer, como anteriormente les dije.
Mi familia poseía una buena hacienda, y además mi abuelo era
un hombre muy importante en el lugar donde nacimos porque
pertenecía a una arraigada familia muy apreciada y con cierto poder
en el pueblo.
Pero la vida les trajo un serio revés. Mi made fue hija única, y
algún tiempo después de nacer, mis abuelos se dieron cuenta de que
era muda. Como podréis imaginaros en aquellos tiempos la ciencia
no sabía mucho sobre estos males. Pese a ello, mi abuelo buscó por
doquier alguna manera de poder ayudarla. Fue la primera persona
en aquel lugar que aprendió a leer en los labios y a comunicarse por
medio se signos con las manos.
Se crió muy feliz. Su mejor amigo era el hijo del capataz de
la finca. Siempre estaban juntos; ella confiaba en él porque tenía un
cuidado muy especial para que no le ocurriese nada malo. Siendo ya
unos mozuelos, entró a trabajar de secretario de mi padre, un joven
llegado de la ciudad. Mi familia desconocía porqué a Lorenzo -el
buen amigo de mi madre- no le agradaba aquel joven recién llegado.
Decía que no le gustaba nada. Siempre lo evitaba y no dejaba a solas
a mi madre con él ni por asomo.
Lorenzo se tuvo que incorporar al servició militar; se fue
con mucha pena, y decía que estaba temeroso al dejar a solas a su
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
tan querida amiga Jacinta, pero mi abuelo sabía que algo más se
escondía detrás de aquel joven. El muchacho fue muy bien instruido
por mi familia en espera de que se hiciese mayor para que cogiese
las riendas de la finca. Su padre había sido un hombre fiel, y nadie
ponía en duda que su hijo no iba a ser menos. No sé si en la mente
de mi abuelo habría algo más, pues él se sentía muy dichoso -según
cuentan- de que su hija y el futuro capataz de la finca se entendieran
tan bien. Tengo entendido que mi abuelo estaba haciendo todo lo
posible para que Lorenzo retornara lo más pronto posible, pues una
vez hecha la instrucción era posible que pudiese volver a la comarca
para acabar sus obligaciones con el ejército a la vez que podía ayudar
a su padre.
Pero nunca volvió a casa. Fue todo un misterio lo que
aconteció. Cuando llegó la noticia de que próximamente llegaría a
la plaza que estaba ubicada en Teruel, mi abuelo envió en busca suya
al secretario. Cuatros días más tarde llegó un aviso a casa de que
habían tenido un triste accidente por el camino. La carreta donde
viajaban se despeñó por un terraplén y Lorenzo quedó atrapado
debajo del carromato, y cuando lograron sacarlo estaba ya muerto.
Poncio, logró salvarse gracias a que fue más hábil y saltó al vacío
antes de despeñarse.
Mi abuelo nunca tuvo muy claro aquel accidente, no sabía
porqué tardaron tanto en retirar el carro. Según parecía, su secretario
apenas tenía un rasguño, y pese a ello, tardó en dar noticias de lo
ocurrido a las autoridades, a causa -según él- de que había perdido
el sentido. Aún tardó varios días más en comunicarlo en casa.
Mi madre se sintió muy desolada. Su buen amigo, su gran
protector, la persona con quien mejor se comunicaba, nunca más la
volvería a ayudar ni a llevarla de paseo por el pueblo.
Poncio, pronto se trató de congraciar con mi madre, pero
ella no le hacía mucho caso. Él no cesaba en agasajos y carantoñas,
hasta que comenzó a prestarle un poco más de atención.
Un día, después del paseo matinal, mi madre se quedó sola
por el jardín, le encantaba preparar ramilletes de flores para adornar
las estancias de la casa. Después de la muerte de su buen amigo,
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
cada día iba a visitar a la madre de Lorenzo y ponía una flor al lado
del retrato, que había mandado a sus padres, vestido de militar. Allí
pasaba largas horas acompañando a la triste madre que no cesaba
de suspirar por tan gran pérdida.
A pesar de su silencio, la mujer se sentía a gusto con la
presencia de la mudita -como la llamaba cariñosamente-.
Fue ya llegada la hora de la comida cuando mi abuela echó de
menos a mi madre; le parecía que tardaba más de lo acostumbrado
en llegar a casa, y se impacientó, porque nunca se retrasaba.
En vista de su tardanza salió en su busca. ¡Cual fue su
sorpresa, cuando la mujer del capataz le comunicó que aquella
mañana no había pasado por allí, que aún no había ido a llevar la
flor a su hijo!
Salieron en su busca varios empleados de la finca. Buscaron
también al joven secretario y tampoco daban con él. Unas horas
más tarde, se oyó el galopar de un caballo. De un salto puso pie en
tierra el empleado y se apresuró a preguntar lo que ocurría, ya que
venía de llevar el correo y de hacer unas compras en la ciudadpara
la oficina, y al llegar a la altura de la finca oyó unas voces llamando
a la muchacha. Le extrañaba que vociferaran, ya que la muchacha
es sorda. Le respondieron que era una manera de desahogar la
frustración por no encontrarla, y que también era la costumbre de
hacerlo cuando se buscaba a una persona, pues en ese momento
nadie se ocupaba de si era sorda o no.
Tras el cometario, le pusieron al corriente de lo ocurrido, y
fue pronto a ponerse al servició de sus amos.
Cuando llegaba la noche, vieron a lo lejos una figura
tambaleante que salía de entre los matorrales que los separan
del riachuelo. No se podían creer lo que estaban viendo: era la
mudita. Habían pasado por aquel lugar varias veces y no vieron
nada que hiciese sospechar que la joven estaba por allí. ¿De dónde
diablos salía toda desaliñada y con aquel tremendo gesto de terror
en su semblante? Tal parecía que se había estado peleando con el
mismísimo demonio.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Pronto la arroparon y la llevaron a casa. Llamaron al doctor
que la examinó minuciosamente y no eran capaces de calmar su
temblor. No lloraba ni trataba de comunicarse de alguna manera.
Pese a la paciencia de mi abuelo para hacerla expresar lo que sentía
y lo que le había ocurrido, no obtuvo respuesta. El médico trató de
que la familia se calmase, y les decía que cuanto más nerviosos se
mostraran ellos, más intimidaban a la joven. Así que al final, logró
que todos se mantuvieran lo más serenos posible en espera de que
ella se comunicara. Sabían que dada su situación iba a ser difícil
entenderse, pero de alguna manera ella tendría que contar porqué
había desaparecido del jardín y dónde había estado.
Pasaron los días y no se comunicaba ni por señas. Estaba
como absorta. Ni la muerte de su buen amigo la había afectado
tanto como lo que hubiera podido ocurrirle. Fueron reposadamente
reconstruyendo lo acontecido, cómo la habían encontrado y lo
primero que observaron en ella. Mi abuela se dio cuenta de que mi
madre no quitaba las manos de su bajo vientre, que no dejaba que
le quitaran la ropa, ni quería ayuda para asearse, y sólo cuando el
doctor quedó a solas con ella reaccionó con gesto de desprecio, y
con la imposición de su padre se dejó examinar por él.
Pasados unos días intentaron salir con ella a dar un paseo
por el jardín, pero fue inútil. Comenzó a gritar desesperadamente y
salió corriendo para ocultarse en la habitación de donde no volvió a
salir en mucho tiempo.
El doctor volvió a ponerse en contacto con mi abuelo.
Cuando habló, no fue para darle una buena noticia. Le comentó
que sospechaba que a su hija le había ocurrido algo más que un
simple extravío. Que ahora que la chica estaría un poco más
calmada debiera volver a reconocerla o que la llevasen a otro doctor.
Que estaba dándole vueltas a la cabeza y que pensaba que una
simple pérdida no podía ponerla en un estado tan deprimente. Pese
a que no tenía huella alguna de malos tratos, al menos visiblemente,
pensaba que ella guardaba algo, pues no se había dejado explorar
sus partes íntimas.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Mi abuelo no daba crédito a lo que estaba oyendo. En ningún
momento se le había pasado por la mente que lo que le pudo ocurrir
a su hija fuese semejante cosa. Además, ¿quién podía hacerle eso a
su niña, si no salía nunca sola de la finca e incluso la encontraron
junto al riachuelo que pasaba cerca de la casa? Él pensaba que como
frecuentaba ese lugar con su difunto amigo, a ella se le hubiese
ocurrido ir hasta allí y que pudo caerse y peder el sentido. Sus ropas
estaban mojadas y llenas de barro, cosa lógica si cayó a rollos por
el camino.
-No hay mayor ciego que el que no quiere ver, amigo - le dijo
el doctor-.
A partir de aquel momento una serie de sospechas recayeron
sobre la mente de mi abuelo. Sospechas muy bien fundadas -decía
mi abuela- después de oírle contar la conversación que había tenido
con el médico. Pronto mi abuela propuso una reunión familiar,
pues a pesar de haber guardado en silencio lo acontecido, desde ese
momento decidió hacer participes al resto de la familia, incluyendo
al capataz y su señora.
Todos manifestaron que estaban de acuerdo en que a la
joven la viese otro médico, dado que ella ya estaba avisada de lo
que pretendía el doctor. Sólo mi abuela se negaba a que su criatura
pasase por tan dolorosa situación; pensaba que las cosas se podían
hacer de otra manera y pedía que la dejasen a ella obrar, que alguna
cosa se le ocurriría. Mientras tanto buscaban algunas pistas que los
llevaran a alguna conclusión.
El capataz y su señora comentaron que su hijo no estaba muy
a gusto con el nuevo secretario, que no le gustaba porque tenía
la mirada gacha, y que miraba a la mudita con una mirada sucia.
La señora Remedios –comentaba- que le decía a su hijo que no
tenía que meterse en las cosas de los señores, que el señor sabía bien
a quién metía en casa, y si había decidido que ese joven fuese el
hombre de confianza, que él no tenía nada que replicar.
La mujer añadió muy triste:
-¡Válgame el cielo!, lo que yo estaba observando es que mi
hijo estaba muy enamorado de la chica. Eso me dolía, pues a pesar
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
de su defectillo nunca debiera poner los ojos en la hija de los señores.
Creo que por eso él no miraba bien al joven secretario. Yo decía,
a mi niño que, “la miel no estaba hecha para la boca del asno”.
¡Pobre mío! ¡Cuánto me pesa!, ¡Tan bueno e inteligente que era, y
yo llamándole asno!
-Calla mujer -le dijo su marido.- No te pongas ahora a sufrir
por tontería semejante, bastante tenemos con la realidad para encima
ponernos tristes por esas tonterías. Mire Señor, -dijo el capataz
dirigiéndose a mi abuelo- sí que es cierto que mi hijo tenía la mosca
detrás de la oreja con este jovenzuelo, pero eso no quiere decir nada.
Supongo que lo que su madre dice, que estaba enamoriscado, sea la
razón. Además eso de los amoríos, sospecho que ya venía de lejos.
Yo le decía que buscase una chiquita por el pueblo que fuese de su
rango, pero no quería ni oír hablar de ello.
Mi abuela asentaba con la cabeza, ella también había
observado que a su hija no le agradaba mucho el nuevo secretario.
Sólo después de la muerte de Lorenzo y después de mucha insistencia
por parte de Poncio, dejó que el joven se acercase a ella, pero nunca
la vieron muy entusiasmada con su presencia.
Mi abuelo continuó contándoles la conversación que había
mantenido con el doctor:
-No puedo olvidar los cometarios del médico. Él cree que la
persona que la dañó no estaba muy lejos. En primer lugar hicimos
un recorrido para ver quienes estaban en el tajo y las personas que
yo había visto durante la mañana. No me fue muy difícil colocar
a cada uno en el lugar donde estaban aquella jornada. Yo mismo
había estado con cada uno de ellos preparando la faena para la
recogida del heno y para ir a talar unos arbustos a la vera del río al
día siguiente. Sólo estaba ausente Poncio, pero estaba en la ciudad.
Precisamente llegó en el momento que estábamos buscando a la
niña y él se incorporó a la búsqueda.
El doctor me preguntó, si cuando la joven apareció, él estaba
presente. Yo no supe responder, pero creo que no, porque cuando
volvíamos para casa con ella ya había luz en la oficina. Quizás había
ido a reponer las compras que había traído de la ciudad. Me puso
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
en alerta el mismo médico al hacerme ver que ese momento era el
preciso para que el muchacho dejase de buscarla y para irse con
tanto apremio para la oficina, y que daba lo mismo a lo que fuese.
No sé -respondí lleno de dudas-. Pero pronto me percaté de
que podía ser que al ver que la muchacha ya había aparecido, él
fuese a otra cosa que no sea lo que yo en principio apunté. ¡Quién
sabe si se puso nervioso y le entraron deseos de llorar o qué se yo
qué otra cosa!
Sea como sea -me indicó el hombre-, no pierdas de vista a
esta pieza. Él fue el único que faltó de la finca, y la muchacha no
se iría al río con nadie que no conociese ,según tú mismo me has
dicho.
Esto me llevó a pensar muchas cosas; entre ellas me di
cuenta de que en otras ocasiones cuando Poncio iba a la ciudad,
me lo ponía en conocimiento para ver si necesitaba algo la familia.
En esta ocasión no me había dicho nada. No necesitaba de mi
consentimiento pues lo mismo que hice con su tío hacía con él. Le
tengo plena confianza y la puedo tener porque me demostró con
su trabajo que es prudente y solícito. Todos sabéis que cuando el
viejo Federico me pidió que lo jubilase porque ya se sentía viejo, él
mismo me propuso a su sobrino, y yo acepté de buen grado, ya que
antes estuvo una temporada aprendiendo, en compañía de su tío,
las costumbres y todo lo tocante a la contabilidad. Pude comprobar
que el muchacho tenía aptitudes.
Os confieso que mi interés estaba en que una vez Lorenzo
terminase con el servicio militar, fuese él quien se pusiese al frente
de la hacienda, yo ya tenía ganas de descansar un poco. Por eso
trabajé todo lo que pude para que no le mandaran a hacer la mili
en ultramar. Creo que yo también me di cuenta de lo mucho
que se querían los muchachos. Y mirando hacia los padres del
desafortunado Lorenzo dejó salir de lo más profundo de su corazón
un suspiro y les indicó:
-Amigos, yo no tenía tantos prejuicios como vosotros, nunca
pensé en si éramos del mismo abolengo. Sólo quería para mi hija un
buen hombre, que la quisiera tal y como es y la hiciese feliz. Sé que
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
ella, al lado de vuestro hijo sí fue feliz, y pudieron serlo más aún, si
la muerte no se cruzara en sus caminos.
También os digo que el doctor quiere que esto no quede así,
que una vez la chica sea explorada y podamos demostrar lo que le
ocurrió, debiéramos ponerlo en manos de la justicia.
-¡Ah, eso no!, yo no quiero que mi niña pase por más de lo
que es posible que ya haya pasado. Creo que ya tengo una idea de
lo que podemos hacer: ¿qué os parece si mañana nos reunimos las
mujeres y preparamos el plan? -dijo la abuela sin permitir condición
alguna por parte de los hombres-.
-¿Por qué las mujeres? -apuntilló el abuelo-.
-Dime, querido: ¿ya has pensado tú en algo más que saber
quién fue el desgraciado que nos la jugó, para vengarte?
Mi abuelo y el resto de los presentes no hicieron más
comentarios. De lo que estaban seguros era de que si mi abuelo
había comentado a su antiguo secretario los proyectos que tenía
para con el joven Lorenzo, quizás el hombre se los transmitiese a
su sobrino. Y entonces… Nadie se atrevía a decir lo que estaban
pensando.
Cuando mi abuelo al día siguiente pasó a visitar al médico
para ponerlo al corriente de lo que su mujer había planeado y de
lo que había salido a relucir en la reunión, el doctor no fue tan
cauto y dejó caer que no sería de extrañar que el soldado estorbara
a alguien. No dejaba de ser una buena fortuna la que encerraba
aquella hacienda y la chica a pesar de ser muda no carecía de otras
gracias. Y la más importante era su fortuna, ¡para qué andar con
preámbulos, las cosas directas!, -asentó el galeno-.
Mi abuelo volvió a casa temblando, pues temía que lo que se
estaba apuntando fuera veraz. Era mucha casualidad el que, desde
que aquel muchacho entró a trabajar, llegasen con él tantas tragedias.
La muerte de Lorenzo nunca tuvo explicación alguna. ¿Por qué
-se preguntaba- él salio ileso después de caer por aquel terraplén
tan profundo y pese a ello se tardó tanto en rescatar el cadáver del
soldado? ¿Y cómo el día del incidente de su hija, el muchacho no le
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
comunicó su viaje a la ciudad igual que hacía en otras ocasiones?
¡No podía ser!, todo era un cúmulo de casualidades.
Dos días después ya mi abuela había confeccionado su
estrategia. Le dolía mucho lo que iba a hacer, pero era el mal menor
para su pobre hija.
Convencieron a mi madre para que saliese un poquito
a tomar el sol. Después de no poder volver hacerla pasear por el
jardín, ya se conformaban con que saliese un poquito a la terraza en
compañía de la madre de Lorenzo y de ella. Allí estaba sentada con
las manos sujetando el vientre, tal y como hacía desde el desdichado
día. No miraba a nadie de frente y apenas comía, sólo miraba al
suelo y bebía con desesperación. Mientras, mi abuela hizo llamar a
Poncio con la excusa de que necesitaba hacerle unos encargos, y el
muchacho fue al momento, pero no pasaba de la puerta, y mi abuela
le insistió comentándole que no se quedara en el portal, que entrase
como solía hacer; él se excusó diciendo que no quería molestar, que
era muy mala hora, ya que pronto sería el almuerzo.
-¡Oh, no!, -le dijo mi abuela- hasta que llegue mi marido no
almorzamos, la niña no quiere salir de su alcoba y yo sola no quiero
sentarme ante una mesa tan vacía, hijo. No sabes la tristeza que
embarga a esta casa.
-Lo supongo señora, por eso no quiero causarles más
estorbos.
-Tú nunca estorbas, hijo, ven, acompáñame a la terraza,
y así me podrás ayudar a colocar unas macetas en lo alto de la
repisa mientras yo hago la nota para que me traigas unas cositas del
pueblo, a ver si animo a mi niña.
Cada vez que nombraba a su hija, mi abuela posaba sobre él
la mirada buscando alguna reacción, y observaba que el muchacho
se encogía como con cautela y miraba alrededor de manera recelosa
buscando a alguien, pero él ya sabía que ella estaba en la habitación.
No sabía qué era lo que tanto lo aturdía, pero sí que se le notaba
muy incómodo.
Cuando llegaron a la terraza, el joven se quedó quieto y su
primera reacción fue dar unos pasos hacia atrás, pero mi abuela lo
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
empujó con delicadeza hacia donde estaba mi madre, a la vez que
le decía:
-¡Mira chico qué alegría!, ¡al fin esta buena mujer la
convenció para que saliese a tomar un poquito el sol!, dile algo
hijo, seguramente que ella te lo agradecerá. Él se había quedado
inmóvil, no daba un paso adelante pese a que mi abuela insistía y
lo arrastraba, y en vista de que no lograba su propósito, la abuela
indicó a la mujer que trajese hacia ellos a su hija.
Cuando mi madre se percató de la presencia de Poncio,
comenzó a gritar desesperadamente y salió corriendo hacia adentro,
pero no atinaba a entrar por la puerta, tropezaba una y otra vez con
la pared y con las sillas, y cuando trataron de cogerla se dejó caer al
suelo entre espasmos y vómitos. Él salió corriendo escalera abajo sin
dejar de decir improperios.
No necesitaban más pruebas. Él estaba detrás de la desgracia
de su hija. Cuando pusieron al corriente al abuelo, la situación
estuvo a punto de escapárseles de la mano. Su primera intención
fue ir a por él, ¿pero adónde, si en cuanto salió de la casa se fue sin
mirar hacia atrás?
Una vez más el doctor puso un poco de reflexión y
tranquilidad en casa. Aconsejó a mis abuelos que no dejasen de
denunciar lo acontecido, que ellos no podían coger la justicia por
su mano. Pasó la noche con la familia tratando de calmar no sólo a
mis abuelos, sino también a mi madre. La denuncia no se puso. Mi
abuela decidió que lo mejor era tratar de ayudar a su hija, y que si
denunciaban tendrían que volver a pasar por situaciones que a mi
madre no la ayudarían en nada. El secretario desapareció como si
lo tragara la tierra. Mi abuelo en principio había decidido pagar a
quien lo encontrase y se lo entregase vivo o muerto, aunque prefería
que fuese vivo para él ajustarle las cuentas, pero nadie sabía dónde
se había metido, o quizás, nadie quiso meterse en camisa de once
varas.
Días más tarde mi abuela se percató de que a mi madre no le
había llegado el periodo. En principio pensó que sería un retraso a
consecuencia del disgusto, aunque se temía que la cosa no fuese tan
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
sencilla. Poco a poco se fue confirmando lo que sospechaba: su hija
estaba embarazada.
El embarazo fue otra tragedia para mi madre; no comprendía
lo que le estaba pasando; era muy difícil hacérselo entender. Ni
médicos, ni nadie, eran capaces de hacerle salir de su mutismo; no
quería salir de la habitación; sólo quería estar a oscuras y se negaba
a vestirse y a mantener una higiene mínima.
La desesperación de mis abuelos los llevó a no preocuparse
de la hacienda. Allá el bueno del Capataz, se hizo cargo de atender
a los trabajadores, y su mujer, a pesar de la tristeza que la embargaba
a consecuencia de la muerte de su hijo, al saber que era posible que
fuese una muerte premeditada por el canalla que ahora no sabían
por donde vagaría, y a pesar de tanto dolor, tuvo fuerza para hacerse
cargo de la casa y cuidar de los abuelos y de mi madre.
Aconsejado por el doctor, y por su fiel capataz, mi abuelo
decidió abandonar la hacienda por un tiempo. Pensaban que, quizás
fuera de allí, la joven se restableciese. Estaban seguros de que, el no
querer salir de la alcoba, era por temor a encontrarse con el hombre
que tanto daño le hizo, y también estaba seguro el galeno de que
los abuelos se incorporarían de nuevo a la vida cotidiana fuera de
aquel lugar.
No se equivocó mucho el Doctor. Mis abuelos se trasladaron
a Zaragoza, y poco a poco comenzaron una nueva vida. Allí nacimos
mi hermano y yo; fuimos gemelos, y con nosotros llegó la alegría a
la familia, salvo a mi madre que tardó en aceptarnos. Pese a ello la
paz se había instalado en el hogar de los Gallardo.
Nosotros crecimos pensando que nuestros padres eran
nuestros abuelos, y tardamos mucho tiempo en saber que éramos
hijos de nuestra madre. Sólo cuando estalló la guerra, mi abuelo,
el que nosotros pensábamos que era nuestro padre, nos contó toda
esta historia. Hasta entonces no nos habían dicho la verdad. Para
salvaguardarnos de las malas lenguas habían decidido asentarnos
en el juzgado como hijos suyos. Tampoco nadie lo pondría en
duda, mi abuela era una mujer joven cuando nosotros nacimos, así
que podíamos pasar perfectamente por hermanos. En esa creencia
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
nos criamos, pero por temor a que le pasase algo durante la guerra
-pues se sabía que era un republicano convencido- pensó que lo
mejor era contarnos la verdad; fue cuando nos comunicó que el
bueno de su capataz le tuvo al día de todo lo de las fincas, hasta
su muerte. Por eso la señora Remedios a la que llamábamos tía
era tan querida y respetada por todos. A la muerte de su marido
fue acogida en casa como un miembro más de la familia. Desde la
muerte de su querido capataz, las propiedades de la familia pasaron
a manos de un hacendado que las regentaba con buena mano. El
hombre, sabía que sus hijos eran los herederos y que quizás algún
día irían a hacerse cargo de todo. Nosotros delegamos en el hijo
de este señor, pues mientras nuestra madre viviese no queríamos
retornar a nuestras raíces.
Trascurrido un tiempo desde la muerte de nuestros padres,
pensábamos en ir a pasar algunos días a nuestro pueblo, pero
siempre lo posponíamos por temor a que madre se sintiese mal.
A pesar de ello teníamos previsto intentarlo, pero un día nuestra
querida tía -la madre de Lorenzo- nos advirtió que le parecía haber
visto al desgraciado de Poncio por Santander. Mi hermano por más
que buscó pistas no dio con él, pero la buena mujer insistía en que,
a pesar de los años, lo tenía bien grabado en su mente y que no se
equivocaba.
Mi madre salía poco de casa, pero de vez en cuando
lográbamos que saliese a dar un paseo por el Sardinero. El temor
a que se encontrase con él, nos hizo alejarnos de aquel lugar y no
retornar al pueblo, pues también había llegado a nuestros oídos que
un día lo habían visto rondando por allí. Eso hizo cambiar todos
nuestros planes, nos asustaba que ella se encontrase con él. Aún me
asustaba más la reacción de mi hermano si se lo topase. Eso sería
la perdición de la familia porque sé que mi hermano lleva consigo
mucho odio.
Cuando decidimos buscar esta zona alejada de la ciudad
vine yo delante para estar segura de que sería un buen sitio, pero
la mala fortuna quiso que en ese medio tiempo se muriese nuestra
querida tía Remedios a la que estaba muy unida mi madre. Cuando
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
llegamos aquí, mi madre se negó a volver a salir de casa; su fiel
amiga, la madre de su amor, se había ido para no volver. No aceptó
su muerte y cayó en una profunda depresión de la que no volvió a
recuperarse; aunque diciendo la verdad, nunca había salido del todo
de la locura a que le llevó su trágica experiencia.
Ahora ya no me importa que ustedes sepan toda la verdad
de mi vida, pues pronto me iré para mi pueblo, sólo espero que mi
sobrino pueda acercarse hacia allá, y si quiere Dios, pronto será.
Sé que no tenía porqué contarles mi vida, pero algo me dice
que se lo debo, pues fueron ustedes muy buenos conmigo. Y las
niñas han de saber que no siempre detrás de lo que se ve, se esconden
buenas o malas cosas. La realidad a veces es otra y tenemos que ser
cautos a la hora de juzgar.
Hasta entonces nadie se había movido, nadie osó en marcharse
ni interrumpirla. Si alguno pensó en un principio en que iban a
escuchar una sarta de tonterías o que aquello les serviría luego para
cotillear, en ese momento ya no les quedaban ganas de hablar ni de
reírse. Siguieron guardando silencio, no sólo en aquel momento,
sino el resto de los días. Nadie volvió a hablar de lo acontecido en la
casa de la señorita Loreto, o de la Mañica -como la apodaban-.
Los vecinos a partir de aquel momento comenzaron a recordar
otros acontecimientos vividos a su lado. Sucesos que el pueblo
durante un tiempo pareció olvidar, pero entonces, sólo entonces, fue
cuando las gentes del pueblo cayeron en cuenta de la grandeza de tan
extraordinaria mujer. En aquel momento comenzaron a recordar,
cómo no dejaba sólo en sus vidas el recuerdo de una maestra -si
se quiere un tanto extravagante- sino también les quedaba en sus
corazones la gratitud hacia a una mujer que estaba siempre presta a
aportar ayuda a las familias en los tristes momentos.
En aquel humilde barrio ella actuó con valentía; como cuando
se incendiaron las escuelas. Ella tuvo la suficiente templanza para
acoger a los niños heridos e ir calmando los ánimos de sus padres
para que los médicos pudiesen trabajar. Gracias a Dios, las heridas
no fueron de gravedad, pero sí fue muy traumático para los vecinos
del pueblo. Lo más importante es que la señorita Loreto puso todo
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
su corazón en ayudar a sus semejantes. Lo mismo ocurrió cuando
se necesitó sangre para un muchacho del barrio. Ella, sin falta de
pedírsela, en cuanto se enteró de que el joven la necesitaba, fue a
donar la suya.
Nadie sabía quién era el donante, pero tiempo después, se
enteraron las gentes de quién había sido, porque el doctor envío
a otra familia directamente a ella porque poseía la sangre que se
necesitaba. Se había enterado, al brindarse a donarla anteriormente,
de que tenía aquel grupo sanguíneo tan poco frecuente.
Un día lo mismo que apareció por el pueblo en silencio, sin
meter ruido, tratando de pasar desapercibida, aunque no lo haya
conseguido, se fue sin dejar rastro, sin despedirse, salvo de nosotros
los pequeños.
Se despidió de una manera muy extraña. Al menos, así nos
parecía, y sólo el tiempo nos dio a entender lo que nuestra querida
maestra nos quiso decir.
Aún recuerdo sus palabras llenas de ternura, sus caricias y sus
besos, sus ojos azules llenos de lágrimas, aquellos ojos cansados que
por una vez no escondía detrás de unas enormes gafas negras que
parecía que las llevase para ocultarse de algo. Yo, hoy diría, que lo
que trataba de ocultar era tanto dolor como llevaba escondido en
su corazón.
Según íbamos pasando, uno a uno, nos miraba y nos
susurraba unas palabras llenas de calidez:
-¡Mis pequeños!, ¡a saber qué vida os espera! Estudiad mucho
y aprovechad el tiempo que os queda; seguro que no os dejarán
demasiado. Poquito será lo que os va a quedar para poder instruiros;
pronto os pondrán a trabajar; son malos tiempos, y toda ayuda en
casa, es poca.
Y vosotras mis niñas, ¿qué os espera en este mundo de
hombres? En mi niñez teníamos alguna opción para estudiar, pero
ahora, ¡Oh, mi Señor!, qué infortunio nacer mujer en esta situación
que vivimos. ¡Parece que nunca tendrá fin esta dañina y cruel
realidad!
166
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Cuando las vecinas la echaron de menos, la Señora Petra,
madre de Blanca, puso al corriente a las vecinas de que la señorita
Loreto se había ido hacía unos días junto a su sobrino; que era
posible que pudiesen retornar a su Huesca del alma, y que incluso
que sería pronto, pues su hermano ya estaba al jubilarse y su sobrino
logró ir para una parroquia cercana a su pueblo.
Al fin, la señorita Loreto podría dejar de fabular y vivir su
propia realidad. Allí, la tierra que no la vio nacer, sí esperaba por
ella para engrandecer el lugar que un día, su madre atormentada,
dejó atrás para seguir ocultándose entre las paredes de una alcoba,
y que pesar de que ella con su gran cariño y entrega supo darle lo
mejor de su vida, nunca quiso salir de su escondite. Había dejado
su juventud por el camino, sin reproches ni vacilaciones. Aquel fue
su destino desde el vientre de su madre: vivir gran parte de su vida
enclaustrada para hacer un poquito feliz a una mujer a la que la vida
le negó la voz, el amor, y a su vejez la vista.
Tanta era la devoción que tenía a su familia, que optó por
dar su vida por ella sin pedir nada a cambio, dejando su juventud
tras la penumbra de una casa que ocultaba el dolor y la locura de
una mudita que nunca fue capaz aceptar su triste realidad, dejando
atrás una vida llena de posibilidades para ejercer su carrera como
hubiera deseado. Se negó a sí misma; se negó a construir su propia
familia e hizo mucho bien a las humildes personas de aquel barrio,
dando a los niños lo mejor de ella. Pensaban nuestras madres, que
seguramente, su gran entrega era para recibir a cambio un poquito
del amor que le fue negado. No le encontraban otra explicación
después de haber contado su historia. Todos cayeron en la cuenta de
que no tenía ninguna razón económica para trabajar ni para vivir en
el barrio más humilde del pueblo. Era sabido que a muchas familias,
la mayoría de las veces, no les cobraba las clases. Posiblemente
aquellos niños llenaban su solitaria vida.
¡Qué cosas tiene la vida! -pensaba yo cuando escuché el
relato de mi maestra-.
167
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
¿Y por qué, no siendo culpable de lo que le ocurrió a su
madre, tuvo que sacrificarse sólo ella? El mismo día que nació, ¿no
lo hizo también su hermano?
Nadie me respondió a este interrogante, ni a muchos otros
que durante mi juventud me hice. Quizás porque la contestación era
tan simple que no necesitaban responderla: ¡Claro, ella era mujer!
Entonces ya éramos unas mocitas. Nos habíamos ido
haciendo mayores junto a ella sin percatarnos de lo mucho que nos
estaba dando.
Pasó muy poco tiempo para que nos diéramos cuenta de lo
que quería decirnos, para que se confirmase a través de nuestras
propias experiencias, el sentido de sus palabras.
LA HOSPICIANA
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Noche de tormenta donde la hubiera. Noche tempestuosa
donde el viento huracanado bramaba mientras dejaba doblados y
desnudos los árboles más robustos.
Los alambres de los tendidos eléctricos chocaban entre sí
dejando un sonoro y resplandeciente chisporroteo que acompañaba
a los ensordecedores truenos seguidos de rayos que zigzagueaban
saltando entre las negruzcas nubes.
La noche se estremecía, y el miedo invadía los corazones de
todos los vecinos del pueblo mientras las nubes se vaciaban dejando
que el agua se desplomase desde el cielo abatida por las tremendas
ráfagas del vendaval.
Noche infernal, cruelmente amenazadora. Noche capaz de
ahuyentar hasta a los más atrevidos.
En una humilde habitación, mi hermana y yo, desveladas por
la furia que se desprendía desde las alturas, nos escondíamos debajo
de las mantas para no ver cómo los rayos iluminaban la estancia.
Temerosas nos encogíamos y de vez en cuando clamábamos por la
presencia de nuestros padres.
La luz eléctrica se fue, dejando en la penumbra todo el
pueblo, haciendo así más siniestra la noche.
A través de un ventanuco que se hallaba en lo alto de la
pared que dividía nuestra alcoba de la de mis padres, se distinguía
una exigua luz que desprendía el cabo de una vela que ellos
habían prendido para apaciguar nuestros ánimos. Nos sentíamos
más seguras pese al temblor de la llama que parecía vacilar entre
sostenerse viva o dejarse desvanecer.
Mis padres habían logrado tranquilizarnos, pero poco duró
aquella frágil tranquilidad.
Nuestra casa estaba situada al lado de la carretera. Era
una casita pequeña. Estaba cercada por un seto de boj muy bien
podado por las hábiles manos de mi padre. Un pequeño portillo
hecho de madera torneada y pintado primorosamente de color azul
daba entrada a un patio rodeado por unos bancos de madera y un
pequeño lavadero. El suelo estaba cementado y en su entorno una
franja de tierra bien cuidada y adornada con preciosas plantas de
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
jardinería que yo me dedicaba a cuidar con esmero, hacían que a
pesar de la humildad de aquella vivienda, fuese un lugar atrayente.
Aquella noche tan espantosa, alguien atravesó el corto
recorrido que había desde la carretera hasta la puerta de mi casa.
Alguien que a pesar de aquella noche tan aciaga se encontraba
desvalido ante la adversidad.
Unos leves golpes en la puerta se dejaron oír en la noche. Al
principio, mis padres pensaron que sería algo que movía el viento
y hacía un sonido que parecía que estaban llamando a la puerta.
Nadie se podía imaginar que hubiese un ser que se atreviese a salir
de casa en una noche tan infernal, pero los golpes se hacían más
fuertes y frecuentes, y parecía que clamaban atención.
Mi padre decidió salir hasta la cocina -que era donde
se encontraba la puerta de entrada- y averiguar lo que estaba
ocurriendo. Pensaron que quizás al estar la casa al pie de la carretera
alguna persona pudo tener un percance y estaba pidiendo ayuda.
Mi hermana y yo nos inquietamos lo mismo que nuestros
padres, y aún más cuando vimos sus siluetas dibujadas en la pared
del pasillo a causa de la sombra que se translucía con la iluminación
de la vela que mi padre llevaba en su mano.
Según avanzaban hacia la puerta de entrada comprobaron
que estaban tras ella pidiendo ayuda.
Escuchamos cómo la llave daba vueltas y cómo aquel
travesaño de hierro que mi padre había colocado para más seguridad
de la casa, se desplomaba hacia un lado dejando libre la abertura de
la puerta.
Una ráfaga de viento invadió la casa entrando por el pasillo y
moviendo el cortinón que lo separa de nuestra habitación. Nosotras
al escuchar la voz de una mujer llorando nos tiramos de la cama
para ver lo que ocurría. Pensamos que podría ser un familiar o
alguna vecina que le habría ocurrido algo en su casa.
-¡Por favor, perdonen!, perdonen que les perturbe, pero ¡por
Dios!, déjenme pasar la noche en la cuadra, tengo miedo a seguir y
el viento me arrastra. No puedo más.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Mis padres se apresuraron a meterla en casa y cerrar la puerta
rápido ya que el agua estaba invadiendo la cocina. Le costó trabajo a
mi padre luchar contra las inclemencias del tiempo ya que con gran
furia el viento le echaba hacia atrás.
Entre tanto, mi madre trataba de quitarle a aquella mujer las
prendas de ropa, ya que estaba toda empapada.
-¡Pronto!, prende el fuego, que esta mujer está calada hasta
los huesos y aterida de frío -le decía mi madre a mi padre-.
Fue rápido mi padre en hacer lumbre mientras mi madre le
daba un camisón y unas zapatillas a la señora desconocida. Le echó
por encima un cobertor y le dijo que se sentase al lado de la cocina
de carbón mientras ella le hacía una sopa de ajo.
Por aquellos tiempos las gentes humildes aún no teníamos
cocinas de gas ni nevera. Tampoco la echábamos de menos ya que no
la conocíamos, y además era mejor para los pobres la cocina llamada
vasca, ya que nos servía para hacer los guisos, calentar la plancha,
secar la ropa y como calefacción. La nevera no nos era necesaria
porque nunca quedaba comida de sobra, y con una fresquera ya nos
arreglábamos. Mi madre hizo una sopa y una tortilla francesa para
la señora. La mujer pedía que no se molestasen tanto con ella, que
sólo le dejasen un rinconcito al lado del fuego o en la cuadra, ya que
le era suficiente. Mamá le decía con gran ternura:
-¡Cállese!, ¡cállese mujer!, cómo la voy a dejar en la cuadra
o aquí en la cocina acurrucada como usted dice. Ande coma esto
calentito y…,venga niñas, ¡a la cama!, meteos las dos juntas y dejad
la otra para la señora, que necesita descansar y entrar en calor.
Mi madre seguía muy preocupada por el estado de la mujer:
-¡Jesús!, ¡Jesús!, esta mujer está extenuada, va a coger una
pulmonía.
Así habló dirigiéndose a nosotras, que obedecimos al
momento.
No cesaba de dar las gracias aquella mujer tan alta, tan extraña,
con aquellos pelos lacios y negros salpicados de canas plateadas, con
aquella cara larga, mirada lánguida, dedos huesudos y espalda un
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
tanto encorvada que le daban un aspecto un tanto siniestro. Parecía
sacada de aquellos cuentos de amas de llave, inglesas.
A mi me parecía una cara conocida, pero seguramente era
que semejaba a aquellas señoritas de los cuentos.
Ya en la cama, mi hermana y yo nos cogíamos un tanto
atemorizadas por la presencia de aquella mujer tan delgaducha y
fea. Para colmo, la débil luz de las velas que mis padres colocaron
en las habitaciones y en la cocina, no daba mucha luminosidad.
Parecía que estábamos inmersas en una película antigua en blanco
y negro. Aquellas de fantasmas o vampiros.
La verdad es que la imaginación nunca me faltó y en aquel
momento me estaba jugando una mala pasada. Si ya era poco el
temor que nos invadía, la buena señora pidió que por favor dejasen
una luz prendida pues tenía miedo a la oscuridad, y a nosotras
nos advirtió que no nos preocupásemos si la veíamos con los ojos
abiertos, ya que no los cerraba para dormir.
Entonces sí que nos abrazamos. Cerramos los ojos muy fuerte
para no verla con sus ojos abiertos.
La tempestad fue amainando a partir de la madrugada. El
cansancio, después de aquella noche tan agitada, nos fue invadiendo
hasta dejarnos profundamente dormidas.
Aquella mañana nuestro padre no pasó por la habitación para
arroparnos y darnos un beso de despedida como solía hacer cuando
se iba para el trabajo. La prudencia al estar aquella mujer durmiendo
en la misma alcoba le hizo irse en silencio, sin meter ruido, pero
antes de marcharse confirmó a mi madre los desperfectos que había
hecho el temporal, y de camino al trabajo avisó de la situación en la
oficina de la Belmontina -que era la fábrica que servía la electricidad
en nuestra comarca-.
Los cables de la luz estaban desparramados por la carretera
y por el patio de la casa, así que teníamos que andar con mucho
cuidado para no tocarlos por si tenían corriente, y no nos dejaron
salir de casa mientras no llegasen los electricistas a retirar los
cables.
175
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Sentíamos gran curiosidad por saber algo más de aquella
mujer. A nosotras se nos hacia larga la espera hasta que se despertase,
pero mi madre nos obligaba a guardar silencio para que descansase.
Tenía la impresión de que aquella persona guardaba un terrible
drama dentro de su corazón. Ella no pensaba hacerle ninguna
pregunta imprudente porque ya había hecho todo lo que pudo por
ella.
Mientras tanto, yo seguía dando vueltas a la cabeza, ya que
tenía la certeza de conocerla. Cada momento lo tenía más claro. En
la noche, la comparaba con aquellas mujeres de los cuentos, pero
ahora ya estaba bien despierta y no me estaba dejando llevar por la
imaginación:
-Mamá, ¿Tu conoces a esta mujer?
-¿La conoces tu?
-No sé… Se me parece a alguien.
-Cuando se estaba recostando reparé en ella y yo no
la conozco de nada. No le pregunté nada. ¡La vi tan nerviosa y
desvalida! Preferí dejarla descansar y no comenzar en ese momento
con preguntas, y tampoco hoy le diré nada si ella no habla. A lo
mejor no quiere hablar de sus cosas y eso lo hay que respetar.
-¿Papá tampoco la conoce?
-No. Dice que apenas reparó en ella. No la quiso incomodar
con preguntas ni miradas.
-Le oí decir que estás loca por meterla en nuestra habitación
sin conocerla de nada.
-¿Y qué íbamos a hacer con ella, hija?
-Sí, ya lo sé mamá, no podía dormir en la cuadra, allí no hay
ni luz ni camas.
-Claro que no, y además no es un animal, es una persona.
Llama a tu hermana, tengo que hablar con vosotras.
Después del desayuno mamá nos comentó algo que le estaba
rondando por la cabeza desde que en la noche aquella mujer le dijo
que se dirigía a un pueblo cercano a Galicia. Que había salido por
la tarde andando desde el pueblo donde estaba trabajando. Que
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
no tiene dinero y que por eso no puede viajar ni en tren ni en
autobús.
-Hoy para la comida del medio día, prepararé un cocido
de lentejas, pero pensé que si vosotras queréis lo podríamos hacer
sin compango2, así el dinero que ahorremos en carnicería se lo
podemos dar a esta señora para que pague el billete del tren. ¿Qué
os parece?
Nos pareció muy buena idea la de nuestra madre. No nos
sorprendía aquella actitud ya que para nosotras era cosa muy normal
el compartir lo que teníamos. Lo anormal en nuestra casa sería todo
lo contrario.
Ni que decir tiene que cuando la mujer se despertó mamá ya
le tenía preparado un suculento desayuno.
La señora no sabía cómo agradecer tantas atenciones y la
gran disponibilidad de mi madre hacia ella para hacerla sentirse
reconfortada.
Sin que nadie le preguntase ella comenzó a relatar las
razones que la llevaron a andar en una noche tan espantosa por la
carretera.
Mamá le dijo que no se viese obligada a contarle sus cosas,
que ella y su marido sólo habían hecho lo que cualquier ser humano
con un poco de corazón hubiese hecho.
La mujer añadió:
-¡Oh, no, señora! Mire, yo sé que no es así. Nadie sin conocer
a una persona le da cobijo como ustedes lo han hecho. Yo me hubiese
conformado y les quedaría muy agradecida con que me dejasen un
lugar para pasar la noche bajo un tendejón. Y esto se lo digo yo que
vengo de dormir desde hace un año en un pajar.
La mirada de mi madre se entrecruzó con la nuestra. Aquella
mujer aparte de desvalida no se le veía una persona andrajosa, ni
de modales inadecuados, muy por el contrario se le notaba que era
mujer muy educada, más bien muy tímida, no levantaba los ojos
del suelo y por todo daba las gracias. Se notaba que su voz aunque
2) Palabra del Bable: Carnes y embutidos que acompañan al cocido
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
decaída era delicada, suave, agradable, y que sus palabras eran
cultas. No entendíamos porqué aquella persona vivía en un pajar.
Al vernos tan perplejas nos pidió permiso para comentarnos
las razones por las que se veía en aquellas circunstancias y se apresuró
a decirle a mi madre que no tenía nada sucio ni malo que ocultar,
por lo menos ella.
De corrido, como deseosa de poder desahogarse de tanto
dolor, comenzó a narrar una historia que para nosotras era increíble.
Sólo hubo un momento en el que mirando a nuestra madre le hizo
entender que aquello que le quedaba por contar no era para que
nosotras lo oyésemos. Pero claro, para algo están esas paredes que
oyen, y así yo, que era la mayor, me enteré de toda la historia.
-Siendo yo muy jovencita, el señor cura de un pueblo me
sacó del hospicio para que hiciese las labores de la casa. Me fui
muy contenta esperando una vida mejor, pero no fue así, ya que
precisamente lo que encontré no era lo que esperaba para mi nueva
vida, pues el señor párroco era un hombre muy recio, y austero hasta
el punto de que nos faltaba lo más necesario. Yo, me conformaba
con tener un techo y un cacho de pan para llevarme a la boca,
aunque fuese escaso. De todas maneras, estaba acostumbrada
a las privaciones ya que en el hospicio tampoco se nadaba en la
abundancia en ninguno de los aspectos.
A pesar de todo, yo me sentía bien, ya que las buenas gentes del
pueblo me acogieron con cariño y respeto, y también me facilitaban
alimentos que me ayudaban a no pasar tantas dificultades. Así que
me sentía reconfortada por ellos.
Hacía un año que el señor cura se había puesto enfermo.
Entonces al ser tan anciano y tener la muerte próxima, sus sobrinos
se encargaron de él y de su herencia, y se lo llevaron con ellos.
Mientras el hombre agonizaba, me tuvieron a su cuidado día y
noche, pero ellos ni se ocupaban de entrar a hacerle una visita a la
alcoba.
Después de un mes se murió, y al mismo tiempo que a él se
lo llevaron para el cementerio a mí me invitaron a marcharme, ya
que no necesitaban de mis servicios.
178
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Les pedí por favor que me ayudasen a buscar un nuevo
trabajo puesto que no sabía a donde ir ni cómo moverme por la
ciudad.
La respuesta fue sincera:
-¿A dónde te vamos a colocar a ti con la pinta que tienes
de adefesio? Sólo el jardinero de la finca se compadeció de mí. Al
verme marchar con el atillo en la mano y hecha un mar de lágrimas
me propuso que me quedara aquella noche en su casa, que él y su
mujer mirarían a ver lo que podían hacer por mí. Así lo hice, pero
pronto me di cuenta de que a su señora no le había gustado mucho
la idea. Temía que los señores se enterasen y les trajese problemas.
Al otro día muy temprano me acompañaron a la estación
donde saqué un billete aconsejada por ellos para dirigirme de nuevo
a la Inclusa a ver si allí me podían buscar un lugar para trabajar. Más
tarde me di cuenta que fue una manera de deshacerse de mí. Por
supuesto allí no me dejaron ni pasar una noche y me encaminaron
hacia el pueblo de Purriano, donde hablaron con alguien conocido
para ver si tenían un trabajo aunque fuese momentáneo hasta que
yo me buscase la vida.
Allí comencé a trabajar en el campo, cuidando y ordeñando
vacas, atendiendo la granja de gallinas y demás faenas que pronto
aprendí por la cuenta que me tenía.
Como habitación me dieron un cuartucho que estaba al
lado de la cuadra donde guardaban los recipientes de recoger la
leche del ordeño. Para asearme y demás cosas tenía que hacerlo
en el abrevadero. Así estuve hasta que comencé a darme cuenta de
que aquello no era vida, así que decidí buscarme otro lugar donde
trabajar, pero no era fácil.
El señor boticario me conocía de ir a buscar ungüentos para
los animales y le pedí ayuda para ver si podía encontrarme algo de
trabajo en otro lugar. En cuanto el amo se enteró de que me quería
ir, me ofreció una habitación en la casa y una manera más digna de
vida. Yo seguía pensando en irme, pero de momento por consejo
del boticario era mejor esperar al verano que llegaba gente de afuera
y él podría ponerme en contacto con alguna señora de la capital.
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
También me dijo que tenía que cuidar más mi aspecto, ya que no
bastaba con estar limpia y ser trabajadora, pues las señoras querían
personas de buen ver.
Yo planifiqué el ir guardando mi sueldo para una vez
llegado el momento poder comprar ropa y adecentarme a gusto de
las señoras. Pero el amo se enteró de mis propósitos y me invitó a
confiarle mis ahorros para invertirlos de manera que me rentasen
más. Me decía que entendía que yo quisiera cambiar de oficio,
que lo veía muy bien, que me ayudaría a ponerme al día en lo que
necesitase, ya que me estaba muy agradecido por lo bien que hacía
mi trabajo.
Comenzó a portarse mejor conmigo. Ya no me trataba con
tanto desdén, y yo fui confiando en él. Le pedí que guardase mi
dinero como él mejor viese que me podía beneficiar. Él cada mes me
ensañaba las ganancias que yo iba adquiriendo con mis ahorros.
Pronto comenzó a coger confianza y me llevaba las cuentas a
la habitación, siempre muy respetuosamente.
Sus hermanos vivían en un pueblo cercano y de vez en
cuando pasaban por casa. Siempre estaban con la cantinela de que
debería volver a casarse, y que su madre se estaba haciendo ya una
anciana para cuidarle. En una de esas, les dijo a sus hermanos que
tenía la solución, que me quitaría a mí del campo y que me dejaría
en casa
junto a su madre para que yo la atendiese a ella y a él.
A mi nadie me había propuesto nada. Él dio por hecho que
yo aceptaría su propuesta, y yo sinceramente tampoco lo veía tan
mal. Lo que no me esperaba era lo que él tenía en su mente. Me
propuso que me comprara ropa nueva, que la pagaría él, que no
tenía falta de gastar mis ahorros, que era por el bien de su anciana
madre y un sin fin de buenas palabras que yo me creí. La cuestión
es que al ver mi buena disponibilidad él se equivocó y comenzó a
tomar confianzas que yo no le había dado. Entonces decidí aclararle
que yo no me casaría nunca, ni con él ni con nadie. Se echó a reír de
tal forma que me quedé muy sorprendida, no sabía donde estaba la
gracia. Al momento me dí cuenta de que había pecado de incauta,
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La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
puesto que su intención no era hacerme su esposa. Lo que me estaba
proponiendo era muy sucio. Aquella noche intentó entrar en mi
habitación con la disculpa de enseñarme mis dividendos. No le di
paso. Salí a su encuentro y le pedí que lo que tuviese que decirme
lo hiciese ante su madre o en otro lugar. No lo dejé entrar en la
alcoba, y eso le hizo enojarse mucho y se fue diciéndome que ya
estaba arrepentido de haberme ayudado, que si quería que me fuese,
pero que lo meditara bien ya que de aquella casa no saldría con un
céntimo en la mano, pues se había gastado más de lo que yo valía,
en adecentarme.
Entonces yo me preparé para buscar lo más rápido posible un
trabajo. Aquella noche intentó entrar en mi habitación a la fuerza.
No lo logró gracias a que su madre al escuchar ruidos preguntó qué
era lo que estaba ocurriendo.
Al día siguiente volvió a intentarlo. En esta ocasión lo hizo
cuando yo estaba en el pajar haciendo unas faenas. Salí corriendo y
me oculté hasta que se fue al pueblo como cada tarde, ya que salía
a beber unos vinos con los amigos.
A escondidas de él, llamé por teléfono al señor farmacéutico,
que en una ocasión me había prometido averiguar algo sobre mi
familia. Yo sabía que mi pueblo natal era un lugar cercano a Galicia,
que tenía algún familiar por allí, que cuando me ingresaron en el
orfanato iba acompañada de mi hermano, un bebé del que perdí su
pista. Supongo que lo haya adoptado alguna familia. A los bebés,
sobretodo varones, pronto les encontraban un hogar. No era igual
con las niñas, que como yo, que ya tenía cinco añitos, y además de
ser tremendamente tímida, no era muy agraciada, terminábamos de
criadas en alguna casa, y cuanto más feitas, éramos más solicitadas
para trabajar en casa de los curas. Ese fue mi destino.
Por lo demás, lo único que recordaba era la muerte de mi
madre. Ella se murió fuera de casa. Eso, sí que lo recuerdo, ya
que vi una noche a unos señores cómo la llevaron a casa en una
carreta y la tiraron delante de la puerta. Desconozco el porqué.
Los mismos señores nos entregaron al otro día a los dos hermanos
en el hospicio. De mi padre, recuerdo los gritos de dolor que daba.
181
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
Lo veo aún, noche y día en una cama, chillando y clamando por
su muerte. No sé porqué sólo esas dos cosas recuerdo de él y de
mi madre. Dicen que es porque los niños, cuanto más pequeños,
cuando no pueden con los sufrimientos, los olvidan o los hacen
selectivos. También recuerdo el día del entierro de mi padre, cómo
los hombres lo llevaron a hombros mientras las mujeres se quedaron
en casa llorando junto a mi madre y otras señoras de las que ya no
recuerdo ni su rostro.
Con estos datos, el boticario por medio de un compañero de
la zona de donde yo pensaba que procedía, trató de encontrar alguna
pista sobre mi familia. Cuando le pregunté, sólo supo decirme que
era probable que un matrimonio, que ya eran mayores y vivían solos
por que no tenían hijos, fuesen mis parientes, quizás tíos segundos
o algo así.
Sin pensarlo más, de madrugada, muy temprano, me puse
en camino. Lo demás ya lo saben. Por mucho que quise apurar el
paso para encontrar un lugar para pasar la noche, no alcancé a ver
un sitio que no molestase a la gente, y también el temor de que él
diese conmigo me hacía seguir adelante, sin parar, sin dar tregua a
mis doloridos pies. Así que decidí seguir sin saber en donde parar,
pero el temporal se cruzó en mi camino y cuando llegué aquí ya no
podía más, por eso les pedí ayuda.
Después de esta triste exposición de hechos tan duros, mi
madre le dijo que le daría ella el dinero para el viaje, que no podía
darle más ya que no lo tenía, pero que sí le daría un bocadillo y las
zapatillas que tenía puestas, ya que los zapatos que traía, al ponerlos
a secar cerca de la lumbre, se quedaron retorcidos y no era posible
meter los pies dentro de ellos.
La mujer se negaba a coger lo que mi madre le ofrecía. Sabía
que aquellas zapatillas eran de mi padre ya que sus pies eran más
grandes que los de mi madre, y sólo podían ser de él. Temía que
papá la riñese por darle su calzado.
Mamá la convenció y la señora se fue dando gracias al cielo
por haber encontrado al fin en este mundo tan cruel, unas personas
tan buenas, y le decía:
182
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Otros no fueron capaces de tener un gesto tan humano
como el de ustedes, señora. Nunca lo olvidaré.
Recuerdo que aquel día, decía mi madre, que las lentejas
estofadas le habían salido como nunca, que sabían a gloria, que
nunca le habían salido tan ricas. No sé, también es posible que
mamá nos lo dijese para convencernos de que a pesar de faltarles el
acompaña-miento de los embutidos y la carne, se podían comer.
Podría dar por concluida esta historia, pero no sería justo,
ya que nos pasamos la vida diciendo una frase muy manida, pero a
pesar de ello muy cierta:
-¡De desagradecidos, está el mundo lleno!
Habían pasado unos diez años de aquella triste y a la vez
bonita experiencia cuando regresé a mi pueblo de visita, a casa de
una tía, que no esperó mucho para contarme una anécdota que le
había ocurrido hacía unos días.
Me dijo:
-Una mujer de aspecto muy extraño, muy delgada, bien
vestida, pero no elegante, con pelo muy lacio, canoso, y voz muy
suave, casi imperceptible, llegó aquí preguntando por vosotras. Me
impresionó mucho porque apenas podía contener el llanto ya que le
habían dicho que se había muerto tu madre. ¡Caray!, me contó una
historia tremenda, de cómo un día la metió tu madre en la cama
porque llovía mucho.
-Eso sí que se llama abreviar, querida tía. Sí, algo así pasó
hace muchos años, en una noche de tormenta.
-Bueno, la historia la conoces tu mejor que yo, así que, para
qué te la voy a repetir. Yo sabía que tu madre hacía cosas que no
tienen calificación, pero esto ya es…
-Y bien, ¿qué más me vas a contar?
-Pues según me dijo, es que ella nunca olvidó lo bien que
la habéis acogido, ni la ternura y el respeto con que la ha tratado
tu madre. También el gran sacrificio que hizo dándole el poco de
dinero que tenía. ¿Pero fue verdad esto?
-Sí, y me acuerdo que aquellas lentejas fueron las más sabrosas
que comí en toda mi vida.
183
La Hospiciana y Otros Relatos De Mujeres
-Seguro, ¡sí que estarían buenas con un simple refrito!
-Bien tía, ¿y cómo es que vino a dar a tu casa?
-Me contó que cuando sus parientes se murieron la dejaron
a ella como heredera. Así que, en cuanto ella dispuso de los bienes,
lo primero que hizo fue venir a traerle unos presentes a tu madre,
pero al llegar a vuestra casa y verlo todo cerrado, preguntó por ella,
y cuando le contaron que se había muerto, que vosotras ya estabais
casadas y que vuestro padre había rehecho su vida, ella se sintió
muy triste. No porque estéis casadas, sino por que no cesaba de
decir que no entendía porqué las personas buenas se tienen que
morir tan jóvenes. Yo le conté por alto lo sucedido después de la
muerte de tu madre, y se fue desolada.
-¿No te ha dicho donde vive? Me gustaría poder darle las
gracias por recordar a mi madre.
-No. Lo que sí me ha dicho, es que tenía a tu madre siempre
presente en sus oraciones, y que ahora rezará por vosotras, ya que
ella sabe lo que es no tener una madre. Que estaba segura de que la
echaríais mucho de menos, porque si era con los ajenos tan dadivosa,
¡cómo sería como madre!
Siento no poder darle las gracias personalmente a tan
agradecida mujer, a la “criada” del señor cura.
Esa mujer, que para mí siempre fue alguien que me parecía
conocer, no era cosa de mi imaginación, tristemente era real.
Pese a ello no quiero quedarme sólo con la lamentable historia
de esa mujer. Quiero quedarme con la grandeza de las dos mujeres.
La de mi madre, que una vez más en su corta vida, nos dio un
buen ejemplo de amor al prójimo, y también de cómo sabía hacer
que lo mismo a nuestro padre que a nosotras, aquellas vivencias
nos pareciesen naturales. Y la de la mujer sin nombre, que también
supo darnos una lección de lo que es ser agradecida y luchadora en
la vida.
Voy a obviar a los demás personajes que hicieron vivir tantas
vicisitudes a la criada del señor cura.